Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Considerarse analista político, escribir para el portal Ejecentral.com.mx y pecar de ingenuidad es demasiado, pero ahora resulta que nos hemos dejado tomar el pelo, que ciertas manifestaciones de la extrema derecha nunca abandonaron el poder, que se asimilaron a las nuevas exigencias de la democracia y de ninguna manera permitieron que los símbolos de su identidad desaparecieran.
Ahora entiendo -no justifico- las razones que decidieron a Lenin para ordenar la ejecución de la familia imperial rusa; comprendo también la necesidad de derribar las estatuas de Stalin y los otros ex dictadores de los países del Este cuando cayó el Muro de Berlín. Comprendo también la necesidad histórica de negarse a repatriar los despojos del dictador y además desestimar el emplazamiento elegido por Porfirio Díaz para la Cámara de Diputados y dejar la estructura como un monumento a la Revolución: es decir, un recordatorio de lo que nunca sería. Lo demás permaneció igual, en cuanto a las instituciones y mitos e identidades del poder se refiere.
La impostura de los españoles va más allá. El Escorial, el mausoleo de Francisco Franco, la realeza, los apellidos, las familias, los negocios están presentes para recordar a propios y extraños la derrota de la República; están presentes para hacernos saber que sobre el Pacto de la Moncloa, la democracia, la Constitución, permanece el espíritu de la Falange cuando de procurar o administrar justicia se refiere. Sólo a un Quijote como Baltasar Garzón podía habérsele ocurrido servirse de la Ley de la Memoria para ajustar cuentas a los crímenes de la dictadura franquista. A los muertos habría que dejarlos fríos, anónimos y en silencio.
Tarde me doy cuenta que la administración de justicia y la aplicación de la ley corren en dos líneas paralelas que nunca llegan al mismo punto. Aplicar la ley en casos connotados, es servir a los intereses del Estado, es la simulación de dar a cada quien lo suyo, es dar la imagen del cambio para que todo permanezca igual, es hacer efectiva esa idea que achacan a Benito Juárez pero que puede tener otro origen: “A los enemigos, justicia; a los amigos, justicia y gracia”.
Administrar justicia es un desahogo para la sociedad, es hacerla creer que efectivamente en un juicio el juzgador, sin importar las presiones políticas ni los compromisos -siempre institucionales, siempre políticos, siempre con el Estado- que restan imparcialidad y objetividad a los juicios, dará a cada quien lo suyo, porque la democracia y el gobierno de los hombres siempre es para mejor.
Lo ocurrido con Baltasar Garzón no debiera de sorprendernos, en España se modificaron las formas, pero en el fondo todo continúa como si Francisco Franco todavía tuviera los ojos puestos sobre los ministros y su proceder, pues de otra manera no se entienden los “pelotazos”, el increíble engaño con los bienes inmobiliarios y las cada día más reducidas propiedades destinadas a aquellos que empiezan en la vida, pero que nunca podrán saldarlas y las perderán, para reciclarlas con otros ingenuos que creerán haberse hecho con una propiedad que nunca será suya. Nada de todo esto hubiera podido hacerse sin la anuencia de los jueces, de ese Poder que tiene entre sus facultades decidir qué sí es correcto y está permitido, y qué no lo está y no lo es.
Sólo la inteligencia y la pluma de Sándor Márai pueden ayudarnos a comprender de qué va la práctica destitución del juez Garzón, y de qué va la administración de justicia cuando se interfiere con los intereses del poder, no necesariamente con los del Estado.
“Sin embargo, al contemplar la vorágine de la época, a veces tenía la sensación, o al menos le parecía tenerla, de que la ley se había quedado atrás, de que no había podido prever el proceso de descomposición que lo barría todo y que hacía temblar los cimientos de las cosas. La ley, en sus crueles intransigencias, resultaba demasiado débil e ineficaz comparada con la tiranía de los tiempos. En su condición de juez, se veía obligado a rellenar la letra de las leyes con un contenido acorde a la época… La maquinaria de la administración de justicia, esa maquinaria compleja y grandiosa, era seguramente imperfecta, chirriaba, tenía herrumbre y polvo en cada rincón, pero no se conocía nada mejor, no había nadie capaz de inventar algo más perfecto, así que había que resignarse y aceptarla. De todas formas eran los jueces los que la hacían funcionar con su ánimo y con su fuerza”.
Lo hecho a Baltasar Garzón es colocar sobre la ley y la administración de justicia, la pesada lápida de la impunidad y la corrupción.
