Estoy seguro de que nadie se siente a salvo en las calles de la república, en sus senderos, carreteras, valles, montañas. Las cifras de muertos y desaparecidos son para intimidar a cualquiera. En cuanto a los sicarios y a las fuerzas armadas o policíacas que los persiguen y combaten, pues en cuanto salen a los operativos que les corresponden -unos para entregar la mercancía, otros para decomisarla y evitar más crímenes- con toda seguridad lo hacen con el Jesús en la boca, por más pasados que estén, porque en cualquier momento pueden encontrarse con la muerte.
Lo que padecen los miembros de la sociedad y los responsables de la seguridad pública y la seguridad nacional, es inclasificable, porque no se combate en una guerra de guerrillas, tampoco es una guerra convencional ni se diseñan enfrentamientos quirúrgicos; mucho menos es una guerra civil, porque si el enfrentamiento es por arrebatarle el poder al Estado y al gobierno, sólo se hace con fines comerciales y económicos, carece de ideología y praxis política. A la delincuencia organizada no le interesa gobernar ni hacerse con el poder, lo que busca con ansiedad es hacerse de esos instrumentos de control político, usarlos sin tener la responsabilidad ni dar la cara.
Por ello no debe extrañarnos que Alejandro Martí llamara el lunes último a no aceptar la violencia y rechazar la incapacidad de las autoridades ante la criminalidad. Invitó al presidente de México y a la sociedad: “No aceptemos la violencia como una maldición irremediable. No aceptemos la incapacidad de quienes están obligados a darnos seguridad. Mantengamos la exigencia hasta el límite, desde todos los campos de la acción legal, hasta que las cosas cambien”.
¿Están maduros el gobierno y la sociedad para impulsar el cambio? ¿Se requiere sólo de la acción legal, o el éxito de la instrumentación de la reforma constitucional penal pasa por una transición que, por el momento, todos temen poner en la mesa de negociaciones?
Lo que ocurre en el país es alarmante. La información indica que los servicios de seguridad privada crecen exponencialmente, pero cuando se trata de procurar o administrar justicia todavía persiste la corrupción (Felipe Calderón dixit), o la necesidad de atender los intereses del Estado. Por ello no debe extrañarnos la continuación de las declaraciones del papá de Fernando Martí: “Hemos renunciado a nuestro derecho a ser defendidos por el Estado ante la criminalidad. Aceptamos una cuota de dolor y de desamparo como si fuese un hecho irreversible. Esto, señor Presidente, es inconcebible, inaceptable. No podemos renunciar a contar con un sistema eficiente de justicia”.
¿Quién, cuando pone los pies en un juzgado del fuero común o del federal, lo hace tranquilo y seguro de que el juzgador dará a cada quien lo suyo? ¿Alguien, cuando acude al Ministerio Público local o federal, lo hace con la certeza de que en su afán de que le procuren justicia, indagarán como es debido?
Cuando escucho estos discursos, estas quejas, estas lamentaciones, no dejo de recordar Quinteto de Buenos Aires, de Manuel Vázquez Montalbán, de cuya relectura siempre salgo enriquecido y con alguna frase que fácilmente puedo adecuar a la situación mexicana: “Argentina (México) no existe. La Argentina que vos y yo reconocíamos, lo que nos identificaba, ya no existe. Los supervivientes que seguimos creyendo en los mismos ideales estamos todavía más desaparecidos que los desaparecidos…”
Naturalmente no es una aportación cultural para incentivar el optimismo, para cultivar el aliento de los políticos a efecto de que se echen de cabeza en la búsqueda de la transición, porque cuando se den cuenta este país no será conducido por en Estado fallido, pero sí podría serlo por uno alienado, dependiente, sujeto a los intereses de la globalización, pero sobre todo a los del imperio, ese que está arribita del río Bravo, al que se puede llegar a nado, para que lo exploten por dos dólares la hora, o lo maten por irrumpir en Arizona y ser mexicano.
Lo cierto es que debiéramos estar azorados como los personajes de Vázquez Montalbán, porque sí es cierto que México no es el mismo, pero también lo es que no hay remedio porque el mundo cambió y la única opción es sumarse a las reformas, a la desnaturalización de las culturas y los nacionalismos, sin descuidar que el resultado sea benéfico para la nación; cambiar para sumarse al cambio, para no permanecer en la indecisión política y económica que hoy consume a México en el fuego fatuo de las vanidades políticas y empresariales.
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