Jacobo Zabludovsky
Frase fácil: a partir de mañana el mundo se mete en una pelota. Fácil pero cierta. Todo junio será el mes del futbol. El Mundial es un fenómeno al que nadie escapa. Se sumergen en él los aficionados de hueso colorado, los que recuerdan cada gol, cada castigo, cada resultado final, lugares y fechas, colores del uniforme y capacidad del estadio. Pero se contagian también los indiferentes, los que gritan su desinterés y protestan por el alboroto y hasta quienes desde las alturas de su pedantería voltean a ver por encima del hombro la repentina algarabía incomprensible.
No soy fanático del futbol. No sé de estadísticas, mucho menos de reglamentos ni propósitos del que pita el silbato. No sé cuando es faul ni cuando tiene que dispararse un penalti. Lo olvidé. Más allá de que son 11 en cada equipo el resto es un misterio. He vigilado al señor de negro para entender cuando detiene y echa a andar su cronógrafo para decidir cuantos minutos agrega a los 45 (esto sí lo sé) reglamentarios.
Pero llevo dentro de mí, como una fiesta, el recuerdo del futbol sin reglas que jugamos casi desde el día en que aprendí a caminar.
El balón de trapos amarrados con mecate, substituido por el que un amigo recibió de sus Santos Reyes. El partido en el patio de la vecindad, entre palos de tendedero que servían de marcos. El encuentro en la calle con los de la palomilla de las Vizcaínas, buenos para las patadas y los moquetes. Y las mañanas en que todos queríamos ser Isidro Lángara sobre el patio de tierra de la Escuela Primaria República del Perú, con libros y cuadernos marcando la portería. Fue mi primer juego colectivo y vive conmigo desde entonces.
El futbol envuelve, abraza, une. Identifica como amigo a quien lo ha jugado en Calcuta con quien lo disfruta en Atenas. Es la única epidemia sana que sufre la humanidad. Crea ídolos populares surgidos de los lugares más olvidados de la Tierra. Un mexicano, Hugo Sánchez, puede llegar a ser el único ganador por cinco años consecutivos del pichichi, según llaman en España al premio del mejor goleador. Un negrito de Brasil ha hecho célebre su nombre, Pelé, como gran jugador, primero, y como hombre de bien, después. Y un arrabalero, Maradona, contrarresta con laureles recogidos en el césped los efectos de otras yerbas. En cada mundial otros jugadores surgen a la fama con fuerza similar o superior a la de cualquier estrella de los espectáculos.
El futbol está en nosotros, queramos o no. Conocimos el estadio Asturias. Estuvimos en la inauguración del Estadio Azteca, el mejor en su época, y del olímpico de Ciudad Universitaria, construido como cráter en la piedra volcánica y enriquecido con la plástica de Diego Rivera. En el desorden de mis recuerdos destacan la selección Vasca que dejó a muchos de sus jugadores en México, el centro delantero del España que envolvía bolillos en la Panadería de Correo Mayor y haber conocido a Horacio Cazarín.
Llega junio y otra atmósfera envuelve a la del planeta, creando una distorsión de la realidad real para llegar a otra que parece ficticia pero que durante un mes es tan real o más que la cotidiana, la normal, la acostumbrada. Durante junio estamos encerrados en una burbuja a veces nostálgica, evidentemente mercantil, esencialmente deportiva, siempre comparable a las guerras de las que el futbol hereda sus verbos: atacar, vencer, derrotar.
Los griegos, que no jugaron futbol, nobody is perfect, contaban el tiempo por olimpiadas cada cuatro años, a partir de un solsticio de verano, y durante sus juegos se suspendían los conflictos bélicos. El futbol convoca a más público en el mundo que las olimpiadas modernas. Sería ingenuo, más que un sueño guajiro, pensar que durante junio y en honor al Mundial, pudieran concertar una tregua todos los rijosos internacionales. Hay cosas imposibles.
El futbol se desprende como avalancha sobre nosotros. Dejémoslo que nos arrastre. Nos invita a recordar algunos de los relámpagos de felicidad más luminosos de nuestra vida: la del día en que me compraron mis zapatos con tacos, profesionales, me dijo el zapatero en su taller de República del Salvador. Los del quinto B ganamos ese año el campeonato de la escuela.
La alegría de llegar sudorosos y cansados, después de horas de cascaritas en el Jardín de San Pablo, al carrito de los pabellones para pedir un raspado de limón. La comunión de una amistad sin presagios, que se forjaba siguiendo una pelota.
Al empezar el mes de la gran competencia no la veo como un acontecimiento ajeno o distante. De alguna manera me involucra. Me ata a la memoria de los hechos más gratos de mi vida. Cada quien disfruta el mundial a su manera. Yo como nadie.