Considerarse analista político, escribir para el portal Ejecentral.com.mx y pecar de ingenuidad es demasiado, pero ahora resulta que nos hemos dejado tomar el pelo, que ciertas manifestaciones de la extrema derecha nunca abandonaron el poder, que se asimilaron a las nuevas exigencias de la democracia y de ninguna manera permitieron que los símbolos de su identidad desaparecieran.
Ahora entiendo -no justifico- las razones que decidieron a Lenin para ordenar la ejecución de la familia imperial rusa; comprendo también la necesidad de derribar las estatuas de Stalin y los otros ex dictadores de los países del Este cuando cayó el Muro de Berlín. Comprendo también la necesidad histórica de negarse a repatriar los despojos del dictador y además desestimar el emplazamiento elegido por Porfirio Díaz para la Cámara de Diputados y dejar la estructura como un monumento a la Revolución: es decir, un recordatorio de lo que nunca sería. Lo demás permaneció igual, en cuanto a las instituciones y mitos e identidades del poder se refiere.
La impostura de los españoles va más allá. El Escorial, el mausoleo de Francisco Franco, la realeza, los apellidos, las familias, los negocios están presentes para recordar a propios y extraños la derrota de la República; están presentes para hacernos saber que sobre el Pacto de la Moncloa, la democracia, la Constitución, permanece el espíritu de la Falange cuando de procurar o administrar justicia se refiere. Sólo a un Quijote como Baltasar Garzón podía habérsele ocurrido servirse de la Ley de la Memoria para ajustar cuentas a los crímenes de la dictadura franquista. A los muertos habría que dejarlos fríos, anónimos y en silencio.
Tarde me doy cuenta que la administración de justicia y la aplicación de la ley corren en dos líneas paralelas que nunca llegan al mismo punto. Aplicar la ley en casos connotados, es servir a los intereses del Estado, es la simulación de dar a cada quien lo suyo, es dar la imagen del cambio para que todo permanezca igual, es hacer efectiva esa idea que achacan a Benito Juárez pero que puede tener otro origen: “A los enemigos, justicia; a los amigos, justicia y gracia”.
Administrar justicia es un desahogo para la sociedad, es hacerla creer que efectivamente en un juicio el juzgador, sin importar las presiones políticas ni los compromisos -siempre institucionales, siempre políticos, siempre con el Estado- que restan imparcialidad y objetividad a los juicios, dará a cada quien lo suyo, porque la democracia y el gobierno de los hombres siempre es para mejor.
Lo ocurrido con Baltasar Garzón no debiera de sorprendernos, en España se modificaron las formas, pero en el fondo todo continúa como si Francisco Franco todavía tuviera los ojos puestos sobre los ministros y su proceder, pues de otra manera no se entienden los “pelotazos”, el increíble engaño con los bienes inmobiliarios y las cada día más reducidas propiedades destinadas a aquellos que empiezan en la vida, pero que nunca podrán saldarlas y las perderán, para reciclarlas con otros ingenuos que creerán haberse hecho con una propiedad que nunca será suya. Nada de todo esto hubiera podido hacerse sin la anuencia de los jueces, de ese Poder que tiene entre sus facultades decidir qué sí es correcto y está permitido, y qué no lo está y no lo es.
Sólo la inteligencia y la pluma de Sándor Márai pueden ayudarnos a comprender de qué va la práctica destitución del juez Garzón, y de qué va la administración de justicia cuando se interfiere con los intereses del poder, no necesariamente con los del Estado.
“Sin embargo, al contemplar la vorágine de la época, a veces tenía la sensación, o al menos le parecía tenerla, de que la ley se había quedado atrás, de que no había podido prever el proceso de descomposición que lo barría todo y que hacía temblar los cimientos de las cosas. La ley, en sus crueles intransigencias, resultaba demasiado débil e ineficaz comparada con la tiranía de los tiempos. En su condición de juez, se veía obligado a rellenar la letra de las leyes con un contenido acorde a la época… La maquinaria de la administración de justicia, esa maquinaria compleja y grandiosa, era seguramente imperfecta, chirriaba, tenía herrumbre y polvo en cada rincón, pero no se conocía nada mejor, no había nadie capaz de inventar algo más perfecto, así que había que resignarse y aceptarla. De todas formas eran los jueces los que la hacían funcionar con su ánimo y con su fuerza”.
Lo hecho a Baltasar Garzón es colocar sobre la ley y la administración de justicia, la pesada lápida de la impunidad y la corrupción.
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