Fausto Petrelín
Google sabe más de nosotros que lo que nosotros sabemos de nosotros. Previsibles, monótonos, consumidores de sueños, soñadores de consumo, enajenados y, por largos momentos, ignorantes.
Alemania se percató que los pequeños automóviles de la empresa Google, en cuyos techos soportan huesos de robots destinados a recoger todo tipo de información que se encuentran a su paso, obtienen información (privada) ubicada en las redes WiFi. Desde hace algunos años, Google inició la hercúlea tarea de “fotocopiar” las calles de las ciudades de todo el mundo para introducirlas en su ambiente publicitario.
Al inicio eran las fotografías satelitales (como las imágenes que nos compartían los astronautas) pero, posteriormente, el milagroso zoom podía enfocar las calles de ciudades como Guadalajara. No era nada comparado con lo que se puede observar hoy en día. Calles y avenidas se pueden observar a nivel de suelo. Enfocando casas, estadios y restaurantes; puticlubes, mercados y teatros. Pues bien, eso no es todo. Hoy, nadie se asombra de ver fotografías satelitales, zoom de calles o la miscelánea de la esquina. La información que circula en las autopistas de la WiFi sabemos que existe. Nos la imaginamos. Conocemos nuestras propias huellas (presente) pero desconocemos que el banco de información de Google, supera en activos (si me permiten la analogía), al total de activos depositados en la banca suiza.
El discurso que nos presenta Google es simpáticamente tranquilizador: la información la gestiona un enorme robot y su uso es exclusivamente comercial. Es decir, nadie perteneciente a la raza humana, conoce la información absoluta que circula a través de la WiFi. Todos conocemos segmentos. Partículas diminutas que, solas, son nada frente a la masa de información.
1984 (George Orwell) comienza a ser aburrida para los estudiantes universitarios. La leí en agosto de 1987 en mi clase de Problemas de la Realidad Contemporánea I en el ITAM. En tiempos recientes, como profesor de la misma materia, he tenido la oportunidad de analizarla junto a mis alumnos. El resultado puede resultar frustrante. La realidad la ha superado. Desde hace años supimos que en los chips de las tarjetas de crédito se encontraban depositadas nuestras huellas de consumo. Hábitos y costumbres, antropológicamente hablando, son rasgos humanos difíciles de recrear. Sin embargo, la naturaleza intangible del WiFi, ha superado a dicha etapa.
Sabemos que los candados cibernéticos encargados de resguardar la información (confidencial y dotada de elevado valor de cambio) fallan; también desconocemos las medidas de seguridad del robot de Google. Nos enteramos que el gobierno francés conoce la identidad cibernética (IP), es decir, todas las coordenadas de ubicación, de personas que realizan descargas de películas y canciones; nos hemos enterado de las dificultades de revertir la información que vaciamos en Facebook; somos conscientes sobre lo difícil que se convierte borrar “nuestra” información en Google; también sabemos que dejamos de leer las condiciones del contrato celebrado entre cada uno de nosotros con la empresa Twitter. Lo anterior lo soporta la infinita confianza que tenemos en las empresas. Confianza que se extiende a toda la información producida y/o colocada en las redes.
Gobiernos dictatoriales como el cubano y el chino, por ejemplo, sostienen largas y, en muchas ocasiones, largas batallas con empresas como Google y Facebook porque saben que la información se les puede ir de las manos. Entienden que de la naturaleza intangible surge un monstruo que los reta para quedarse con el control de la información. Resultan patéticas las estrategias de censura articuladas por los hermanos Castro como también lo es el conjunto de requerimientos exigidos por el gobierno chino a empresas como Yahoo para que puedan desarrollar su negocio en su territorio.
En la orwelliana imagen de 1984, un ministerio se encargaba de recopilar la información de todos los ciudadanos. La mano del Big Brother era larga para obtener información asentada en hojas (tangibles). Hoy, no es necesario, un atractivo coche robotizado recoge identidades depositadas en las redes intangibles.
La información, en los mercados, es imperfecta por su naturaleza asimétrica. Google lo sabe. Por ello, deberíamos de exigirle reciprocidad en la manipulación de nuestra información. Sobre todo de aquella información que sale de un contrato en el cedemos la manipulación de nuestra identidad. De lo contrario, se aplicará la premisa con la que abro éste artículo, Google sabrá más de nosotros que lo que nosotros sabemos de nosotros porque afuera de nuestra casa pasa un pequeño automóvil de Google que, sin llamar a nuestra puerta y sin romper un cristal, se lleva nuestra información
Google sabe más de nosotros que lo que nosotros sabemos de nosotros. Previsibles, monótonos, consumidores de sueños, soñadores de consumo, enajenados y, por largos momentos, ignorantes.
