Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
El culmen del Estado mexicano coincide -desconozco si casualmente- con el inicio de la venta de sus activos, pues el gobierno tanto por favorecer a ciertos empresarios como para impulsar la industria y asegurar el desarrollo, adquirió lo mismo peluquerías y fábricas de bicicletas que compañías aéreas y lo que devino Teléfonos de México. Esa fiebre por la compra de industrias, comercios y servicios lo convirtió en el primer empleador del país, pero también facilitó que descuidara áreas fundamentales, incluso si hablamos de datos duros y cifras reales.
La nación era autosuficiente en alimentos cuando se trataba de saciar el hambre de 35 millones de mexicanos, cifra referencial a la fecha en que se inició el apagón sufrido por el milagro mexicano y el desarrollo estabilizador. Desde el sexenio de Luis Echeverría Álvarez -en cuarenta años- el número de habitantes se multiplicó por tres y, al mismo tiempo, se obtuvieron los instrumentos necesarios para prever y proyectar las necesidades del crecimiento de la agroindustria, pero apostaron al petróleo, a la administración de una riqueza que nunca llegó y sí favoreció el crecimiento exponencial de la deuda externa, el empobrecimiento alimentario de los mexicanos y, además, impulsó el desprendimiento de los activos del Estado.
Desde 1976 no han dejado de tropezar con la petrolización de la economía, tanto que la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos que se preparan anualmente, todavía dependen en gran medida del precio referencial de la mezcla mexicana, que por cierto no es la más costosa.
Si por proceder de esa manera el Estado se ha visto en la necesidad de adelgazar de manera más drástica que si hubiese sido sometido a una liposucción -con similares consecuencias a las padecidas por Lucha Villa-, los perdedores fueron los grupos de poder que dejaron que se les fuera entre los dedos el proyecto de la Revolución. La pobreza extrema se abatió sobre México, debilitó al Estado y obligó a nuevas y más riesgosas apuestas: la integración comercial -sin considerar las asimetrías de todo tipo que colocan a los mexicanos en condiciones de inferioridad-, la globalización y la alternancia, porque a la transición no la encuentran.
Con la alternancia y la globalización también llegó el desprendimiento del sistema bancario nacional. La mayoría del ahorro de los mexicanos sólo sirve para enriquecer a instituciones financieras extranjeras, pues lo mismo da que los depósitos se hagan en territorio nacional, que en dólares o euros en otros países. Lo otro son las remesas, el producto del trabajo de documentados e indocumentados que aseguran la paz social de amplio espectro de la sociedad.
Si el poder del Estado alguna vez se sustentó en sus activos, hoy no, por más importante que sean las industrias petrolera y eléctrica, por más control que se tenga sobre las frecuencias de la industria de la radio y la televisión, que se han convertido en fuente de poder político y económico en manos de sus usufructuarios, hasta transformarlos, convertirlos en auténticos poderes fácticos.
El Estado sustentaba su poder en las instituciones creadas por el Constituyente, en los grupos que lo acuerparon y que se constituyeron en gobierno, en la ideología de la Revolución, como lo señala Arnaldo Córdova en su texto de hace más de cinco lustros, en la educación de su sociedad y en la importancia de sus activos. Hoy eso dejó de existir, porque los grupos de poder producto del Constituyente y las luchas armadas, cedieron su lugar a los grupos de poder creados por ellos mismos para legitimar su actuación como gobernantes. Les comieron el mandado, pues.
El Estado, entonces, no es fallido, sólo está débil, lo que tiene remedio, pero a los responsables de instrumentar su salud les da erisipela de pensar en las responsabilidades que adquirirían. Nada más de considerar hacerlo, pierden el sueño.
La tragicomedia mexicana, como la bautizó José Agustín, inicia su tercer acto, porque quienes se han constituido en poderes fácticos no han aprendido a confiar ni a delegar, y porque por ningún concepto quieren ser congruentes de manera idéntica a la que en Italia Silvio Berlusconi lo hizo.
La fuerza del Estado consistía, también, en que quienes se beneficiaron de él eran estatistas, gustaban que tuviera activos; hoy sucede lo contrario, quienes se benefician del Estado lo consideran un estorbo, y eso va a costar caro a la sociedad.
Recuperar la fuerza perdida, la confianza, el apoyo irrestricto de los causantes cautivos, de los informales, de los tigres de la industria y el comercio sólo podrá lograrse con la transparencia. Sin ésta, el Estado permanecerá débil.
