LOS ECLESIÁSTICOS EN “EL PERIQUILLO SARNIENTO” DE JOSÉ JOAQUÍN FERNÁNDEZ DE LIZARDI (“El Pensador Mexicano”)
En esta bulliciosa galería de tipos y circunstancias que es El Periquillo Sarniento –comienzo de la novela hispanamericana–, no podían faltar episodios en que los eclesiásticos ocuparan el lugar principal. Repasándolos, nos damos cuenta de la altísima estima con que Fernández de Lizardi, “el Pensador Mexicano”, miraba la misión del sacerdote. Por el mismo motivo emplea colores violentos cuando pinta la conducta de ministros tibios o relajados. A éstos no les agradará la novela, como tampoco a los médicos y abogados chapuceros, a los agentes ladrones, a los comerciantes usureros, a los padres de familia indolentes, y a toda clase de pillos cuyas culpas quedan al descubierto en El Periquillo Sarniento. Así lo dice el autor en el primer capítulo de su obra, y repite la advertencia al comenzar la segunda parte de misma.
I. SU DEFINICIÓN DEL SACERDOCIO
Si todavía hay quien catalogue a Fernández de Lizardi como anticlerical empedernido, lea esta definición que da del sacerdote, poniéndola en boca de don Manuel Sarmiento, padre del Periquillo:
“¿Tú sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo… cuando vemos tantos sacerdotes sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados, con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad y del estudio, aún no dejan los libros de las manos; aún no comprenden bastante los arcanos de la teología; aún se oscurecen a su penetración muchos lugares de la sagrada Biblia; aún se confiesan siempre discípulos de los santos padres y doctores de la Iglesia, y se conocen indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué juicio haremos de la dignidad del sacerdocio? ¿Y cómo nos convenceremos del gran fondo de santidad y sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que sean sus individuos?” (p. 71).
Periquillo, entre las innumerables locuras de su vida, tuvo también la de intentar hacerse clérigo, “para tener dinero sin trabajar” (p. 73). Fallado este intento, probó la vida conventual, pensando –el incauto-- que con hacerse fraile escaparía de las fatigas de quienes siguen un oficio manual, y desoyendo las graves observaciones de su padre:
“El mundo quiere que los que siguen la virtud sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les nota, les advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios más groseros de los otros mundanos; pero se escandalizan grandemente si advierten algunos en éste o el otro religioso o alma dedicada a la virtud” (p. 83).
Muy pronto se arrepintió Periquillo de aquella resolución desafortunada de hacerse fraile; resolución que no lo hizo feliz ni un solo día de los que pasó en el convento, donde –dice– “tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación: me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mi mismo que el hábito no hace al monje” (p. 88).
II. LO QUE “EL PENSADOR MEXICANO” RECLAMA DEL SACERDOTE
De los párrafos anteriores ya pueden deducirse las exigencias que Fernández de Lizardi pone a quienes siguen el camino del sacerdocio. Tres parecen ser las cualidades que mayormente reclama en los ministros de la Iglesia: que tengan vocación, que sean instruidos y que sobresalgan en caridad.
a) Que tengan vocación
El personaje que se menciona como “el trapiento”, le confía a Periquillo: “Mi hermano Antonio, como que entró en la Iglesia sin vocación, sino en fuerza de los empujones de mi padre, ha salido un clérigo tonto, relajado y escandaloso, que ha dado harto quehacer a su prelado” (p. 270).
Un asunto que Fernández de Lizardi juzga esencial en la realización de la persona es la vocación, y más en el caso de los sacerdotes y religiosos, por tratarse de vocaciones especialísimas. El hecho de que muchos sigan estos caminos sin verdadera vocación, “el Pensador Mexicano” lo cataloga entre las causas primordiales del relajamiento en los eclesiásticos: no sintiéndose felices en el género de vida que están siguiendo, se inclinan a buscar una compensación en las satisfacciones y vanidades del mundo.
