FUENTE: El hombre y sus armas: Autobiografía, Pancho Villa (Doroteo Arango), recopilado por Martín Luis Guzmán (1958) pp. 765-80.
AQUEL LICENCIADO JOSÉ VASCONCELOS:
PREGUNTAS DE EULALIO Y RESPUESTAS DE VILLA
A mi cuartel general de la referida calle Liverpool me vino también a ver un general de las fuerzas de Zapata, de nombre Juan N. Banderas, que otros llamaban el Agachado. Andaba él convaleciente de unas heridas que por esos días le habían hecho, me parece, en una pelea que tuvo en el Hotel Cosmos, por causa de un automóvil, y que costó la vida a otro general, nombrado Rafael Garay. Y así, tanto por venir a mí de aquella forma, como por ser Juan Banderas hombre de mi conocimiento desde tiempos del señor Madero, lo acogí entonces con mis mejores palabras.
Me decía él:
—Aquí vengo a visitarlo, señor general Villa, en demanda de viejos negocios que se están volviendo nuevos. Quiero que me declare, señor este milagro de que los buenos hombres de la revolución estemos haciendo la Revolución para que licenciados sin conciencia, explotadores del pobre, se encaramen hasta las alturas de los ministerios y desde allí nos rijan con sus malas artes, y nos las cobren, y nos las inculquen a nosotros y a nuestros hijos.
Le respondí yo:
—Señor compañero, soy yo responsable del curso que siguen nuestras armas, y responde Eulalio Gutiérrez de los actos del gobierno y de la pureza de sus hombres. Pero cuando así sea, expréseme quiénes son esos ministros explotadores, y yo le prometo que llevarán su castigo.
Me contestó él:
—Agravia a los hombres revolucionarios tener por ministro de Instrucción Pública a ese licenciado de nombre José Vasconcelos, y sufrimos también al contemplar cómo es él persona que usted cobija y usted recibe dentro de los beneficios de su confianza. Porque José Vasconcelos, señor general Villa, es un intelectual sin alma, un intelectual de muy negra doblez.
Pero a seguidas me añadió él:
—Acuso de desleal a este Vasconcelos, señor general Villa, porque yo he padecido las consecuencias de su conducta. ¿No sabe usted, señor, que estando yo preso en tiempos del señor Madero, me lo encomendaron por muy buen abogado? Pues vino él a verme a mi cárcel, y ponderándome la utilidad de sus servicios y sus influencias, me pidió adelanto de muy fuerte cantidad por sacarme del presidio; ante lo cual yo, con agobio de inmensos trabajos, le di lo que me pedía. Pero luego sucedió, teniendo él ya la paga recibida y gastada, que no volvió a recordarse de mi persona, sino que me dejó solo en los caminos de aquellos jueces. Y yo nomás le pregunto, señor general: ¿puede un hombre así ser ministro de los gobiernos del pueblo, cuanto más en el ramo de la enseñanza, donde todos tienen que aprender de él, para luego seguir sus pasos imitándolo? No, señor. Antes que eso se consume, cojo yo a este licenciado y lo quiebro, conforme se lo merece, y según conviene a nuestros jóvenes, que luego han de ser hombres y no deben criarse bajo esta clase de maestros.
Asosegándome yo mismo por obra del sentimiento de mi deber, esperé unos días, como si reflexionara, y luego hablé así mis palabras [a Eulalio Gutiérrez]:
—Señor Presidente, yo le prometo que ese licenciado Vasconcelos es un muchachito mentiroso y enredador. Hace tiempo engañó a Juan Banderas, que otros llaman el Agachado, sacándole dinero para un negocio que luego no hizo. Ahora Banderas lo quiere matar, pues dice él: “¿Voy yo a consentir por ministro de Instrucción Pública un hombre que corromperá al pueblo con las peores enseñanzas?” Y yo, señor Presidente, llamé al referido licenciado y le dije: “Señor, esto se propone Juan Banderas. ¿Por qué no se libra usted de la muerte yendo a refugiarse entre mis tropas? No se quedará sin destino, señor licenciado, sino que le daré cartas para que le encomienden alguna secretaría en aquellos estados del Norte.” Así le dije yo, por el bien suyo y por el de nuestro gobierno. ¿Y es esto un mal acto de mi conducta? Cuantimás que si dicho Vasconcelos no quiere irse, o usted no quiere que se vaya, no hay sino pedirme una escolta para él, y yo se la daré tan grande que nadie se le acerque ni lo vea.
Eulalio me respondió:
—Esas escoltas debo darlas yo y no usted, señor general.
Y yo le dije:
—Sí, señor; por eso le afirmo que no tiene usted más que mandarme que le ponga yo la dicha escolta. Yo soy su subordinado, yo soy leal, yo conozco la obediencia.
Me pregunto él:
—¿Y por qué si quiero una escolta he de acudir a usted en demanda de que me la otorgue?
Le pregunté yo:
—¿Y por qué, señor, no he de transmitir yo sus órdenes a las tropas, si usted mismo me nombró por jefe de todos sus ejércitos?
Y de esa forma seguimos expresándonos: él en su porfía de que había de apartarse de mí; yo en mis razones de que no deberíamos separarnos hasta consumarse nuestro triunfo.
Respecto de aquel muchachito José Vasconcelos, que era ministro, hablé otra vez con Juan Banderas, para darle consejo de que lo respetara en su vida y en su tranquilidad; aunque entonces resultó no ser ya necesarias aquellas recomendaciones mías, a causa de que el referido Vasconcelos había ido a refugiarse entre las fuerzas de un general que operaba cerca de Pachuca.