El culmen del Estado mexicano coincide -desconozco si casualmente- con el inicio de la venta de sus activos, pues el gobierno tanto por favorecer a ciertos empresarios como para impulsar la industria y asegurar el desarrollo, adquirió lo mismo peluquerías y fábricas de bicicletas que compañías aéreas y lo que devino Teléfonos de México. Esa fiebre por la compra de industrias, comercios y servicios lo convirtió en el primer empleador del país, pero también facilitó que descuidara áreas fundamentales, incluso si hablamos de datos duros y cifras reales.
La nación era autosuficiente en alimentos cuando se trataba de saciar el hambre de 35 millones de mexicanos, cifra referencial a la fecha en que se inició el apagón sufrido por el milagro mexicano y el desarrollo estabilizador. Desde el sexenio de Luis Echeverría Álvarez -en cuarenta años- el número de habitantes se multiplicó por tres y, al mismo tiempo, se obtuvieron los instrumentos necesarios para prever y proyectar las necesidades del crecimiento de la agroindustria, pero apostaron al petróleo, a la administración de una riqueza que nunca llegó y sí favoreció el crecimiento exponencial de la deuda externa, el empobrecimiento alimentario de los mexicanos y, además, impulsó el desprendimiento de los activos del Estado.
Desde 1976 no han dejado de tropezar con la petrolización de la economía, tanto que la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos que se preparan anualmente, todavía dependen en gran medida del precio referencial de la mezcla mexicana, que por cierto no es la más costosa.
Si por proceder de esa manera el Estado se ha visto en la necesidad de adelgazar de manera más drástica que si hubiese sido sometido a una liposucción -con similares consecuencias a las padecidas por Lucha Villa-, los perdedores fueron los grupos de poder que dejaron que se les fuera entre los dedos el proyecto de la Revolución. La pobreza extrema se abatió sobre México, debilitó al Estado y obligó a nuevas y más riesgosas apuestas: la integración comercial -sin considerar las asimetrías de todo tipo que colocan a los mexicanos en condiciones de inferioridad-, la globalización y la alternancia, porque a la transición no la encuentran.
Con la alternancia y la globalización también llegó el desprendimiento del sistema bancario nacional. La mayoría del ahorro de los mexicanos sólo sirve para enriquecer a instituciones financieras extranjeras, pues lo mismo da que los depósitos se hagan en territorio nacional, que en dólares o euros en otros países. Lo otro son las remesas, el producto del trabajo de documentados e indocumentados que aseguran la paz social de amplio espectro de la sociedad.
Si el poder del Estado alguna vez se sustentó en sus activos, hoy no, por más importante que sean las industrias petrolera y eléctrica, por más control que se tenga sobre las frecuencias de la industria de la radio y la televisión, que se han convertido en fuente de poder político y económico en manos de sus usufructuarios, hasta transformarlos, convertirlos en auténticos poderes fácticos.
El Estado sustentaba su poder en las instituciones creadas por el Constituyente, en los grupos que lo acuerparon y que se constituyeron en gobierno, en la ideología de la Revolución, como lo señala Arnaldo Córdova en su texto de hace más de cinco lustros, en la educación de su sociedad y en la importancia de sus activos. Hoy eso dejó de existir, porque los grupos de poder producto del Constituyente y las luchas armadas, cedieron su lugar a los grupos de poder creados por ellos mismos para legitimar su actuación como gobernantes. Les comieron el mandado, pues.
El Estado, entonces, no es fallido, sólo está débil, lo que tiene remedio, pero a los responsables de instrumentar su salud les da erisipela de pensar en las responsabilidades que adquirirían. Nada más de considerar hacerlo, pierden el sueño.
La tragicomedia mexicana, como la bautizó José Agustín, inicia su tercer acto, porque quienes se han constituido en poderes fácticos no han aprendido a confiar ni a delegar, y porque por ningún concepto quieren ser congruentes de manera idéntica a la que en Italia Silvio Berlusconi lo hizo.
La fuerza del Estado consistía, también, en que quienes se beneficiaron de él eran estatistas, gustaban que tuviera activos; hoy sucede lo contrario, quienes se benefician del Estado lo consideran un estorbo, y eso va a costar caro a la sociedad.
Recuperar la fuerza perdida, la confianza, el apoyo irrestricto de los causantes cautivos, de los informales, de los tigres de la industria y el comercio sólo podrá lograrse con la transparencia. Sin ésta, el Estado permanecerá débil.
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