Es chusco el episodio narrado en el capítulo X de la segunda parte de la obra: se está celebrando un baile para festejar el primer matrimonio de Pedro Sarmiento; dos caballeros que parecen muy decentes discuten a causa de una dama, y de las palabras pasan a los hechos. En aquel lance bochornoso, uno de los contendientes coge a su adversario por el pelo y, con escándalo de todos los comensales, se descubre que es peluca con la cual disimula su condición de religioso. “Y el contrincante apareció secular en todo el traje, y sólo fraile en el cerquillo”, es decir, en la coronilla rapada. “El religioso hubiera querido ser hormiga para esconderse debajo de la alfombra” (p. 289).
Otro religioso, pariente de la esposa y que participaba en la fiesta con mucha compostura, sin disimular su condición de fraile, reprende severamente al religioso anónimo echándole en cara su relajamiento y el mal que de eso se deriva para la religión y para la Iglesia en general. Valdría la pena leer por entero las observaciones, de absoluta actualidad si se quisieran tomar como norma para aquellas circunstancias en que los eclesiásticos se ven obligados a participar en festejos laicos. Los dos párrafos que siguen son un ejemplo:
“No soy tan rigorista que tenga por crimen todo género de concurrencia pública con los seglares. No señor; la profesión religiosa no nos prohíbe la civilización que le es tan natural y decente a todo hombre; antes muchas ocasiones debemos prestarnos a las más festivas concurrencias, si no queremos cargar con las notas de impolíticos y cerriles. Tales son, por ejemplo, la bendición de una casa o hacienda, el parabién de un empleo o la asistencia a su posesión, una cantamisa, un bautismo, un casamiento y otras funciones semejantes.
“En una palabra, en mi concepto no es lo malo que tal cual vez asista un religioso a estos actos, sino que sea frecuente en ellos, y que no asista como quien es, sino como un secular escandaloso” (p. 270).
La carencia de vocación, así como conduce a una vida relajada, es fuente de insatisfacción y continuas amarguras; la verdadera vocación, en cambio, general felicidad y hace llevaderas las fatigas. “Así discurría yo –dice el Periquillo metido a fraile– mientras subía agua y regaba los tránsitos con la pichancha, siempre triste y cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos virtuosos, y habían entrado allí con verdadera, vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse como yo” (p. 90).
“Cuidado, hijos míos, –concluye el personaje– cuidado con errar la vocación, sea cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo de ellas” (p. 89).
b) Que sean instruidos
Cuando Periquillo, mal aconsejado, pretende hacerse clérigo, cándidamente le confiesa a su padre que se conformará con estudiar un poco de moral, “pues me dicen que para ser vicario o cuando más un triste cura, con eso sobra” (p. 70). Recibe como respuesta una seria reprimenda:
“¡Vea usted! Esas opiniones erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se abandonan, así se empapan en unas ideas las más mezquinas y abrazan la carrera eclesiástica, porque les parece la más fácil de aprender, la más socorrida y la que necesita menos ciencia.
“En efecto, hijo, yo conozco varios vicarios imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he visto, por desgracia, que algunos han soltado el acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han echado con las petacas y se han metido a lo que no eran llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada gramática y una mal digerida moral bastan, como piensas, para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el terrible cargo de cura de almas” (p. 70).
Y termina don Manuel Sarmiento con una cátedra sobre la instrucción que debe tener un sacerdote para cumplir con su ministerio ordinario, para dirigir las conciencias, para guiar a las almas deseosas de mayor perfección, para resolver los más diversos casos, etc. “Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la explicación del dogma y la interpretación de las Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien instruidos en la revelación y tradición en que se funda nuestra fe, y ellos en fin, deben saber sostener a la faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra santa religión y creencia” (p. 74).
“De todo lo dicho –puntualiza el padre de Periquillo– debes concluir, Pedro mío, que para ser un digno sacerdote no sobra con saber lo muy preciso; es necesario imbuirse y empaparse en la sólida teología, y en las reglas o leyes eclesiásticas, que son los cánones de la Iglesia” (p. 74).