Frase fácil: a partir de mañana el mundo se mete en una pelota. Fácil pero cierta. Todo junio será el mes del futbol. El Mundial es un fenómeno al que nadie escapa. Se sumergen en él los aficionados de hueso colorado, los que recuerdan cada gol, cada castigo, cada resultado final, lugares y fechas, colores del uniforme y capacidad del estadio. Pero se contagian también los indiferentes, los que gritan su desinterés y protestan por el alboroto y hasta quienes desde las alturas de su pedantería voltean a ver por encima del hombro la repentina algarabía incomprensible.
No soy fanático del futbol. No sé de estadísticas, mucho menos de reglamentos ni propósitos del que pita el silbato. No sé cuando es faul ni cuando tiene que dispararse un penalti. Lo olvidé. Más allá de que son 11 en cada equipo el resto es un misterio. He vigilado al señor de negro para entender cuando detiene y echa a andar su cronógrafo para decidir cuantos minutos agrega a los 45 (esto sí lo sé) reglamentarios.
Pero llevo dentro de mí, como una fiesta, el recuerdo del futbol sin reglas que jugamos casi desde el día en que aprendí a caminar.
El balón de trapos amarrados con mecate, substituido por el que un amigo recibió de sus Santos Reyes. El partido en el patio de la vecindad, entre palos de tendedero que servían de marcos. El encuentro en la calle con los de la palomilla de las Vizcaínas, buenos para las patadas y los moquetes. Y las mañanas en que todos queríamos ser Isidro Lángara sobre el patio de tierra de la Escuela Primaria República del Perú, con libros y cuadernos marcando la portería. Fue mi primer juego colectivo y vive conmigo desde entonces.
El futbol envuelve, abraza, une. Identifica como amigo a quien lo ha jugado en Calcuta con quien lo disfruta en Atenas. Es la única epidemia sana que sufre la humanidad. Crea ídolos populares surgidos de los lugares más olvidados de la Tierra. Un mexicano, Hugo Sánchez, puede llegar a ser el único ganador por cinco años consecutivos del pichichi, según llaman en España al premio del mejor goleador. Un negrito de Brasil ha hecho célebre su nombre, Pelé, como gran jugador, primero, y como hombre de bien, después. Y un arrabalero, Maradona, contrarresta con laureles recogidos en el césped los efectos de otras yerbas. En cada mundial otros jugadores surgen a la fama con fuerza similar o superior a la de cualquier estrella de los espectáculos.
El futbol está en nosotros, queramos o no. Conocimos el estadio Asturias. Estuvimos en la inauguración del Estadio Azteca, el mejor en su época, y del olímpico de Ciudad Universitaria, construido como cráter en la piedra volcánica y enriquecido con la plástica de Diego Rivera. En el desorden de mis recuerdos destacan la selección Vasca que dejó a muchos de sus jugadores en México, el centro delantero del España que envolvía bolillos en la Panadería de Correo Mayor y haber conocido a Horacio Cazarín.
Llega junio y otra atmósfera envuelve a la del planeta, creando una distorsión de la realidad real para llegar a otra que parece ficticia pero que durante un mes es tan real o más que la cotidiana, la normal, la acostumbrada. Durante junio estamos encerrados en una burbuja a veces nostálgica, evidentemente mercantil, esencialmente deportiva, siempre comparable a las guerras de las que el futbol hereda sus verbos: atacar, vencer, derrotar.
Los griegos, que no jugaron futbol, nobody is perfect, contaban el tiempo por olimpiadas cada cuatro años, a partir de un solsticio de verano, y durante sus juegos se suspendían los conflictos bélicos. El futbol convoca a más público en el mundo que las olimpiadas modernas. Sería ingenuo, más que un sueño guajiro, pensar que durante junio y en honor al Mundial, pudieran concertar una tregua todos los rijosos internacionales. Hay cosas imposibles.
El futbol se desprende como avalancha sobre nosotros. Dejémoslo que nos arrastre. Nos invita a recordar algunos de los relámpagos de felicidad más luminosos de nuestra vida: la del día en que me compraron mis zapatos con tacos, profesionales, me dijo el zapatero en su taller de República del Salvador. Los del quinto B ganamos ese año el campeonato de la escuela.
La alegría de llegar sudorosos y cansados, después de horas de cascaritas en el Jardín de San Pablo, al carrito de los pabellones para pedir un raspado de limón. La comunión de una amistad sin presagios, que se forjaba siguiendo una pelota.
Al empezar el mes de la gran competencia no la veo como un acontecimiento ajeno o distante. De alguna manera me involucra. Me ata a la memoria de los hechos más gratos de mi vida. Cada quien disfruta el mundial a su manera. Yo como nadie.
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