Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
¿Qué debe hacer un miembro consentido del sistema para incomodar? ¿A quién y por qué incomodó Diego Fernández de Cevallos? ¿Qué supo que debió olvidar?, o como comentan los policías entre ellos: ¿qué se comió, cuando no le tocaba?
A las anteriores habría que añadir la pregunta definitiva: ¿qué o quién motivó a los familiares de Fernández de Cevallos para solicitar que todas las instancias gubernamentales diesen un paso atrás en las investigaciones sobre su desaparición?
No olvidemos la presencia gráfica e ideológica de Diego Fernández de Cevallos en los hitos políticos impulsores de la alternancia, pues la transición, la reforma del Estado todavía no llama a la puerta de los partidos ni de los poderes fácticos; la promesa o intención de que se hará, apenas es un instrumento de control político y social del gobierno.
Fernández de Cevallos, propietario de una praxis política emblemática, participó de las negociaciones que aseguraron la gobernabilidad a Carlos Salinas de Gortari; se enfermó en la campaña presidencial de 1994, para garantizar el triunfo de Ernesto Zedillo Ponce de León, a lo que es necesario sumar todos los acuerdos y consensos logrados entre 1988 y el año 2000, para que Vicente Fox Quesada pudiese sentarse en la silla del águila.
En lenguaje coloquial, puede decirse que Diego era un fontanero de la política, una “garganta profunda” -en la conceptualización dada por el caso Watergate- dueña de valiosa información e incalificables secretos, de los que se fue haciendo en la medida que se le permitió construir su poder, que no era el del Estado, mucho menos el prestado por los poderes fácticos. Se le autorizó hacer su grupo, al que, todo lo indica, hoy resulta incómodo y es necesario descabezar.
La situación del “Jefe” Diego no es nueva en la historia. Escribió Alejandro Dumas durante la Restauración: “… Pero encontrarme en medio de personas elevadas por mí a las dignidades, que deben velar por mí más celosamente que por ellas mismas, porque mi suerte es la suya; que antes de que yo ascendiera al trono no eran nada, y que después tampoco lo serán. ¡Y tener que perecer miserablemente por incapacidad, por ineptitud!
… comprender que en política no hay asesinatos. En política, querido, tú lo sabes lo mismo que yo, no hay hombres, sino ideas; en política no se mata a un hombre, se suprime un obstáculo, sencillamente”.
Diego Fernández de Cevallos, que no había ascendido al trono, estaba sentado en él, pues elevó a un grupo variopinto de abogados a dignidades nunca soñadas por ellos, pero que no velaron por él celosamente. Además, y eso no pueden negarlo ni quienes hoy consideran políticamente incorrecto hablar de su comportamiento frente a las fuerzas del Estado, el desaparecido lo mismo era capaz de referirse al mujerío y calificar a quienes lo criticaron -por usar de su fuerza legislativa para hacerse de fortuna y de cierto poder real, divorciarse y usar de su fuero y sus contactos para convertirse en Creso-, de ingenuos, y al mismo tiempo negar, con su actitud, su historia personal y profesional previa a 1988, anterior a Punta Diamante, a los incinerados paquetes electorales, a la espalda dolorida que lo llevó a servirle en bandeja de plata la banda presidencial a Ernesto Zedillo Ponce de León, a cambio del puesto a Antonio Lozano Gracia y todo el significado que tiene para un abogado contar entre su nómina al Procurador General de la República.
Fernández de Cevallos es personaje de las novelas de Leonardo Sciascia, un simulador consciente de que “los relojes que funcionan mal no señalan nunca la hora exacta, mientras que el reloj que está parado da la hora exacta dos veces al día. Y el electorado acaba dirigiéndose a ese reloj parado”.
Al final es el mismo Sciascia quien nos ofrece la única vía de reflexión acerca de la desaparición del “Jefe” Diego: “En compensación, no obstante, creo tener algún rasgo de Maigret; el culpable no me interesa, lo que me interesa, en cambio, es estudiar una situación, un 'contexto'. Y además, como dice Simenon, Maigret es un tipo que con el rabillo del ojo mira un poco siempre al futuro”.
Es decir, debemos pensar ya en las consecuencias de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos, un miembro del sistema absolutamente mimado por él, pero que fue capaz de ver por el rabillo del ojo lo que le deparaba su futuro personal y profesional de atender, como lo hizo, los intereses del Estado.