En diversos pasajes de su obra, menciona Lizardi fatales consecuencias que se derivan de un clero impreparado: “Te decía, Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho para probarte que la sabiduría nunca sobra en un sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los pueblos” (p. 73).
Ciertamente, “el Pensador Mexicano”, perspicaz como era y preocupado por el bienestar de la nación, consideraba fundamental para el progreso de México que los ministros de la Iglesia fueran gente muy preparada, y en esto coincide con muchos otros autores injustamente acusados de radical anticlericalismo.
No faltan en El Periquillo Sarniento figuras sacerdotales que sobresalen por su erudición, que aparecen como buenos consejeros, como mediadores excelentes; en breve, como personas prudentes, generosas y fieles a su ministerio. Un caso sería el de aquel sacerdote que reprende a un maestro ignorante y lo lleva a la resolución de no continuar con un oficio para el que no esta preparado (cfr. p. 22). Otro caso sería el de ese religioso por cuyas instancias Periquillo logra verse libre de un profesor agrio y carente de pedagogía (cfr. pp 23ss). Más clara es la figura del padre vicario de Tlalnepantla, que corrige la petulancia de Periquillo cuando éste despotrica al hablar de cometas; la corrección es enérgica y suave al mismo tiempo, sin afán de humillar al ignorante. El carácter afable de este vicario conquista el ánimo de Pedro, que encuentra en él una útil y grata compañía.
También el señor cura de Tula da muestras de buena cultura; es él quien pone al descubierto la ignorancia de Periquillo que llega a ese poblado fingiéndose médico. Si en el caso de arriba mencionado se establece una sincera amistad entre el sacerdote y Pedro, aquí no hay sino rivalidad y acritud, pues el cura de Tula aunque muy intruido, no tiene el carácter amable del vicario de Tlalnepantla, y hace todo lo posible por humillar a Periquillo, no sin recibir el contragolpe de algunas puyas irónicas como esta: “señor cura, usted dispense, que si erré fue por inadvertencia y no por impolítica, pues debía saber que ustedes los señores curas y sacerdotes siempre tienen razón en lo que dicen y no se les puede disputar; y así lo mejor es callar y no ponerse con Sansón a las patadas” (p. 258).
c) Que tengan caridad
En diversas ocasiones reprueba Fernández de Lizardi la codicia y tacañería que se da en algunos ministros de la Iglesia, y expresamente la señala como lo más contrario al carácter sacerdotal, en que debe campear un amor desinteresado y generoso.
Para pintar con toda su fealdad los extermos a que puede llegar un eclesiástico codicioso, “el Pensador Mexicano” crea un personaje –el cura de Tixtla–, en que se ve a las claras que ni la instrucción ni las buenas maneras ni el aparente celo son virtudes suficientes cuando al sacerdote le falta el necesario desinterés.
“Él era bastantemente instruido, doctor en cánones, nada escandaloso y demasiado atento; mas estas prendas se deslucían con su sórdido interés y declarada codicia. Ya se deja entender que no tenía caridad, y se sabe que donde falta este sólido cimiento no puede fabricarse el hermoso edificio de las virtudes.
“Así sucedía con nuestro cura. Era muy enérgico en el púlpito, puntual en su ministerio, dulce en su conversación, afable en su trato, obsequioso en su casa, modesto en la calle, y hubiera sido un párroco excelente, si no se hubiera conocido la moneda en el mundo; mas ésta era la piedra de toque que descubría el falso oro de sus virtudes morales y políticas” (p. 316).
Su dureza y falta de caridad queda más en evidencia cuando se niega a darle sepultura a un pobre, porque la miserable viuda no tiene el dinero suficiente para cubrir los derechos. La impresión negativa que suscita esta figura de mal sacerdote quedaría demasiado grabada si Fernández de Lizardi no presentara, en contrapunto, otra figura sacerdotal, –la del cura de Chilapa–, que es modelo de caridad, genuina imagen de Cristo. Este buen sacerdote no sólo ayuda con generosidad a la infeliz doliente, sino que lo hace de manera discreta, encomendándole no revelar quién ha sido su benefactor.
