Amedrentar con el asesinato político

Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder

México es un país cruento. Dicha característica sobresale cuando de disputar el poder se trata. Un examen histórico del talante de los mexicanos para mostrarse a gusto al compartir su espacio vital con la muerte exigiría más tiempo y mejores conocimientos que los dedicados a un análisis de lo ocurrido el lunes, pero baste con recomendar un rápido repaso de la pintura, la literatura y la época de oro del cine mexicano, para constatar que la veneración a la santa muerte no es ajena al sincretismo entre poder político y fe.

Siempre que me topo con una lámina, fotografía o reproducción de Paseo en la Alameda de Diego Rivera, mural en el cual La Catrina figura como personaje central, recuerdo viejas lecturas sobre las ejecuciones de Madero y Pino Suárez, Carranza, Zapata, Villa, Felipe Ángeles, las ocurridas en Huitzilac y Topilejo, o aquellos episodios nacionales que nos hicieron compartir el azoro entre cientos de miles de mexicanos: Carlos A. Madrazo, 2 de octubre y 10 de junio, Manuel Buendía, Román Gil Heráldez y Francisco Javier Ovando, Juan Jesús Posadas Ocampo, rebelión neozapatista, Luis Donaldo Colosio, José Francisco Ruiz Massieu, por mencionar algunos de los crímenes cuya investigación concluyó -para la sociedad- en agua de borrajas.

En El águila y la serpiente, la pulcra narración de Martín Luis Guzmán refiere, en el capítulo La fiesta de las balas, la manera en que Rodolfo Fierro da cuenta de 300 reos a balazos, con sus dos pistolas y únicamente auxiliado por su asistente para cargarlas. Es el vértigo de la muerte en masa, para ofrecernos después el asco de la ejecución individual, solitaria:

“… Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno, como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

-Ay…

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

-Ay… Ay… ay…

Fierro se agitó en su cama…

-Por favor… agua…

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

-¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.

-¿Mi jefe?

-¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!”

Ese es el único problema entre quienes detentan el poder: la posibilidad o la incapacidad de conciliar el sueño; seguramente Rodolfo Torre Cantú, candidato priista al gobierno de Tamaulipas tenía sed de conocimiento, estaba exigiendo información para determinar la manera en que habría de enfrentar los problemas de una gubernatura que tenía en la bolsa -de acuerdo a las encuestas-, y a alguien le resultó incomodo, tanto que, como Rodolfo Fierro, envió a sus asistentes, a sus esbirros para que le dieran agua y muerte a efecto de que se le permitiera recuperar la capacidad del sueño.

A estas alturas de las consecuencias del combate que el gobierno federal mantiene contra la delincuencia organizada, poco importa la identidad de quienes ejecutaron al candidato a gobernador y a cuatro de sus colaboradores, porque o están muertos o a punto de también ser asesinados para que no se divulgue quién ordenó el operativo. Esta es la información que interesa, que importa, saber el nombre y las razones de la muerte de Rodolfo Torre Cantú, pues es de esa manera, únicamente de esa manera que se podrá determinar cuál es el nivel del desafío y de la disputa que del poder político –del que cuenta y está sustentado por fuerzas ajenas al Estado- hace la delincuencia organizada al gobierno constitucionalmente elegido.

Si los servicios de inteligencia autóctonos son incapaces de determinar esa información, los problemas del gobierno federal para mantener la gobernabilidad, aplicar sus políticas públicas y asegurar su propia sucesión en paz social se redimensionarán, hasta el punto de afectar de manera irremediable la viabilidad de México como nación independiente en medio de una globalización que exige interrelaciones, pero de ninguna manera una sumisión como a la que siempre han aspirado los red necks que mueren por fumigar a todos los mexicanos.

Ahora sí, como dijera Mario Ruiz Massieu, los demonios andan sueltos.

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