AQUEL LICENCIADO JOSÉ VASCONCELOS:
PREGUNTAS DE EULALIO Y RESPUESTAS DE VILLA
A mi cuartel general de la referida calle Liverpool me vino también a ver un general de las fuerzas de Zapata, de nombre Juan N. Banderas, que otros llamaban el Agachado. Andaba él convaleciente de unas heridas que por esos días le habían hecho, me parece, en una pelea que tuvo en el Hotel Cosmos, por causa de un automóvil, y que costó la vida a otro general, nombrado Rafael Garay. Y así, tanto por venir a mí de aquella forma, como por ser Juan Banderas hombre de mi conocimiento desde tiempos del señor Madero, lo acogí entonces con mis mejores palabras.
Me decía él:
—Aquí vengo a visitarlo, señor general Villa, en demanda de viejos negocios que se están volviendo nuevos. Quiero que me declare, señor este milagro de que los buenos hombres de la revolución estemos haciendo la Revolución para que licenciados sin conciencia, explotadores del pobre, se encaramen hasta las alturas de los ministerios y desde allí nos rijan con sus malas artes, y nos las cobren, y nos las inculquen a nosotros y a nuestros hijos.
Le respondí yo:
—Señor compañero, soy yo responsable del curso que siguen nuestras armas, y responde Eulalio Gutiérrez de los actos del gobierno y de la pureza de sus hombres. Pero cuando así sea, expréseme quiénes son esos ministros explotadores, y yo le prometo que llevarán su castigo.
Me contestó él:
—Agravia a los hombres revolucionarios tener por ministro de Instrucción Pública a ese licenciado de nombre José Vasconcelos, y sufrimos también al contemplar cómo es él persona que usted cobija y usted recibe dentro de los beneficios de su confianza. Porque José Vasconcelos, señor general Villa, es un intelectual sin alma, un intelectual de muy negra doblez.
Pero a seguidas me añadió él:
—Acuso de desleal a este Vasconcelos, señor general Villa, porque yo he padecido las consecuencias de su conducta. ¿No sabe usted, señor, que estando yo preso en tiempos del señor Madero, me lo encomendaron por muy buen abogado? Pues vino él a verme a mi cárcel, y ponderándome la utilidad de sus servicios y sus influencias, me pidió adelanto de muy fuerte cantidad por sacarme del presidio; ante lo cual yo, con agobio de inmensos trabajos, le di lo que me pedía. Pero luego sucedió, teniendo él ya la paga recibida y gastada, que no volvió a recordarse de mi persona, sino que me dejó solo en los caminos de aquellos jueces. Y yo nomás le pregunto, señor general: ¿puede un hombre así ser ministro de los gobiernos del pueblo, cuanto más en el ramo de la enseñanza, donde todos tienen que aprender de él, para luego seguir sus pasos imitándolo? No, señor. Antes que eso se consume, cojo yo a este licenciado y lo quiebro, conforme se lo merece, y según conviene a nuestros jóvenes, que luego han de ser hombres y no deben criarse bajo esta clase de maestros.
Asosegándome yo mismo por obra del sentimiento de mi deber, esperé unos días, como si reflexionara, y luego hablé así mis palabras [a Eulalio Gutiérrez]:
—Señor Presidente, yo le prometo que ese licenciado Vasconcelos es un muchachito mentiroso y enredador. Hace tiempo engañó a Juan Banderas, que otros llaman el Agachado, sacándole dinero para un negocio que luego no hizo. Ahora Banderas lo quiere matar, pues dice él: “¿Voy yo a consentir por ministro de Instrucción Pública un hombre que corromperá al pueblo con las peores enseñanzas?” Y yo, señor Presidente, llamé al referido licenciado y le dije: “Señor, esto se propone Juan Banderas. ¿Por qué no se libra usted de la muerte yendo a refugiarse entre mis tropas? No se quedará sin destino, señor licenciado, sino que le daré cartas para que le encomienden alguna secretaría en aquellos estados del Norte.” Así le dije yo, por el bien suyo y por el de nuestro gobierno. ¿Y es esto un mal acto de mi conducta? Cuantimás que si dicho Vasconcelos no quiere irse, o usted no quiere que se vaya, no hay sino pedirme una escolta para él, y yo se la daré tan grande que nadie se le acerque ni lo vea.
Eulalio me respondió:
—Esas escoltas debo darlas yo y no usted, señor general.
Y yo le dije:
—Sí, señor; por eso le afirmo que no tiene usted más que mandarme que le ponga yo la dicha escolta. Yo soy su subordinado, yo soy leal, yo conozco la obediencia.
Me pregunto él:
—¿Y por qué si quiero una escolta he de acudir a usted en demanda de que me la otorgue?
Le pregunté yo:
—¿Y por qué, señor, no he de transmitir yo sus órdenes a las tropas, si usted mismo me nombró por jefe de todos sus ejércitos?
Y de esa forma seguimos expresándonos: él en su porfía de que había de apartarse de mí; yo en mis razones de que no deberíamos separarnos hasta consumarse nuestro triunfo.
Respecto de aquel muchachito José Vasconcelos, que era ministro, hablé otra vez con Juan Banderas, para darle consejo de que lo respetara en su vida y en su tranquilidad; aunque entonces resultó no ser ya necesarias aquellas recomendaciones mías, a causa de que el referido Vasconcelos había ido a refugiarse entre las fuerzas de un general que operaba cerca de Pachuca.
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