Para una cabal comprensión de cuanto “el Pensador Mexicano” quiere indicar con este episodio, habría que leer íntegramente el capítulo XIII de la segunda parte de El Periquillo Sarniento.
III. EL PADRE MARTÍN PELAYO
Una mención aparte la merece Martín Pelayo, personaje original cuyo caso está bien expuesto literariamente; es interesante también porque es un buen ejemplo de lo que podríamos llamar “trabajo de la Gracia” en la persona humana.
El caso es que Martín Pelayo, al comienzo de la novela, aparece como un vividor no menos pícaro que Periquillo: estudiando “para padre” sin sentir esa vocación, y más bien con intenciones de vivir holgadamente (de hecho se comporta como un vago: jugador, enamoradizo, flojo, bailador y malicioso); pero ese mismo Martín Pelayo –que había sido también el pésimo consejero que sugirió a Pedro intentar la vida eclesiástica para que holgazaneara sin riesgos–, a mitad de la novela, cuando ya lo encontramos dotado de ministerios, ha cambiado tanto que sus antiguos compañeros de correrías casi lo desconocen. “Cuál fue nuestra sorpresa –dice Periquillo–, cuando creyendo encontrar al Martín antiguo encontramos un Martín nuevo, y en todo diferente del que conocíamos, pues aquél era un joven tan perdulario como nosotros, y éste era un cleriguito ya muy formal, virtuoso y asentado” (p. 140).
La sorpresa mayor queda reservada para el final de la novela, en la última parte de la agitada existencia de nuestro pícaro mexicano: después de mil trapacerías, penurias, viajes, burlas, riñas, apresamientos, cambios de oficio, etc., tiene la suerte de pasar junto al templo de La Profesa, en la ciudad de México, y se resuelve a entrar; los argumentos que está exponiendo predicador, y más todavía el celo sacerdotal que manifiesta, preparan la conversión de Periquillo. Tras hacer una sincera confesión de todas sus culpas, reconoce en aquél fervoroso sacerdote nada menos que a Martín Pelayo, quien desde ese momento será su magnánimo benefactor hasta el término de sus días.
Ningún residuo persistía, en el buen sacerdote, de aquél Martín Pelayo al que habíamos encontrado joven cuando era un truhán y perdulario, incapaz de comprender siquiera la dignidad del sacerdocio. Algo debió existir que le abrió las ventanas del alma e hizo que penetrara en ella el torrente de las divinas misericordias. No lo dice asi Fernandez de Lizardi, pero lo deja entender, y más que entregarnos un personaje inverosimil, nos proporciona elementos suficientes para que vislumbremos el dinamismo de la acción divina en quienes corresponden a ella.
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Nota: La primera edición de El Periquilo Sarmiento apareció en México en 1816. Para las citas que incluyo en este artículo, empleo la 13a. Edición, hecha por la Editorial Porrúa, en la colección “Sepan cuántos…”, México, 1970.
En esta bulliciosa galería de tipos y circunstancias que es El Periquillo Sarniento –comienzo de la novela hispanamericana–, no podían faltar episodios en que los eclesiásticos ocuparan el lugar principal. Repasándolos, nos damos cuenta de la altísima estima con que Fernández de Lizardi, “el Pensador Mexicano”, miraba la misión del sacerdote. Por el mismo motivo emplea colores violentos cuando pinta la conducta de ministros tibios o relajados. A éstos no les agradará la novela, como tampoco a los médicos y abogados chapuceros, a los agentes ladrones, a los comerciantes usureros, a los padres de familia indolentes, y a toda clase de pillos cuyas culpas quedan al descubierto en El Periquillo Sarniento. Así lo dice el autor en el primer capítulo de su obra, y repite la advertencia al comenzar la segunda parte de misma.
