Eduardo Ibarra Aguirre
“Es muy fácil sacar al Ejército a las calles, pero es muy difícil regresarlo a los cuarteles”. Cuentan los enterados que adujo Miguel de la Madrid Hurtado para no asignarle tareas decisivas en la extraordinaria labor de rescate que emprendió la sociedad, llamada civil, durante los sismos de septiembre de 1985.
Cierta o no la autoría de la atinadísima frase, el país se encamina a marchas forzadas, en medio de un baño de sangre y con un desastre sin precedente en materia de derechos humanos, a la comprobación in situ de los enormes costos institucionales, políticos y democráticos que cubrirá la República para que los soldados y marinos retornen a los cuarteles, al cumplimiento de las tareas que la ley de leyes les asigna y no las que en forma autoritaria dispuso Felipe de Jesús Calderón Hinojosa. En primera instancia para tomar posesión de la Presidencia, rodeado por ellos y bajo la impugnación generalizada. Enseguida, con el arranque de la Guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado en buena medida para ganar legitimidad, como aseguran muchos expertos en seguridad nacional; legitimidad que le niega todavía la mitad de los ciudadanos que estiman que no ganó en las urnas la banda presidencial, como lo escribió Fausto Fernández Ponte en Asimetrías.
“Salvo orden expresa del presidente de la República o la aprobación de un decreto del Congreso de la Unión”, el Ejército seguirá en las calles entre cinco y 10 años más”, informó La Jornada que sostuvo Guillermo Galván Galván ante 24 de los 30 integrantes de la Comisión de Defensa Nacional de San Lázaro.
El divisionario está muy consciente de que la Secretaría de la Defensa Nacional –y por supuesto la de Marina-- actúa inconstitucionalmente en la más que fracasada guerra de Calderón Hinojosa, tanto que éste se vio precisado a recular en Ciudad Juárez y dejar la plaza a los hombres y mujeres de Genaro García Luna, y explícitamente aquél asumió que “llevan a cabo una tarea que no les corresponde”.
Y por eso Galván Galván trató de convencer a los legisladores sobre la imperiosa necesidad de “una legislación emergente” que “legalice” la participación de los soldados en tareas de seguridad pública, que permita su ingreso en los domicilios cuando se persigue un delito en flagrancia o “se sospecha que podría cometerse” (sic); interrogar a detenidos y retenerlos hasta por 24 horas, antes de entregarlos a una autoridad civil e incluso tomarles huellas dactilares, así como intervenir comunicaciones, suspender espectáculos y el tránsito masivo de vehículos.
Como bien dijeron algunos diputados “prácticamente nos pidió aprobar un estado de excepción, que para el Congreso es inaceptable”. La frágil y militarizada democracia precisa con urgencia que este tipo de parámetros guíe el trabajo legislativo a la hora de aprobar la ley de seguridad nacional, misma con la que Felipe del Sagrado Corazón de Jesús está urgido de legalizar la inconstitucional decisión de sacar a la milicia de los cuarteles. El reloj político así lo establece y también la amarga experiencia de los altos mandos en la Guerra sucia de los 60 y 70 del siglo pasado, involucrados por los gobernantes sin que entonces dijeran ni pío, sino hasta que se hizo el intento de llevarlos ante tribunales para que respondieran por los crímenes en que participaron.
Para completar el lamentable cuadro, los diputados acudieron como siempre a la Sedena para dialogar con un divisionario que, como sus antecesores, ni siquiera cuida las mínimas formas republicanas. Y menos lo hacen con los ciudadanos comunes y corrientes, como consta a los padres de los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, las más recientes víctimas mortales del Ejército.
“Es muy fácil sacar al Ejército a las calles, pero es muy difícil regresarlo a los cuarteles”. Cuentan los enterados que adujo Miguel de la Madrid Hurtado para no asignarle tareas decisivas en la extraordinaria labor de rescate que emprendió la sociedad, llamada civil, durante los sismos de septiembre de 1985.
Cierta o no la autoría de la atinadísima frase, el país se encamina a marchas forzadas, en medio de un baño de sangre y con un desastre sin precedente en materia de derechos humanos, a la comprobación in situ de los enormes costos institucionales, políticos y democráticos que cubrirá la República para que los soldados y marinos retornen a los cuarteles, al cumplimiento de las tareas que la ley de leyes les asigna y no las que en forma autoritaria dispuso Felipe de Jesús Calderón Hinojosa. En primera instancia para tomar posesión de la Presidencia, rodeado por ellos y bajo la impugnación generalizada. Enseguida, con el arranque de la Guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado en buena medida para ganar legitimidad, como aseguran muchos expertos en seguridad nacional; legitimidad que le niega todavía la mitad de los ciudadanos que estiman que no ganó en las urnas la banda presidencial, como lo escribió Fausto Fernández Ponte en Asimetrías.
“Salvo orden expresa del presidente de la República o la aprobación de un decreto del Congreso de la Unión”, el Ejército seguirá en las calles entre cinco y 10 años más”, informó La Jornada que sostuvo Guillermo Galván Galván ante 24 de los 30 integrantes de la Comisión de Defensa Nacional de San Lázaro.
El divisionario está muy consciente de que la Secretaría de la Defensa Nacional –y por supuesto la de Marina-- actúa inconstitucionalmente en la más que fracasada guerra de Calderón Hinojosa, tanto que éste se vio precisado a recular en Ciudad Juárez y dejar la plaza a los hombres y mujeres de Genaro García Luna, y explícitamente aquél asumió que “llevan a cabo una tarea que no les corresponde”.
Y por eso Galván Galván trató de convencer a los legisladores sobre la imperiosa necesidad de “una legislación emergente” que “legalice” la participación de los soldados en tareas de seguridad pública, que permita su ingreso en los domicilios cuando se persigue un delito en flagrancia o “se sospecha que podría cometerse” (sic); interrogar a detenidos y retenerlos hasta por 24 horas, antes de entregarlos a una autoridad civil e incluso tomarles huellas dactilares, así como intervenir comunicaciones, suspender espectáculos y el tránsito masivo de vehículos.
Como bien dijeron algunos diputados “prácticamente nos pidió aprobar un estado de excepción, que para el Congreso es inaceptable”. La frágil y militarizada democracia precisa con urgencia que este tipo de parámetros guíe el trabajo legislativo a la hora de aprobar la ley de seguridad nacional, misma con la que Felipe del Sagrado Corazón de Jesús está urgido de legalizar la inconstitucional decisión de sacar a la milicia de los cuarteles. El reloj político así lo establece y también la amarga experiencia de los altos mandos en la Guerra sucia de los 60 y 70 del siglo pasado, involucrados por los gobernantes sin que entonces dijeran ni pío, sino hasta que se hizo el intento de llevarlos ante tribunales para que respondieran por los crímenes en que participaron.
Para completar el lamentable cuadro, los diputados acudieron como siempre a la Sedena para dialogar con un divisionario que, como sus antecesores, ni siquiera cuida las mínimas formas republicanas. Y menos lo hacen con los ciudadanos comunes y corrientes, como consta a los padres de los niños Martín y Bryan Almanza Salazar, las más recientes víctimas mortales del Ejército.
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