MÁS ALLÁ DE la “desaparición” misma de Diego Fernández de Cevallos, aún por sobre la torpe y tardía reacción de la fallida Administración del viajante Felipe Calderón –incluidos los estériles enfrentamientos de Gómez Mont y Chávez Chávez con García Luna–, lo que este episodio ha sacado a flote es el enorme odio que buena parte de la población tiene por su casta política.
No hablo de rechazo. Mucho menos de oposición o crítica a los políticos que serían bienvenidas, sino de una emoción visceral generalizada que surge de las entrañas mismas de la sociedad. Porque es inocultable que la noticia sobre la “desaparición” del abogado, político y empresario queretano causó regocijo entre no pocos ciudadanos. No pocos, sí muchos.
También es insoslayable que la raíz de estos sentimientos de rencor, tirria o abierta antipatía tienen una razón que pudiera considerarse legítima: los políticos de todos los partidos, aún quienes navegan con banderas apartidistas, han hecho hasta lo imposible para echarnos a perder la vida a los demás… en tanto mejoran ostensiblemente la suya, la de sus familiares –que, creo, no es el caso de Diego–, las de sus leales y conclapaches.
Fernández de Cevallos, por supuesto, personifica a quienes usan a la política y a las relaciones que en esta actividad se consiguen para provecho personal y de sus clientes, sí, pero sobre todo para su peculio. Tal, empero, fue un descubrimiento tardío para la mayoría de los ciudadanos.
Porque en un inicio, Diego Fernández tenía otra caracterización: la del político “decente”, católico, que salvaguardaba los valores de la familia mexicana tradicional como opositor –después sabríamos que aliado– al status quo priísta.
Un poco o un mucho de lo que a varios les aconteció con la figura, por ejemplo, de Marcial Maciel: del amor al odio, pues.
Sucede invariablemente. Con muy pocas excepciones, el ciudadano medio cae en el enamoramiento hacia cierto político, para muy poco después sufrir el desengaño.
Quien promete empleos, por ejemplo, cancela 44 mil plazas de trabajo de un plumazo y poco o nada hace para alcanzar la cifra de un millón y medio de ocupaciones asalariadas. O aquél que se comprometió a luchar en contra de la corrupción y obtuvo el récord de uno de los sexenios donde más bribones ha habido.
Toda una lección para los estudiosos profundos del tema. ¿Desde cuándo el odio a los políticos? ¿Cuáles sus consecuencias?
El odio político es un monstruo que, desencadenado, es difícil de volver a domeñar. El odio político cubre como con un manto ponzoñoso toda discusión política, reduciendo al oponente político a un blanco que hay que destruir, también físicamente.
El odio a los políticos es también, sin duda, producto de la campaña de odio a sus opositores que el Partido Acción Nacional desató a partir del desafuero a Andrés Manuel López Obrador y la campaña electoral de éste en el 2006. Con sus estrategas importados de España, los panistas agudizaron nuestra tradicional separación, confrontación, discordia entre identidades colectivas diferentes.
Separación y discordia que se ha afirmado y definido mutuamente, dejando un espeso residuo de negatividad que ha impregnado las relaciones entre grupos políticos diferentes.
La lección no es desdeñable. Los políticos de todos los partidos están todavía a tiempo de recomponer sus relaciones con una sociedad con la que –se ve palmariamente con el caso Fernández de Cevallos– mantiene una relación sublimada de amor y odio.
En pocas palabras, deben poner sus barbas a remojar, ¿no cree usted?
Índice Flamígero: Felipe Calderón ya entró en la etapa de la autoconmiseración. En España se ha quejado, apenas, de que en cuestiones financieras –las del déficit fiscal, concretamente–, enfrentó la incomprensión de los actores políticos. ¡Pobrecito! Autoconmiserarse es otra expresión de la envidia que el ocupante de Los Pinos siente hacia los demás. Dicen los conocedores que, cuando oímos que una persona llora, se lamenta, describe las vejaciones que sufrió, los obstáculos que encontró en su camino, las desgracias que le impidieron tener éxito, inmediatamente lo compadecemos y justificamos el porqué no realizó todo aquello a lo que se había comprometido con sí mismo y con los demás. ¡Pobrecito, Calderón! ¿No lo entendemos?
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