I. SU DEFINICIÓN DEL SACERDOCIO
Si todavía hay quien catalogue a Fernández de Lizardi como anticlerical empedernido, lea esta definición que da del sacerdote, poniéndola en boca de don Manuel Sarmiento, padre del Periquillo:
“¿Tú sabes qué cosa es y debe ser un sacerdote? Seguramente que no. Pues oye: un sacerdote es un sabio de la ley, un doctor de la fe, la sal de la tierra y la luz del mundo… cuando vemos tantos sacerdotes sabios y virtuosos que ya viejos, enfermos y cansados, con las cabezas trémulas y blancas, en fuerza de la edad y del estudio, aún no dejan los libros de las manos; aún no comprenden bastante los arcanos de la teología; aún se oscurecen a su penetración muchos lugares de la sagrada Biblia; aún se confiesan siempre discípulos de los santos padres y doctores de la Iglesia, y se conocen indignos del sagrado carácter que los condecora, ¿qué juicio haremos de la dignidad del sacerdocio? ¿Y cómo nos convenceremos del gran fondo de santidad y sabiduría que requiere un estado tan sublime en los que sean sus individuos?” (p. 71).
Periquillo, entre las innumerables locuras de su vida, tuvo también la de intentar hacerse clérigo, “para tener dinero sin trabajar” (p. 73). Fallado este intento, probó la vida conventual, pensando –el incauto-- que con hacerse fraile escaparía de las fatigas de quienes siguen un oficio manual, y desoyendo las graves observaciones de su padre:
“El mundo quiere que los que siguen la virtud sean muy perfectos; nada les dispensa, todo les nota, les advierte y moteja con el mayor escrúpulo, y de aquí es que los mundanos fácilmente disculpan los vicios más groseros de los otros mundanos; pero se escandalizan grandemente si advierten algunos en éste o el otro religioso o alma dedicada a la virtud” (p. 83).
Muy pronto se arrepintió Periquillo de aquella resolución desafortunada de hacerse fraile; resolución que no lo hizo feliz ni un solo día de los que pasó en el convento, donde –dice– “tomé el hábito, pero no me desnudé de mis malas cualidades; yo me vi vestido de religioso y mezclado con ellos, pero no sentí en mi interior la más mínima mutación: me quedé tan malo como siempre, y entonces experimenté por mi mismo que el hábito no hace al monje” (p. 88).
II. LO QUE “EL PENSADOR MEXICANO” RECLAMA DEL SACERDOTE
De los párrafos anteriores ya pueden deducirse las exigencias que Fernández de Lizardi pone a quienes siguen el camino del sacerdocio. Tres parecen ser las cualidades que mayormente reclama en los ministros de la Iglesia: que tengan vocación, que sean instruidos y que sobresalgan en caridad.
a) Que tengan vocación
El personaje que se menciona como “el trapiento”, le confía a Periquillo: “Mi hermano Antonio, como que entró en la Iglesia sin vocación, sino en fuerza de los empujones de mi padre, ha salido un clérigo tonto, relajado y escandaloso, que ha dado harto quehacer a su prelado” (p. 270).
Un asunto que Fernández de Lizardi juzga esencial en la realización de la persona es la vocación, y más en el caso de los sacerdotes y religiosos, por tratarse de vocaciones especialísimas. El hecho de que muchos sigan estos caminos sin verdadera vocación, “el Pensador Mexicano” lo cataloga entre las causas primordiales del relajamiento en los eclesiásticos: no sintiéndose felices en el género de vida que están siguiendo, se inclinan a buscar una compensación en las satisfacciones y vanidades del mundo.
Es chusco el episodio narrado en el capítulo X de la segunda parte de la obra: se está celebrando un baile para festejar el primer matrimonio de Pedro Sarmiento; dos caballeros que parecen muy decentes discuten a causa de una dama, y de las palabras pasan a los hechos. En aquel lance bochornoso, uno de los contendientes coge a su adversario por el pelo y, con escándalo de todos los comensales, se descubre que es peluca con la cual disimula su condición de religioso. “Y el contrincante apareció secular en todo el traje, y sólo fraile en el cerquillo”, es decir, en la coronilla rapada. “El religioso hubiera querido ser hormiga para esconderse debajo de la alfombra” (p. 289).
