Martha Anaya / Crónica de Política
Me habría encantado saber –y leer—cómo habría escrito su propia crónica, esa del homenaje final que le otorgaron este domingo en el Palacio de Bellas Artes.
Tímido como era, creo que de entrada Carlos Monsiváis se habría quedado estupefacto y apabullado por la cantidad de gente y de coronas de flores –¡hasta de los Tigres del Norte– que cruzaron la alfombra roja y llegaron hasta los pies de su ataúd.
Extrañaría, sin duda, la compañía de sus gatos –aunque una fotografía con uno de ellos le acompañaría en esas últimas horas desde el Museo de la Ciudad de México—y a algunos a de sus más queridos amigos, como Sergio Pitol y Juan Villoro.
Con alegría una alegría envuelta en complicidad habría abrazado a Elena Poniatowska –“qué vamos a hacer sin ti Monsi, ahora que te has ido?”–, a José Emilio Pacheco, a Rolando Cordera, a Carlos Payán, a Julio Scherer.
Y sin duda habría reconvenido a Consuelo Sáizar por convencer a su familia para llevarlo hasta los muros blancos de ese palacio que más parece un pastelote de quince años. Mejor recordar aquellos tiempos en que la hoy directora de Conaculta le daba aventón hasta su casa o irse a tomar un café en el Sanborns de los azulejos y dar una vuelta por su museo del Estanquillo, donde finalmente reposarán parte de sus cenizas.
Una buena carcajada habría contenido –más no una sonrisa sarcástica– al ver que Jesusa Cervantes corría del santo palacio al secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, al grito de “¡Fuera! ¡Fuera, usted no tiene nada que hacer aquí!” y luego recrearía la escena con sus amigos cercanos que no pararían de reír.
Haría notar, por supuesto, la ausencia de Felipe Calderón a quien agradecería enormemente el no haberse atrevido a montar una guardia ante su féretro, so pena de que le ocurriera algo similar a lo que le pasó a Manuel Camacho Solís cuando se apersonó en las exequias de Luis Donaldo Colosio.
Le habría guiñado un ojo a Andrés Manuel López Obrador cuando éste se acercó hasta la caja mortuoria y depositó un rosario sobre ésta, y le habría susurrado al oído que aún hay mucho camino por andar y que desde el otro mundo le estaría acompañando.
Algo incómodo se revolvería al sentirse arropado por tantas banderas: la del orgullo gay, la de México y la de la UNAM.
Miraría de reojo a Margo Glantz y a Enriqueta Cabrera, desgarradas en llanto, mientras escuchaba complacido las notas de Bach que salían de la flauta de Horacio Franco y del chelista Carlos Prieto.
Sin duda pararía oreja y tomaría nota de cuantos calificativos le atribuyeron al pasar: íntegro, tolerante, caótico, noble, ético, irónico, sagaz, retórico, honesto, consecuente, observador, tímido, inteligente, audaz, crítico, afilado, hosco, mordaz, maledicente, memorioso.
Y se escabulliría al escuchar que lo ponían como “la brújula a seguir”, “el pulso de México”, “el alma de quienes no tienen palabra”, “representante de las minorías”, “observador y cronista de la cultura popular”, “el intelectual más consecuente y honesto de nuestros tiempos”.
Pero al final de cuentas, Carlos Monsiváis levantaría la mirada y daría las gracias al escuchar aquel enorme aplauso que le rindieron amigos y extraños, por su paso en esta vida y miraría por última vez ese zócalo donde tantos y tantos mítines vivió al lado de quienes aún demandan justicia, equidad y un país mejor.
Así se fue Monsi. Y muchos, muchos, quedaron en orfandad.
Me habría encantado saber –y leer—cómo habría escrito su propia crónica, esa del homenaje final que le otorgaron este domingo en el Palacio de Bellas Artes.
Tímido como era, creo que de entrada Carlos Monsiváis se habría quedado estupefacto y apabullado por la cantidad de gente y de coronas de flores –¡hasta de los Tigres del Norte– que cruzaron la alfombra roja y llegaron hasta los pies de su ataúd.
Extrañaría, sin duda, la compañía de sus gatos –aunque una fotografía con uno de ellos le acompañaría en esas últimas horas desde el Museo de la Ciudad de México—y a algunos a de sus más queridos amigos, como Sergio Pitol y Juan Villoro.
Con alegría una alegría envuelta en complicidad habría abrazado a Elena Poniatowska –“qué vamos a hacer sin ti Monsi, ahora que te has ido?”–, a José Emilio Pacheco, a Rolando Cordera, a Carlos Payán, a Julio Scherer.
Y sin duda habría reconvenido a Consuelo Sáizar por convencer a su familia para llevarlo hasta los muros blancos de ese palacio que más parece un pastelote de quince años. Mejor recordar aquellos tiempos en que la hoy directora de Conaculta le daba aventón hasta su casa o irse a tomar un café en el Sanborns de los azulejos y dar una vuelta por su museo del Estanquillo, donde finalmente reposarán parte de sus cenizas.
Una buena carcajada habría contenido –más no una sonrisa sarcástica– al ver que Jesusa Cervantes corría del santo palacio al secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, al grito de “¡Fuera! ¡Fuera, usted no tiene nada que hacer aquí!” y luego recrearía la escena con sus amigos cercanos que no pararían de reír.
Haría notar, por supuesto, la ausencia de Felipe Calderón a quien agradecería enormemente el no haberse atrevido a montar una guardia ante su féretro, so pena de que le ocurriera algo similar a lo que le pasó a Manuel Camacho Solís cuando se apersonó en las exequias de Luis Donaldo Colosio.
Le habría guiñado un ojo a Andrés Manuel López Obrador cuando éste se acercó hasta la caja mortuoria y depositó un rosario sobre ésta, y le habría susurrado al oído que aún hay mucho camino por andar y que desde el otro mundo le estaría acompañando.
Algo incómodo se revolvería al sentirse arropado por tantas banderas: la del orgullo gay, la de México y la de la UNAM.
Miraría de reojo a Margo Glantz y a Enriqueta Cabrera, desgarradas en llanto, mientras escuchaba complacido las notas de Bach que salían de la flauta de Horacio Franco y del chelista Carlos Prieto.
Sin duda pararía oreja y tomaría nota de cuantos calificativos le atribuyeron al pasar: íntegro, tolerante, caótico, noble, ético, irónico, sagaz, retórico, honesto, consecuente, observador, tímido, inteligente, audaz, crítico, afilado, hosco, mordaz, maledicente, memorioso.
Y se escabulliría al escuchar que lo ponían como “la brújula a seguir”, “el pulso de México”, “el alma de quienes no tienen palabra”, “representante de las minorías”, “observador y cronista de la cultura popular”, “el intelectual más consecuente y honesto de nuestros tiempos”.
Pero al final de cuentas, Carlos Monsiváis levantaría la mirada y daría las gracias al escuchar aquel enorme aplauso que le rindieron amigos y extraños, por su paso en esta vida y miraría por última vez ese zócalo donde tantos y tantos mítines vivió al lado de quienes aún demandan justicia, equidad y un país mejor.
Así se fue Monsi. Y muchos, muchos, quedaron en orfandad.
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