Jorge Alejandro Medellín / De orden superior
La inteligencia militar y policial mexicanas tienen poco qué presumir o de qué regodearse ante sus pares de los Estados Unidos.
En los últimos dos meses, sendos ataques armados al Consulado norteamericano en Ciudad Juárez y en Nuevo Laredo, Tamaulipas, se sumaron al secuestro y posterior liberación de una mujer emparentada con un funcionario estadunidense en Texas.
La violencia sigue galopante en Ciudad Juárez y es aderezada con declaraciones del Buró Federal de Inteligencia (FBI) norteamericano, de la DEA y del EPIC (El Paso Intelligence Center), señalando que finalmente, tras dos años de lucha continua, el cartel que encabeza Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, había logrado quedarse con ese punto estratégico, eliminando y desplazando a los sicarios y operadores de Vicente Carrillo Leyva.
Las declaraciones de sus voceros hechas la agencia de noticias AP, fueron los últimos clavos de un ataúd en el que aparentemente quedarán bajo tierra la descoordinación y la desconfianza ancestral (y mutua) entre los militares mexicanos y al menos dos de las principales agencias de seguridad de los Estados Unidos.
Estos hechos y una cadena de desatinos, de resultados nebulosos, de retrocesos en los planes consensuados de combate al crimen organizado en México abonaron el camino para que en la más reciente visita del presidente Felipe Calderón y su gabinete de seguridad a Washington se diera un encuentro relevante entre el secretario de la Defensa Nacional, el general Guillermo Galván Galván, el secretario de Marina, Almirante Francisco Saynez y mandos del Pentágono a puerta cerrada.
De ese encuentro, conservado en el hermetismo oficial, surgió la propuesta y la presión de la parte estadunidense para que en el corto plazo elementos el FBI se coordinen de manera directa con la Sedena y con Marina para replantear acciones específicas dirigidas contra objetivos concretos y de alto impacto, no solo por su nivel y posición en la escala del narco, sino porque esos golpes minarán la operatividad regional de los cárteles en el norte del país.
Tal coordinación no es nueva. Ha venido dándose desde el inicio del sexenio calderonista, principalmente entre la SIEDO y la Agencia de Tabaco y Control de Armas de Fuego (ATF), la Oficina de Aduanas y Migración (ICE), la DEA, el Centro de Inteligencia de El Paso (EPIC), cuyos agentes han trabajado por secciones y en células de dos o tres agentes compartiendo datos de inteligencia operativa o encabezando incursiones para que la PGR o las fuerzas armadas mexicanas actúen contra los cárteles de la droga.
Además de la SIEDO, también el CENAPI, el CISEN y la Secretaría de Seguridad Pública Federal (SSPF) han trabajado en grupos especiales con oficiales de la ATF y del ICE en Michoacán, en Guerrero, en Colima, en Oaxaca, en Guanajuato, Morelos, Puebla y en Sinaloa y Chihuahua.
Ahora el FBI se sumará a esta dinámica que buscará frenar por etapas la ola delictiva en la frontera norte y al mismo tiempo ir desactivando focos rojos encendidos en Morelos, en Guerrero, en el estado de México, en Veracruz y en Nuevo León por el refuego de la guerra de exterminio entre cárteles.
En la Sedena, el general Galván analiza con sus asesores los planteamientos y los escenarios de riesgo al compartir más información sensible con instancias como el FBI. Hay reticencia en los militares mexicanos, sabedores de que una relación más estrecha con sus pares norteamericanos hará cada más difícil quitárselos de encima, con la presión que ello implica.
Uno de los puntos clave que surgirán de esa presión será la renovada insistencia para que tropas mexicanas se sumen a operaciones multinacionales y a ejercicios antiterroristas. La clave ha estado siempre en la intención de la Casa Blanca de insertar a México de un modo más pragmático en su esfera de seguridad regional y hemisférica y de combate, como barrera de contención, al terrorismo internacional.
La propuesta y la firme intención de que el FBI se coordine directamente con el Ejército Mexicano para planear, revisar y ejecutar acciones precisas en las que los norteamericanos aportarán la inteligencia fina, están ahí, sobre el escritorio del General Galván.
El espacio político y operativo de la Sedena para manejar esta nueva vertiente de la participación antidrogas con los Estados Unidos es en extremo reducido.
La unificación que viene.
El debate acerca de los límites y las atribuciones que deben tener los militares en la lucha contra el narcotráfico siguen subiendo de tono de cara a la inminente aprobación de las reformas a la Ley de Seguridad Nacional (LSN) sugeridas por el presidente Felipe Calderón a principios de este año.
El texto original enviado por la Presidencia de la República al Senado indicaba, entre otros aspectos, que correspondería a los gobernadores o a los alcaldes de las entidades o municipios informarle al Consejo de Seguridad Nacional sobre la situación de riesgos y amenazas detectados en determinada ciudad, municipio, entidad o región.