Otro religioso, pariente de la esposa y que participaba en la fiesta con mucha compostura, sin disimular su condición de fraile, reprende severamente al religioso anónimo echándole en cara su relajamiento y el mal que de eso se deriva para la religión y para la Iglesia en general. Valdría la pena leer por entero las observaciones, de absoluta actualidad si se quisieran tomar como norma para aquellas circunstancias en que los eclesiásticos se ven obligados a participar en festejos laicos. Los dos párrafos que siguen son un ejemplo:
“No soy tan rigorista que tenga por crimen todo género de concurrencia pública con los seglares. No señor; la profesión religiosa no nos prohíbe la civilización que le es tan natural y decente a todo hombre; antes muchas ocasiones debemos prestarnos a las más festivas concurrencias, si no queremos cargar con las notas de impolíticos y cerriles. Tales son, por ejemplo, la bendición de una casa o hacienda, el parabién de un empleo o la asistencia a su posesión, una cantamisa, un bautismo, un casamiento y otras funciones semejantes.
“En una palabra, en mi concepto no es lo malo que tal cual vez asista un religioso a estos actos, sino que sea frecuente en ellos, y que no asista como quien es, sino como un secular escandaloso” (p. 270).
La carencia de vocación, así como conduce a una vida relajada, es fuente de insatisfacción y continuas amarguras; la verdadera vocación, en cambio, general felicidad y hace llevaderas las fatigas. “Así discurría yo –dice el Periquillo metido a fraile– mientras subía agua y regaba los tránsitos con la pichancha, siempre triste y cabizbajo, pero admirándome de ver lo alegres que barrían los otros dos frailecitos mis compañeros, que eran tanto o más jóvenes que yo; ya se ve, eran unos virtuosos, y habían entrado allí con verdadera, vocación, y no por excusarse de trabajar, para holgarse como yo” (p. 90).
“Cuidado, hijos míos, –concluye el personaje– cuidado con errar la vocación, sea cual fuere, cuidado con entrar en un estado sin consultar más que con vuestro amor propio, y cuidado por fin, con echaros cargas encima que no podéis tolerar, porque pereceréis debajo de ellas” (p. 89).
b) Que sean instruidos
Cuando Periquillo, mal aconsejado, pretende hacerse clérigo, cándidamente le confiesa a su padre que se conformará con estudiar un poco de moral, “pues me dicen que para ser vicario o cuando más un triste cura, con eso sobra” (p. 70). Recibe como respuesta una seria reprimenda:
“¡Vea usted! Esas opiniones erróneas son las que pervierten a los muchachos. Así pierden el amor a las ciencias, así se extravían y se abandonan, así se empapan en unas ideas las más mezquinas y abrazan la carrera eclesiástica, porque les parece la más fácil de aprender, la más socorrida y la que necesita menos ciencia.
“En efecto, hijo, yo conozco varios vicarios imbuidos en la detestable máxima que te han inspirado de que no es menester saber mucho para ser sacerdotes, y he visto, por desgracia, que algunos han soltado el acocote para tomar el cáliz, o se han desnudado la pechera de arrieros para vestirse la casulla, se han echado con las petacas y se han metido a lo que no eran llamados; pero no creas tú, Pedro, que una mal mascada gramática y una mal digerida moral bastan, como piensas, para ser buenos sacerdotes y ejercer dignamente el terrible cargo de cura de almas” (p. 70).
