García Luna y las "hñahñu"

Miguel Ángel Granados Chapa

Nadie puede dejar de aplaudir que primero doña Jacinta Francisco, en septiembre de 2009; y la semana pasada doña Teresa González y doña Alberta Alcántara, hayan quedado en libertad después de sufrir injusta prisión, aquélla por 37 meses, y éstas durante casi 45.

La diligente atención jurídica del Centro Miguel Agustín Pro Juárez, así como la resonancia que con justa razón recibió la brutal arbitrariedad de que estas tres mujeres indígenas fueron víctimas, consiguieron mediante caminos distintos una tardía enmienda no de errores de procedimiento sino de arteros abusos de poder. Doña Jacinta fue liberada porque la PGR en la reposición del juicio inicial presentó conclusiones no acusatorias. Pero se abstuvo de hacerlo respecto de doña Teresa y doña Alberta, a pesar de la similitud de sus circunstancias. Fue necesaria, en cambio, una sentencia de la primera sala de la Suprema Corte de Justicia, a partir de una brillante ponencia de la ministra Olga María Sánchez Cordero, para que salieran a la calle las víctimas de una de las mayores monstruosidades jurídicas que conozcamos.

Sin restar un ápice de importancia a las decisiones por las cuales las tres señoras de habla hñahñu están ahora con sus familias, es imposible considerar concluido este caso. Los contrahechos procesos correspondientes no resultaron de la ineptitud de los participantes, agentes del Ministerio Público y el juez que, terco como una mula sentenció dos veces a cada una de estas tres mujeres inocentes a 21 años de cárcel y el pago de 2000 días de salario mínimo equivalente a 91,620 pesos. El juzgador de marras, Rodolfo Pedroza Longi, fue advertido por el tribunal unitario que ordenó la reposición del procedimiento de las "contradicciones substanciales" en que había incurrido y, no obstante las cometió de nuevo.

Una vez que la Corte halló graves deficiencias en ese procedimiento, debería iniciarse una averiguación penal contra quienes las perpetraron, pues con toda evidencia no fueron sólo negligentes sino que actuaron con mala fe. Esta apreciación corresponde con mayor fuerza a los seis agentes federales de investigación que se dijeron secuestrados por las mujeres a las que su dolo mantuvo en prisión durante casi un lustro. Tengo para mí que su actitud en este caso es parte de un comportamiento sistémico y que la ferocidad procesal que asestaron a sus víctimas pretende ser al mismo tiempo, un escarmiento y una advertencia.

Esta es mi hipótesis: el 26 de marzo de 2006, los miembros de la Agencia Federal de Investigación (AFI) Jorge Ernesto Cervantes Peñuelas, Arturo Guadalupe Romero Rojas, Juan Francisco Melo Sánchez, Luis Eduardo Andrade Macías, Antonio Bautista Ramírez y Jorge Evaristo Pineda Gutiérrez llegaron al tianguis dominical de Santiago Mexquititlán, en el municipio queretano de Amealco, con el propósito de extorsionar a los comerciantes que allí ocurren. Aunque sus funciones no les permiten revisar la mercancía puesta a la venta en ese mercado, es costumbre que los agentes policiacos la requieran dizque en busca de productos pirata y, eventualmente de droga. Lo hacen para extorsionar a los afectados con la amenaza de llevarlos aprehendidos. El temor generalizado ante la arbitrariedad policiaca hace sencilla y exitosa la operación. Los comerciantes pagan una cuota y, ventrudos y sonrientes, los miembros de la AFI se trasladan al poblado siguiente para repetir la maniobra.

Pero en Santiago Mexquititlán se toparon con un súbito asomo de resistencia. En vez de pagar, algunos tianguistas demandaron que los miembros de la AFI repararan el daño que en su busca de pretendidos productos ilegales habían causado poco antes, arrojando aquí al piso discos pirata, allá frascos de perfume, acullá otros efectos de comercio. A su vez, los agentes intentaron resistir pero, toda vez que algunos de sus compañeros se habían retirado a San Juan del Río, Jorge Ernesto Cervantes Peñuelas quedó retenido al aire libre, sin coacción de ningún género, hasta que sus iguales pagaron los destrozos producidos.

"¡Esto no puede quedar así!", seguramente pensaron. Y urdieron, con la clara complicidad de sus jefes y sus compañeros del Ministerio Público, una conspiración para castigar a los insumisos, particularmente tres mujeres que entre decenas de varones habían quedado en el centro de una escena donde no hubo nunca violencia. Consiguieron que el 30 de junio, cuatro meses después de los hechos se iniciara acción penal contra sus presuntas agresoras, que fueron detenidas en sus domicilios el 3 de agosto. Una vez iniciado el proceso, una semana después, el papel de los agentes y el del aparato que los auspicia consistió en ausentarse del proceso: sus comparecencias demoraron más de dos años, entre agosto de 2006 y noviembre de 2008 no obstante que siendo miembros de una corporación policiaca sus jefes debieron conminarlos a presentarse ante el juez.

Ése es un mecanismo que lleva la marca de la casa: miembros de la AFI a quienes meses antes la procuraduría de justicia mexiquense había buscado en relación con el asesinato de Enrique Salinas de Gortari no fueron instados a comparecer y, al contrario, uno de ellos fue enviado a Washington para que quedara a salvo de la curiosidad ministerial.

Cinco de los seis individuos causantes del infortunio de las señoras Francisco, González y Alcántara por haberlas acusado en falso, son parte de la policía federal a cuya cabeza en último término se encuentra Genaro García Luna, que creó y suprimió la AFI, pero conservó a los agentes que se acomodan a su modelo policial.

Cajón de Sastre

Es probable que en una ciudad donde un reportero -Alfredo Jiménez, de El Imparcial- padezca cinco años sin que nadie sepa de él -el lustro se cumplió hace un mes, el 2 de abril- o donde han sido secuestrados ejemplares de revistas como Proceso y Contralínea, parezca un asunto menor el que la corresponsal del Grupo Reforma en Hermosillo haya sido maltratada hasta causarle contrahechura muscular. Pero el hecho es relevante por su significado, además de la agresión en sí misma: Agustín Rodríguez Torres, ayudante del gobernador Guillermo Padrés, pretendió impedir que Reyna Haydeé Ramírez participara en una improvisada rueda de prensa con el Ejecutivo local, coartando su derecho a realizar su tarea profesional, y en el intento la dañó corporalmente, sin que nadie se haya excusado por la agresión, ni castigado al abusivo.

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