¿Qué debe hacer un miembro consentido del sistema para incomodar? ¿A quién y por qué incomodó Diego Fernández de Cevallos? ¿Qué supo que debió olvidar?, o como comentan los policías entre ellos: ¿qué se comió, cuando no le tocaba?
A las anteriores habría que añadir la pregunta definitiva: ¿qué o quién motivó a los familiares de Fernández de Cevallos para solicitar que todas las instancias gubernamentales diesen un paso atrás en las investigaciones sobre su desaparición?
No olvidemos la presencia gráfica e ideológica de Diego Fernández de Cevallos en los hitos políticos impulsores de la alternancia, pues la transición, la reforma del Estado todavía no llama a la puerta de los partidos ni de los poderes fácticos; la promesa o intención de que se hará, apenas es un instrumento de control político y social del gobierno.
Fernández de Cevallos, propietario de una praxis política emblemática, participó de las negociaciones que aseguraron la gobernabilidad a Carlos Salinas de Gortari; se enfermó en la campaña presidencial de 1994, para garantizar el triunfo de Ernesto Zedillo Ponce de León, a lo que es necesario sumar todos los acuerdos y consensos logrados entre 1988 y el año 2000, para que Vicente Fox Quesada pudiese sentarse en la silla del águila.
En lenguaje coloquial, puede decirse que Diego era un fontanero de la política, una “garganta profunda” -en la conceptualización dada por el caso Watergate- dueña de valiosa información e incalificables secretos, de los que se fue haciendo en la medida que se le permitió construir su poder, que no era el del Estado, mucho menos el prestado por los poderes fácticos. Se le autorizó hacer su grupo, al que, todo lo indica, hoy resulta incómodo y es necesario descabezar.
La situación del “Jefe” Diego no es nueva en la historia. Escribió Alejandro Dumas durante la Restauración: “… Pero encontrarme en medio de personas elevadas por mí a las dignidades, que deben velar por mí más celosamente que por ellas mismas, porque mi suerte es la suya; que antes de que yo ascendiera al trono no eran nada, y que después tampoco lo serán. ¡Y tener que perecer miserablemente por incapacidad, por ineptitud!
… comprender que en política no hay asesinatos. En política, querido, tú lo sabes lo mismo que yo, no hay hombres, sino ideas; en política no se mata a un hombre, se suprime un obstáculo, sencillamente”.
Diego Fernández de Cevallos, que no había ascendido al trono, estaba sentado en él, pues elevó a un grupo variopinto de abogados a dignidades nunca soñadas por ellos, pero que no velaron por él celosamente. Además, y eso no pueden negarlo ni quienes hoy consideran políticamente incorrecto hablar de su comportamiento frente a las fuerzas del Estado, el desaparecido lo mismo era capaz de referirse al mujerío y calificar a quienes lo criticaron -por usar de su fuerza legislativa para hacerse de fortuna y de cierto poder real, divorciarse y usar de su fuero y sus contactos para convertirse en Creso-, de ingenuos, y al mismo tiempo negar, con su actitud, su historia personal y profesional previa a 1988, anterior a Punta Diamante, a los incinerados paquetes electorales, a la espalda dolorida que lo llevó a servirle en bandeja de plata la banda presidencial a Ernesto Zedillo Ponce de León, a cambio del puesto a Antonio Lozano Gracia y todo el significado que tiene para un abogado contar entre su nómina al Procurador General de la República.
Fernández de Cevallos es personaje de las novelas de Leonardo Sciascia, un simulador consciente de que “los relojes que funcionan mal no señalan nunca la hora exacta, mientras que el reloj que está parado da la hora exacta dos veces al día. Y el electorado acaba dirigiéndose a ese reloj parado”.
Al final es el mismo Sciascia quien nos ofrece la única vía de reflexión acerca de la desaparición del “Jefe” Diego: “En compensación, no obstante, creo tener algún rasgo de Maigret; el culpable no me interesa, lo que me interesa, en cambio, es estudiar una situación, un 'contexto'. Y además, como dice Simenon, Maigret es un tipo que con el rabillo del ojo mira un poco siempre al futuro”.
Es decir, debemos pensar ya en las consecuencias de la desaparición de Diego Fernández de Cevallos, un miembro del sistema absolutamente mimado por él, pero que fue capaz de ver por el rabillo del ojo lo que le deparaba su futuro personal y profesional de atender, como lo hizo, los intereses del Estado.
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