Y termina don Manuel Sarmiento con una cátedra sobre la instrucción que debe tener un sacerdote para cumplir con su ministerio ordinario, para dirigir las conciencias, para guiar a las almas deseosas de mayor perfección, para resolver los más diversos casos, etc. “Aún hay más. Ya te dije que los sacerdotes son los maestros de la ley. A ellos toca privativamente la explicación del dogma y la interpretación de las Sagradas Escrituras. Ellos deben estar muy bien instruidos en la revelación y tradición en que se funda nuestra fe, y ellos en fin, deben saber sostener a la faz del mundo lo sólido e incontrastable de nuestra santa religión y creencia” (p. 74).
“De todo lo dicho –puntualiza el padre de Periquillo– debes concluir, Pedro mío, que para ser un digno sacerdote no sobra con saber lo muy preciso; es necesario imbuirse y empaparse en la sólida teología, y en las reglas o leyes eclesiásticas, que son los cánones de la Iglesia” (p. 74).
En diversos pasajes de su obra, menciona Lizardi fatales consecuencias que se derivan de un clero impreparado: “Te decía, Pedro, que los pueblos padecen mucho cuando sus curas y vicarios son ignorantes o inmorales, porque jamás las ovejas estarán seguras ni bien cuidadas en poder de unos pastores necios o desidiosos; y todo esto te lo he dicho para probarte que la sabiduría nunca sobra en un sacerdote, y más si está encargado del cuidado de los pueblos” (p. 73).
Ciertamente, “el Pensador Mexicano”, perspicaz como era y preocupado por el bienestar de la nación, consideraba fundamental para el progreso de México que los ministros de la Iglesia fueran gente muy preparada, y en esto coincide con muchos otros autores injustamente acusados de radical anticlericalismo.
No faltan en El Periquillo Sarniento figuras sacerdotales que sobresalen por su erudición, que aparecen como buenos consejeros, como mediadores excelentes; en breve, como personas prudentes, generosas y fieles a su ministerio. Un caso sería el de aquel sacerdote que reprende a un maestro ignorante y lo lleva a la resolución de no continuar con un oficio para el que no esta preparado (cfr. p. 22). Otro caso sería el de ese religioso por cuyas instancias Periquillo logra verse libre de un profesor agrio y carente de pedagogía (cfr. pp 23ss). Más clara es la figura del padre vicario de Tlalnepantla, que corrige la petulancia de Periquillo cuando éste despotrica al hablar de cometas; la corrección es enérgica y suave al mismo tiempo, sin afán de humillar al ignorante. El carácter afable de este vicario conquista el ánimo de Pedro, que encuentra en él una útil y grata compañía.
También el señor cura de Tula da muestras de buena cultura; es él quien pone al descubierto la ignorancia de Periquillo que llega a ese poblado fingiéndose médico. Si en el caso de arriba mencionado se establece una sincera amistad entre el sacerdote y Pedro, aquí no hay sino rivalidad y acritud, pues el cura de Tula aunque muy intruido, no tiene el carácter amable del vicario de Tlalnepantla, y hace todo lo posible por humillar a Periquillo, no sin recibir el contragolpe de algunas puyas irónicas como esta: “señor cura, usted dispense, que si erré fue por inadvertencia y no por impolítica, pues debía saber que ustedes los señores curas y sacerdotes siempre tienen razón en lo que dicen y no se les puede disputar; y así lo mejor es callar y no ponerse con Sansón a las patadas” (p. 258).
c) Que tengan caridad
En diversas ocasiones reprueba Fernández de Lizardi la codicia y tacañería que se da en algunos ministros de la Iglesia, y expresamente la señala como lo más contrario al carácter sacerdotal, en que debe campear un amor desinteresado y generoso.
Para pintar con toda su fealdad los extermos a que puede llegar un eclesiástico codicioso, “el Pensador Mexicano” crea un personaje –el cura de Tixtla–, en que se ve a las claras que ni la instrucción ni las buenas maneras ni el aparente celo son virtudes suficientes cuando al sacerdote le falta el necesario desinterés.
“Él era bastantemente instruido, doctor en cánones, nada escandaloso y demasiado atento; mas estas prendas se deslucían con su sórdido interés y declarada codicia. Ya se deja entender que no tenía caridad, y se sabe que donde falta este sólido cimiento no puede fabricarse el hermoso edificio de las virtudes.
