Álvaro Cepeda Neri
Casi 15 millones son los indígenas, según el último censo poblacional (ya viene el nuevo, con 100 mil entrevistadores para “peinar” lo que parece que arrojará que ya somos más de 110 millones de mexicanos: la mitad en la pobreza y otra cuarta parte en el desempleo y los despidos). Están sumidos en total abandono y el conato de rebelión cuando en Chiapas irrumpió el movimiento zapatista, despertó la posibilidad de que fueran tomados en cuenta. Pero se frustró, y de la Caja de Pandora escapó la esperanza, para volver a la infame y devastadora realidad donde esos mexicanos han sobrevivido desde que Cortés los subyugó a fuego y sangre. Logrado escapar, por varias generaciones, del dominio explotador de la Colonia. Nadie como ellos apoyaron a Hidalgo y Morelos, logrando la liberación política y la Independencia del imperio español.
Esos 15 millones de mexicanos están marginados, dispersos en sus comunidades, sobre todo en Sonora, Chihuahua, Nayarit, Sinaloa, Jalisco y desde el centro hacia todo el sur el país, siguen sufriendo persecuciones, despojo de sus tierras, robo de sus aguas, abusos en las zonas urbanas y encarcelamientos por causas sin ningún sustento legal de pruebas, como ha sido el caso de Teresa y Alberta, presas por cuatro años, según García Luna, poder policiaco tras el trono calderonista, porque ellas dos (una embarazada) habían “secuestrado a seis policías armados hasta los dientes. Éstos habían despojado a las indígenas de sus artesanías, en Querétaro, y porque osaron defenderse las acusaron de privación de libertad. Todo fue una falsedad e injusticia que ha reparado, tardíamente, la Suprema Corte.
El asunto de fondo es que durante el periodo priísta, de 1940 al 2000, las comunidades indígenas fueron despreciadas y orilladas a la peor de las miserias. La Iglesia Católica persiguió, con apoyo de autoridades, a los indígenas que al menos encontraron apoyo entre los evangélicos. Y son constantemente reprimidas cuando sus individualidades escapan a las ciudades buscando vender su fuerza de trabajo. Si durante La Conquista y La Colonia los nativos fueron víctimas, es necesario decir que no han dejado de serlo desde hace 200 años, cuando ya habían logrado, supuestamente, igualdad de derechos con el resto de los mexicanos.
A los mazahuas por ejemplo, que insisten en vivir en el Estado de México, les impiden tener acceso al agua de sus ríos y del líquido que alimenta el sistema Cutzamala. También se le hace fácil a las policías de García Luna, acusarlos de tener qué ver con el narcotráfico, sólo porque alegaron no saber nada al respecto y 14 de ellos, del municipio de Donato Guerra, están encarcelados. Sometidos a torturas, los hicieron declararse culpables. El nuevo Hernán Cortés, de García Luna, asumiéndose Virrey de su coloniaje, se desquita con los indígenas para justificar que su Policía es eficaz... pero, para los abusos. ¿Qué festejan los panistas calderonistas? ¿Acaso sus atropellos contra los descendientes de quienes lograron conquistar la Independencia y la Revolución?
Casi 15 millones son los indígenas, según el último censo poblacional (ya viene el nuevo, con 100 mil entrevistadores para “peinar” lo que parece que arrojará que ya somos más de 110 millones de mexicanos: la mitad en la pobreza y otra cuarta parte en el desempleo y los despidos). Están sumidos en total abandono y el conato de rebelión cuando en Chiapas irrumpió el movimiento zapatista, despertó la posibilidad de que fueran tomados en cuenta. Pero se frustró, y de la Caja de Pandora escapó la esperanza, para volver a la infame y devastadora realidad donde esos mexicanos han sobrevivido desde que Cortés los subyugó a fuego y sangre. Logrado escapar, por varias generaciones, del dominio explotador de la Colonia. Nadie como ellos apoyaron a Hidalgo y Morelos, logrando la liberación política y la Independencia del imperio español.
Esos 15 millones de mexicanos están marginados, dispersos en sus comunidades, sobre todo en Sonora, Chihuahua, Nayarit, Sinaloa, Jalisco y desde el centro hacia todo el sur el país, siguen sufriendo persecuciones, despojo de sus tierras, robo de sus aguas, abusos en las zonas urbanas y encarcelamientos por causas sin ningún sustento legal de pruebas, como ha sido el caso de Teresa y Alberta, presas por cuatro años, según García Luna, poder policiaco tras el trono calderonista, porque ellas dos (una embarazada) habían “secuestrado a seis policías armados hasta los dientes. Éstos habían despojado a las indígenas de sus artesanías, en Querétaro, y porque osaron defenderse las acusaron de privación de libertad. Todo fue una falsedad e injusticia que ha reparado, tardíamente, la Suprema Corte.
El asunto de fondo es que durante el periodo priísta, de 1940 al 2000, las comunidades indígenas fueron despreciadas y orilladas a la peor de las miserias. La Iglesia Católica persiguió, con apoyo de autoridades, a los indígenas que al menos encontraron apoyo entre los evangélicos. Y son constantemente reprimidas cuando sus individualidades escapan a las ciudades buscando vender su fuerza de trabajo. Si durante La Conquista y La Colonia los nativos fueron víctimas, es necesario decir que no han dejado de serlo desde hace 200 años, cuando ya habían logrado, supuestamente, igualdad de derechos con el resto de los mexicanos.
A los mazahuas por ejemplo, que insisten en vivir en el Estado de México, les impiden tener acceso al agua de sus ríos y del líquido que alimenta el sistema Cutzamala. También se le hace fácil a las policías de García Luna, acusarlos de tener qué ver con el narcotráfico, sólo porque alegaron no saber nada al respecto y 14 de ellos, del municipio de Donato Guerra, están encarcelados. Sometidos a torturas, los hicieron declararse culpables. El nuevo Hernán Cortés, de García Luna, asumiéndose Virrey de su coloniaje, se desquita con los indígenas para justificar que su Policía es eficaz... pero, para los abusos. ¿Qué festejan los panistas calderonistas? ¿Acaso sus atropellos contra los descendientes de quienes lograron conquistar la Independencia y la Revolución?
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