Las situaciones descritas deben ser graves y colocar en entredicho la seguridad interior para ser consideradas como escenarios de amenaza y riesgo y ameritar la intervención de la Federación, en un esquema que prevé la participación de la Comisión Nacional y de las estatales de derechos humanos para supervisar la intervención de las Fuerzas Armadas en los operativos antinarco.
Entre los objetivos alternos de la propuesta presidencial figura también el replanteamiento de los conceptos de seguridad pública, seguridad nacional y seguridad interior, así como la definición precisa de los fenómenos y situaciones que serán consideradas como amenaza y riesgo para la seguridad del país.
El Senado y la Presidencia determinarían las atribuciones de militares y policías federales en cada caso específico, así como el estado de fuerza a desplegar y el lapso que durarían los operativos policíaco-militares, que originalmente tendría un máximo de 18 meses.
No obstante, este plazo podría extenderse según las condiciones del escenario en donde se solicite la presencia policíaco-militar, pero nunca sería por tiempo indefinido. Una vez recibida la documentación en el Senado, los legisladores de dicha cámara tendrían hasta 48 horas de plazo para decretar, a solicitud del mandatario estatal o municipal, el estado de excepción.
El jueves ocho de abril, el pleno del Senado aprobó en lo general la minuta para modificar la Constitución a fin de fortalecer el respeto y salvaguarda de los derechos humanos de mexicanos y extranjeros, incluso durante una “eventual Declaratoria de Estado de Emergencia”.
Es en este contexto en el que el cabildeo del alto mando de la Sedena y varios de sus generales han seguido adelante con una intensa campaña en medios de comunicación en busca de la aprobación de los cambios a la LSN, por mínimos y paliativos que sean ya que contribuirán a darle un piso más o menos firme a la actuación militar a condición de que el Fuero de Guerra permanezca intocado… o casi.
En realidad serán mínimas las concesiones que hará el alto mando de la Sedena para que en la lucha contra los cárteles de la droga, la tropa, los oficiales y los jefes sean alcanzados por la justicia civil en caso de cometer violaciones graves a los derechos humanos.
El quid del asunto radicará en que la Sedea admitirá entregar a militares que cometan actos violatorios de los derechos humanos siempre y cuando se demuestre que quienes los cometieron actuaron por su cuenta, desobedeciendo órdenes superiores.
La aprobación a los cambios a la LSN se dará en los próximos días, porque la labor militar pende de varios hilos que son tensados dentro y fuera de México con enorme facilidad y graves repercusiones para la institución armada.
La inteligencia militar y policial mexicanas tienen poco qué presumir o de qué regodearse ante sus pares de los Estados Unidos.
En los últimos dos meses, sendos ataques armados al Consulado norteamericano en Ciudad Juárez y en Nuevo Laredo, Tamaulipas, se sumaron al secuestro y posterior liberación de una mujer emparentada con un funcionario estadunidense en Texas.
La violencia sigue galopante en Ciudad Juárez y es aderezada con declaraciones del Buró Federal de Inteligencia (FBI) norteamericano, de la DEA y del EPIC (El Paso Intelligence Center), señalando que finalmente, tras dos años de lucha continua, el cartel que encabeza Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, había logrado quedarse con ese punto estratégico, eliminando y desplazando a los sicarios y operadores de Vicente Carrillo Leyva.
Las declaraciones de sus voceros hechas la agencia de noticias AP, fueron los últimos clavos de un ataúd en el que aparentemente quedarán bajo tierra la descoordinación y la desconfianza ancestral (y mutua) entre los militares mexicanos y al menos dos de las principales agencias de seguridad de los Estados Unidos.
Estos hechos y una cadena de desatinos, de resultados nebulosos, de retrocesos en los planes consensuados de combate al crimen organizado en México abonaron el camino para que en la más reciente visita del presidente Felipe Calderón y su gabinete de seguridad a Washington se diera un encuentro relevante entre el secretario de la Defensa Nacional, el general Guillermo Galván Galván, el secretario de Marina, Almirante Francisco Saynez y mandos del Pentágono a puerta cerrada.
De ese encuentro, conservado en el hermetismo oficial, surgió la propuesta y la presión de la parte estadunidense para que en el corto plazo elementos el FBI se coordinen de manera directa con la Sedena y con Marina para replantear acciones específicas dirigidas contra objetivos concretos y de alto impacto, no solo por su nivel y posición en la escala del narco, sino porque esos golpes minarán la operatividad regional de los cárteles en el norte del país.
Tal coordinación no es nueva. Ha venido dándose desde el inicio del sexenio calderonista, principalmente entre la SIEDO y la Agencia de Tabaco y Control de Armas de Fuego (ATF), la Oficina de Aduanas y Migración (ICE), la DEA, el Centro de Inteligencia de El Paso (EPIC), cuyos agentes han trabajado por secciones y en células de dos o tres agentes compartiendo datos de inteligencia operativa o encabezando incursiones para que la PGR o las fuerzas armadas mexicanas actúen contra los cárteles de la droga.
