De Babi Yar a las narcofosas

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

Todos están cortados por la misma tijera. Me refiero a los sátrapas, dictadores, mercenarios, sicarios, jenízaros, barones de la droga, delincuentes de toda laya que acumulan cadáveres y deciden amontonarlos en una sola e idéntica fosa común, como si dispusieran de la ceniza de sus cigarros debajo de las alfombras, o del perdón después de una confesión sin sincero arrepentimiento.

Algo los une en la enfermedad mental a unos y otros, para con todo desparpajo disponer así de los cuerpos de sus supuestos enemigos, pero de sus necesarias víctimas, porque esas muertes suponen el sustrato, el fundamento de un poder que únicamente puede consolidarse por el asesinato. Así lo comprendo desde que a mediados de los años sesenta escuché a Yevgeny Yevtushenko en La Casa del Lago. También así recuerdo algunos fragmentos:

No existe monumento en Babi Yar;

sólo la agria ladera. Y tengo miedo.

Hoy me siento un judío en el desierto

que de Egipto escapó. Me crucifican

y mis manos conservan los estigmas.

Me parece ser Dreyfus, condenado,

al que juzgan, escupen, encarcelan;

pero de pie resiste la calumnia

y el grito filisteo. Con la punta

de sus sombrillas en mi rostro vejan

mi indefensión mujeres que se acercan

con vestidos de encaje de Bruselas…

Y en torno a Babi Yar suena la hierba

que ha crecido salvaje desde entonces.

Los árboles nos juzgan. Todo grita

pero el grito está hecho de silencio.

Al descubrirme observo mi cabello.

También ha encanecido. También grito

por los miles de muertos inocentes

masacrados aquí. En cada anciano

y en cada niño al que mataron muero.

Pueblo ruso, mi pueblo: te conozco.

Tú no odias ni razas ni naciones.

Manos viles trataron de infamarte

al usurpar tu nombre y al llamarse

“Unión del Pueblo Ruso”. No perdono.

Que La Internacional llene los aires

cuando el último antisemita yazga bajo la tierra.

No soy judío. Como si lo fuera,

me odian todos aquéllos.

Nada ha cambiado, ni allá ni acá. Del barranco de Babi Yar trasladaron a sus víctimas al Gulag. Para comprender la dimensión de la masacre es necesario leer La corte del zar rojo y Stalin y los Verdugos. No es característica del comunismo soviético esa compulsión por la muerte. El Vaticano eligió a Santo Domingo de Guzmán para labrarse su propio monumento de esqueletos, con la Santa Inquisición como artífice de los más refinados tormentos para regresar a los réprobos y apóstatas a la fe; ya en el criollismo latinoamericano, los estudiosos no pueden olvidar las tinajas de San Juan de Ulúa ni sus sustitutos: el apando o los centros de detención de alta seguridad, donde nunca es de noche.

¿Cómo puede azorarnos, pasmarnos, dejarnos mudos el hecho de que sumaran 77 cuerpos en avanzado estado de putrefacción los sacados por Protección Civil y peritos forenses de Guerrero, de la fosa clandestina ubicada en el respiradero de la mina La Concha, en Taxco de Alarcón?

77 cadáveres equivalen a idéntico número de pilotes para solidificar los cimientos de un poder turbio, clandestino, que usó del pozo, de más de 150 metros de profundidad, para dejar allí a esos apóstatas de la santa muerte, a esos descreídos del poder del narco, atados pies y manos y con los ojos vendados.

No concluye así la fiesta de la sangre. Días después, pero en Morelos, a Luis Navarro Castañeda, director del penal estatal, lo secuestraron cerca de la prisión de Atlacholoaya; lo descuartizaron y diseminaron sus restos en cuatro puntos de Cuernavaca con sendos mensajes firmados por CPS, supuestas siglas del cártel del Pacífico Sur.

Esto no puede continuar, porque la sangre, las víctimas, la violencia y los cadáveres pueden convertirse en adicción, y entonces sí que Jesús nos agarre, a todos, confesados.

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