Alemania se percató que los pequeños automóviles de la empresa Google, en cuyos techos soportan huesos de robots destinados a recoger todo tipo de información que se encuentran a su paso, obtienen información (privada) ubicada en las redes WiFi. Desde hace algunos años, Google inició la hercúlea tarea de “fotocopiar” las calles de las ciudades de todo el mundo para introducirlas en su ambiente publicitario.
Al inicio eran las fotografías satelitales (como las imágenes que nos compartían los astronautas) pero, posteriormente, el milagroso zoom podía enfocar las calles de ciudades como Guadalajara. No era nada comparado con lo que se puede observar hoy en día. Calles y avenidas se pueden observar a nivel de suelo. Enfocando casas, estadios y restaurantes; puticlubes, mercados y teatros. Pues bien, eso no es todo. Hoy, nadie se asombra de ver fotografías satelitales, zoom de calles o la miscelánea de la esquina. La información que circula en las autopistas de la WiFi sabemos que existe. Nos la imaginamos. Conocemos nuestras propias huellas (presente) pero desconocemos que el banco de información de Google, supera en activos (si me permiten la analogía), al total de activos depositados en la banca suiza.
El discurso que nos presenta Google es simpáticamente tranquilizador: la información la gestiona un enorme robot y su uso es exclusivamente comercial. Es decir, nadie perteneciente a la raza humana, conoce la información absoluta que circula a través de la WiFi. Todos conocemos segmentos. Partículas diminutas que, solas, son nada frente a la masa de información.
1984 (George Orwell) comienza a ser aburrida para los estudiantes universitarios. La leí en agosto de 1987 en mi clase de Problemas de la Realidad Contemporánea I en el ITAM. En tiempos recientes, como profesor de la misma materia, he tenido la oportunidad de analizarla junto a mis alumnos. El resultado puede resultar frustrante. La realidad la ha superado. Desde hace años supimos que en los chips de las tarjetas de crédito se encontraban depositadas nuestras huellas de consumo. Hábitos y costumbres, antropológicamente hablando, son rasgos humanos difíciles de recrear. Sin embargo, la naturaleza intangible del WiFi, ha superado a dicha etapa.
Sabemos que los candados cibernéticos encargados de resguardar la información (confidencial y dotada de elevado valor de cambio) fallan; también desconocemos las medidas de seguridad del robot de Google. Nos enteramos que el gobierno francés conoce la identidad cibernética (IP), es decir, todas las coordenadas de ubicación, de personas que realizan descargas de películas y canciones; nos hemos enterado de las dificultades de revertir la información que vaciamos en Facebook; somos conscientes sobre lo difícil que se convierte borrar “nuestra” información en Google; también sabemos que dejamos de leer las condiciones del contrato celebrado entre cada uno de nosotros con la empresa Twitter. Lo anterior lo soporta la infinita confianza que tenemos en las empresas. Confianza que se extiende a toda la información producida y/o colocada en las redes.
Gobiernos dictatoriales como el cubano y el chino, por ejemplo, sostienen largas y, en muchas ocasiones, largas batallas con empresas como Google y Facebook porque saben que la información se les puede ir de las manos. Entienden que de la naturaleza intangible surge un monstruo que los reta para quedarse con el control de la información. Resultan patéticas las estrategias de censura articuladas por los hermanos Castro como también lo es el conjunto de requerimientos exigidos por el gobierno chino a empresas como Yahoo para que puedan desarrollar su negocio en su territorio.
En la orwelliana imagen de 1984, un ministerio se encargaba de recopilar la información de todos los ciudadanos. La mano del Big Brother era larga para obtener información asentada en hojas (tangibles). Hoy, no es necesario, un atractivo coche robotizado recoge identidades depositadas en las redes intangibles.
La información, en los mercados, es imperfecta por su naturaleza asimétrica. Google lo sabe. Por ello, deberíamos de exigirle reciprocidad en la manipulación de nuestra información. Sobre todo de aquella información que sale de un contrato en el cedemos la manipulación de nuestra identidad. De lo contrario, se aplicará la premisa con la que abro éste artículo, Google sabrá más de nosotros que lo que nosotros sabemos de nosotros porque afuera de nuestra casa pasa un pequeño automóvil de Google que, sin llamar a nuestra puerta y sin romper un cristal, se lleva nuestra información
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