Don Julio y su traidor

Miguel Ángel Granados Chapa

Para frenar un cotejo desproporcionado, mi abuela recitaba una estrofa popular: “¿Cómo quieres comparar/ un charco con una fuente?/ Sale el sol, se seca el charco/ y la fuente es permanente”. En vez de guiarme en este caso por el consejo de doña María de los Ángeles, he preferido atenerme, como lo hago en esta materia inveteradamente, a la arenga musical de León Greco: “si un traidor puede más que unos cuantos/ que esos cuantos no lo olviden fácilmente”.

La materia, acuosa, repulsiva de la que no me olvido se llama Regino Díaz Redondo. Lo traigo a estas páginas –si me poseyera un ánimo tremendista diría que las ensucio con su nombre– por una casualidad: en el breve término de cuatro días aparecieron en revistas mexicanas sendos textos de dos notorios, por razones encontradas, exdirectores de Excélsior. No tienen nada en común, salvo su cercanía en el tiempo, y sólo son citados en un mismo texto, éste, no porque sean comparables sino porque muestran el desarrollo personal y profesional de dos que fueron amigos a lo largo de décadas hasta que uno de ellos traicionó al otro. Por eso esta rencorosa reflexión se titula como se titula.

No necesito referirme con amplitud a la crónica y entrevista que realizó Julio Scherer García a Ismael Zambada, El Mayo, uno de los jefes del narcotráfico más buscado por los gobiernos de México y Estados Unidos. Las leyeron los lectores de Proceso en su número anterior, y es seguro que hayan tenido acceso directo o ecos a la suma de reacciones que la circunstancia en que se realizó el encuentro y el texto mismo suscitó. Dominaron el panorama de la opinión en los medios –abundantes siempre que Scherer sale a la palestra– los comentarios positivos y aun admirativos, como los de José Cárdenas y Ricardo Rocha, y los elogiosos no exentos de crítica como el de Denisse Maerker. Sobresalieron entre los reproches a Scherer los firmados por dos columnistas cotidianos, caracterizados más que por su celo y garra profesional por su ostensible enriquecimiento y por sus vínculos con el poder, sea éste ejercido por el partido que sea. Estos escribidores se dieron el lujo de hacer recomendaciones al fundador de Proceso, con ánimo didáctico que sólo puede ejercer el profesor ante el alumno, relación imposible entre esas partes.

En cambio, del texto de Díaz Redondo nadie se enteró. De no ser por la acuciosidad de Álvaro Cepeda, que todo lo lee, lo digiere (y lo regala) tampoco yo me hubiera impuesto de lo que Álvaro, un abogado convertido en periodista sin abandonar su vocación original, cree que es el debut en la revista Siempre de quien será ahora su compañero de páginas, coincidencia que apesadumbra al escritor obregonense.

Esta es, entonces, la primera aparición pública en México de Díaz Redondo, desde que huyó a España, su lugar de origen, donde ahora reside y ejerce su condición de súbdito de la Corona. Cuando no hace mucho su esposa lo presentó a la televisión, en la osada exhibición pública de su residencia de diez mil metros cuadrados en el barrio “más exclusivo y caro de toda España” según definió el presentador, dijo de él que era “un español que vivía en México”. Y en su texto de marras, al que me asomaré sólo un poco en seguida, él habla de “nuestros “representantes legislativos en Bruselas” y, hasta donde se sabe, no los hay mexicanos en el Parlamento Europeo que, por lo demás, no funciona en la capital de Bélgica sino en Estrasburgo.

Hace unos meses Díaz Redondo publicó un aviso en La Jornada informando de la apertura de un blog donde dará cuenta de lo que piensa. Rigurosamente hablando, entonces, debería ser una página en blanco. Pero como la audacia es junto con la voracidad una de sus principales características –a las que cabe sumar su zafiedad– ha preparado algunos artículos del género de este que ahora me da pie para referirme a su trayecto, durante los años en que usurpó la dirección que arrebató a traición a su amigo Scherer y en los ya casi diez años corridos desde que a su vez fue echado en tardío reconocimiento a su avidez corrupta y su ineptitud.