Además de la SIEDO, también el CENAPI, el CISEN y la Secretaría de Seguridad Pública Federal (SSPF) han trabajado en grupos especiales con oficiales de la ATF y del ICE en Michoacán, en Guerrero, en Colima, en Oaxaca, en Guanajuato, Morelos, Puebla y en Sinaloa y Chihuahua.
Ahora el FBI se sumará a esta dinámica que buscará frenar por etapas la ola delictiva en la frontera norte y al mismo tiempo ir desactivando focos rojos encendidos en Morelos, en Guerrero, en el estado de México, en Veracruz y en Nuevo León por el refuego de la guerra de exterminio entre cárteles.
En la Sedena, el general Galván analiza con sus asesores los planteamientos y los escenarios de riesgo al compartir más información sensible con instancias como el FBI. Hay reticencia en los militares mexicanos, sabedores de que una relación más estrecha con sus pares norteamericanos hará cada más difícil quitárselos de encima, con la presión que ello implica.
Uno de los puntos clave que surgirán de esa presión será la renovada insistencia para que tropas mexicanas se sumen a operaciones multinacionales y a ejercicios antiterroristas. La clave ha estado siempre en la intención de la Casa Blanca de insertar a México de un modo más pragmático en su esfera de seguridad regional y hemisférica y de combate, como barrera de contención, al terrorismo internacional.
La propuesta y la firme intención de que el FBI se coordine directamente con el Ejército Mexicano para planear, revisar y ejecutar acciones precisas en las que los norteamericanos aportarán la inteligencia fina, están ahí, sobre el escritorio del General Galván.
El espacio político y operativo de la Sedena para manejar esta nueva vertiente de la participación antidrogas con los Estados Unidos es en extremo reducido.
La unificación que viene.
El debate acerca de los límites y las atribuciones que deben tener los militares en la lucha contra el narcotráfico siguen subiendo de tono de cara a la inminente aprobación de las reformas a la Ley de Seguridad Nacional (LSN) sugeridas por el presidente Felipe Calderón a principios de este año.
El texto original enviado por la Presidencia de la República al Senado indicaba, entre otros aspectos, que correspondería a los gobernadores o a los alcaldes de las entidades o municipios informarle al Consejo de Seguridad Nacional sobre la situación de riesgos y amenazas detectados en determinada ciudad, municipio, entidad o región.
Las situaciones descritas deben ser graves y colocar en entredicho la seguridad interior para ser consideradas como escenarios de amenaza y riesgo y ameritar la intervención de la Federación, en un esquema que prevé la participación de la Comisión Nacional y de las estatales de derechos humanos para supervisar la intervención de las Fuerzas Armadas en los operativos antinarco.
Entre los objetivos alternos de la propuesta presidencial figura también el replanteamiento de los conceptos de seguridad pública, seguridad nacional y seguridad interior, así como la definición precisa de los fenómenos y situaciones que serán consideradas como amenaza y riesgo para la seguridad del país.
El Senado y la Presidencia determinarían las atribuciones de militares y policías federales en cada caso específico, así como el estado de fuerza a desplegar y el lapso que durarían los operativos policíaco-militares, que originalmente tendría un máximo de 18 meses.
No obstante, este plazo podría extenderse según las condiciones del escenario en donde se solicite la presencia policíaco-militar, pero nunca sería por tiempo indefinido. Una vez recibida la documentación en el Senado, los legisladores de dicha cámara tendrían hasta 48 horas de plazo para decretar, a solicitud del mandatario estatal o municipal, el estado de excepción.
El jueves ocho de abril, el pleno del Senado aprobó en lo general la minuta para modificar la Constitución a fin de fortalecer el respeto y salvaguarda de los derechos humanos de mexicanos y extranjeros, incluso durante una “eventual Declaratoria de Estado de Emergencia”.
Es en este contexto en el que el cabildeo del alto mando de la Sedena y varios de sus generales han seguido adelante con una intensa campaña en medios de comunicación en busca de la aprobación de los cambios a la LSN, por mínimos y paliativos que sean ya que contribuirán a darle un piso más o menos firme a la actuación militar a condición de que el Fuero de Guerra permanezca intocado… o casi.
En realidad serán mínimas las concesiones que hará el alto mando de la Sedena para que en la lucha contra los cárteles de la droga, la tropa, los oficiales y los jefes sean alcanzados por la justicia civil en caso de cometer violaciones graves a los derechos humanos.
El quid del asunto radicará en que la Sedea admitirá entregar a militares que cometan actos violatorios de los derechos humanos siempre y cuando se demuestre que quienes los cometieron actuaron por su cuenta, desobedeciendo órdenes superiores.
La aprobación a los cambios a la LSN se dará en los próximos días, porque la labor militar pende de varios hilos que son tensados dentro y fuera de México con enorme facilidad y graves repercusiones para la institución armada.
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