“Así sucedía con nuestro cura. Era muy enérgico en el púlpito, puntual en su ministerio, dulce en su conversación, afable en su trato, obsequioso en su casa, modesto en la calle, y hubiera sido un párroco excelente, si no se hubiera conocido la moneda en el mundo; mas ésta era la piedra de toque que descubría el falso oro de sus virtudes morales y políticas” (p. 316).
Su dureza y falta de caridad queda más en evidencia cuando se niega a darle sepultura a un pobre, porque la miserable viuda no tiene el dinero suficiente para cubrir los derechos. La impresión negativa que suscita esta figura de mal sacerdote quedaría demasiado grabada si Fernández de Lizardi no presentara, en contrapunto, otra figura sacerdotal, –la del cura de Chilapa–, que es modelo de caridad, genuina imagen de Cristo. Este buen sacerdote no sólo ayuda con generosidad a la infeliz doliente, sino que lo hace de manera discreta, encomendándole no revelar quién ha sido su benefactor.
Para una cabal comprensión de cuanto “el Pensador Mexicano” quiere indicar con este episodio, habría que leer íntegramente el capítulo XIII de la segunda parte de El Periquillo Sarniento.
III. EL PADRE MARTÍN PELAYO
Una mención aparte la merece Martín Pelayo, personaje original cuyo caso está bien expuesto literariamente; es interesante también porque es un buen ejemplo de lo que podríamos llamar “trabajo de la Gracia” en la persona humana.
El caso es que Martín Pelayo, al comienzo de la novela, aparece como un vividor no menos pícaro que Periquillo: estudiando “para padre” sin sentir esa vocación, y más bien con intenciones de vivir holgadamente (de hecho se comporta como un vago: jugador, enamoradizo, flojo, bailador y malicioso); pero ese mismo Martín Pelayo –que había sido también el pésimo consejero que sugirió a Pedro intentar la vida eclesiástica para que holgazaneara sin riesgos–, a mitad de la novela, cuando ya lo encontramos dotado de ministerios, ha cambiado tanto que sus antiguos compañeros de correrías casi lo desconocen. “Cuál fue nuestra sorpresa –dice Periquillo–, cuando creyendo encontrar al Martín antiguo encontramos un Martín nuevo, y en todo diferente del que conocíamos, pues aquél era un joven tan perdulario como nosotros, y éste era un cleriguito ya muy formal, virtuoso y asentado” (p. 140).
La sorpresa mayor queda reservada para el final de la novela, en la última parte de la agitada existencia de nuestro pícaro mexicano: después de mil trapacerías, penurias, viajes, burlas, riñas, apresamientos, cambios de oficio, etc., tiene la suerte de pasar junto al templo de La Profesa, en la ciudad de México, y se resuelve a entrar; los argumentos que está exponiendo predicador, y más todavía el celo sacerdotal que manifiesta, preparan la conversión de Periquillo. Tras hacer una sincera confesión de todas sus culpas, reconoce en aquél fervoroso sacerdote nada menos que a Martín Pelayo, quien desde ese momento será su magnánimo benefactor hasta el término de sus días.
Ningún residuo persistía, en el buen sacerdote, de aquél Martín Pelayo al que habíamos encontrado joven cuando era un truhán y perdulario, incapaz de comprender siquiera la dignidad del sacerdocio. Algo debió existir que le abrió las ventanas del alma e hizo que penetrara en ella el torrente de las divinas misericordias. No lo dice asi Fernandez de Lizardi, pero lo deja entender, y más que entregarnos un personaje inverosimil, nos proporciona elementos suficientes para que vislumbremos el dinamismo de la acción divina en quienes corresponden a ella.
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Nota: La primera edición de El Periquilo Sarmiento apareció en México en 1816. Para las citas que incluyo en este artículo, empleo la 13a. Edición, hecha por la Editorial Porrúa, en la colección “Sepan cuántos…”, México, 1970.
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