Su texto en Siempre se titula “La Unión Europea necesita aire fresco”. Pretende ser un análisis político del actual momento de “la Europa de los 27”. Su análisis, si lo hubiera, sería calificable de superficial. Pero prefiero detenerme en su prosa, en su sintaxis, propia de un colegial. No es necesario examinarla. Basta con reproducir algunos párrafos, tomados al azar, pues los dislates abundan en todo el texto y cualquiera que se escoja enseña lo que quiero mostrar, el modo en que lo elude la articulación más elemental, su imposibilidad para hilar a derechas una frase cabal, significativa, con sentido:

“El problema es más grande de lo que se piensa. Ya se están formando grupos de naciones que la integran y que deciden, conforme a sus intereses particulares, la forma de gobernar sin escuchar las aprobadas reglas de la que son la base en la que se recopila casi todo el movimiento de los países” (¿???)

“Por lo pronto, entramos en la etapa del jeroglífico, del laberinto, del no saber por dónde entrar ni por donde salir, de hacer caso a unos y otros y de no tomar decisiones conjuntas más que en asuntos triviales, sin mayor eficacia, envueltos en una parafernalia casi digna de una película de terror” (!!!).

Con eso basta. No es un estilo deteriorado por los años o entumido por la falta de ejercicio. Es el mismo trabajoso modo con que redactaba sus notas, crónicas y reportajes en las publicaciones de la casa Excélsior. Es la misma tentaleante escritura con que presentaba las entrevistas que eran concertadas por la dirección, en tiempos de Scherer, y las que él realizaba cuando usurpó la silla principal de Reforma 18. En estas ocasiones, hay que decirlo, tuvo que admitir que él no sostenía las entrevistas sino la reportera Aurora Berdejo, como reconoció en el libro que reunió varias de ellas, aparecido en 1991 y al que se buscó dar solidez con un prólogo a cuyo relevante autor no menciono para no ruborizarlo hoy.

Como bien se sabe, Díaz Redondo engañó durante años a Scherer fingiéndole una amistad que era envidia escondida y se mostró felonía en cuanto la necesitó el presidente Luis Echeverría. A partir del 8 de julio de 1976 pretendió ser como su antecesor, la cabeza de Excélsior y no pudo serlo ni siquiera de la bazofia en que fue convirtiéndose el diario. Aunque contó con el apoyo gubernamental descarado y entusiasta de los regímenes priistas que sucedieron al de su cómplice, fue imposible detener el deterioro de la cooperativa. Agravó el empobrecimiento periodístico la pauperización financiera de la empresa, pues Díaz Redondo se enriqueció con los recursos que el apalancamiento oficial le prodigó, aprovechamiento que se evidencia hoy en la residencia de marajá desde donde escribe sus papazales.

Fue echado por sus esclavizados compañeros el 20 de octubre de 2000 y desde entonces ha hecho intentos por conservarse en escena. Escribió un pretendido libro, suma de galimatías con lo que llama su verdad, que no alcanza a controvertir la naturaleza de los hechos por los que se montó en la dirección del diario hasta que sus abusos lo derribaron. Pretendió vender la cooperativa a un su paisano, que finalmente se apoderó de sus restos el 23 de enero de 2006 en una operación tan lesiva para los trabajadores, y tan desaseada jurídicamente, que todavía hoy los perjudicados alientan, fundadamente, la esperanza de recuperar su patrimonio. La tragedia generada por Díaz Redondo a lo largo de su usurpación incluyó también una muerte, probablemente un asesinato, el de Juan Manuel Nava, por largo tiempo corresponsal consentido del usurpador, y mensajero a la hora del despojo de sus compañeros entre los defraudadores y los que organizaron el fraude y permanecieron en la empresa privatizada como premio a su desvergüenza.

La de Regino es mayor. En su página pretende ostentarse como gran periodista, multipremiado, retirado por voluntad propia de un oficio al que vuelve de tanto en tanto para alivio de las tensiones de quienes no comprenden como él las tribulaciones del mundo y para alumbrar a los necesitados de luz. También ha pretendido defender una reputación de que carece, por lo cual ha recibido la respuesta judicial correspondiente. Me demandó civilmente por daño moral por mi descripción, que no juicio de sus modos de ser y deshacer, y en primera y segunda instancia los tribunales le dieron un portazo en la cara. Supongo que no se dará por vencido y lo intentará de nuevo. Y acaso estas líneas den pábulo a su pretensión.

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