Martha Anaya / Crónica de Política
Los militares se escudan el silencio. Un silencio oprobioso. Incapaces de dar la cara a la sociedad ante sus errores, esconden la cabeza –como avestruces–, escamotean la información, se amparan en su fuero y todavía así demandan al Congreso más poder, mayor impunidad.
De los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey asesinados el pasado 19 de marzo no han dicho una palabra. Ninguna explicación les merece la muerte de Jorge Antonio Mercado Alonso y de Javier Francisco Arredondo.
Ya vamos para un mes sin recibir el reporte del Ejército al respecto. ¡Inaceptable!, cuando bien sabemos que el ejército lleva control –prácticamente minuto a minuto—del desplazamiento de sus efectivos: nombre, lugar, hora; y por supuesto los tiene a mano para declarar.
Pero el general Guillermo Galván Galván está en otra cosa: en protegerlos, en cuidar a los suyos a pesar de sus errores, de sus arbitrariedades, de sus locuras.
“Daños colaterales”, ignominiosamente justifican las autoridades civiles –frase de origen militar, por supuesto– cualquier muerte que, a contrapelo de sus declaraciones iniciales, se demuestra que no eran sicarios. Sí, porque ahora no sólo se vive la tragedia de seres queridos sino hay que enfrentarse al aparato mismo para demostrar que los caídos no eran narcotraficantes y que tampoco murieron en fuego cruzado alguno.
Tal pareciera que para el Ejército todos somos culpables, que todos somos unos miserables, que a todos nos ven cara de hijos de puta, así se trate de jóvenes estudiantes, de padres de familias completas que van de vacaciones, o de madres que llevan en brazos a sus hijos, como ocurrió en la carretera de Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde los soldados asesinaron a dos niños: Bryan y Martín Almanza, de cinco y nueve años respectivamente.
Esto ocurrió hace una semana y tampoco se han dignado los militares en darnos una explicación sobre lo sucedido. Y digo “darnos” porque no sólo los familiares merecen saber lo que ocurrió, necesitamos saberlo todos, la sociedad entera.
Pero vuelta al silencio militar, al secreto de Estado. A fin de cuentas, pensarán cómodamente los uniformados, están en la calle porque así se los ordenó el Presidente. Y por aquello de las dudas, por si algún día piensan cobrarles sus desmanes –como se intentó frente al papel que jugaron en la “guerra sucia” y en la matanza de Tlatelolco en 1968–, buscan desde ahora quedar a cubierto.
Pero se equivocan. Aún y cuando lograsen obtener de los legisladores los términos legales para su actuar, la memoria del pueblo se los va a cobrar. Eso no se olvida, queda grabado con fuego. Basta recorrer algunos pueblos de Oaxaca, Guerrero, Chiapas, para escuchar aún a la fecha los recuerdos de los desmanes de los “federales” y palpar el rechazo y el coraje que aún perviven hacia los militares.
La historia tampoco será benigna con ellos aún y cuando se legalice la actividad del ejército en las funciones de “seguridad pública” que hoy ejerce por encima de la Constitución. Lo que los historiadores verán será su estulticia, su incapacidad, su corrupción y su ambición de poder.
Sí, ambición de poder político que los militares reclaman desde hace años y para la cual se les ha abierto la puerta de nueva cuenta. Por ahí va la apuesta del general secretario Guillermo Galván.
Galván ya anunció que cuando menos se quedarán de cinco a diez años fuera de los cuarteles –asumiendo más y más poder—. ¡Que diferencia! con aquel ejército mexicano que alguna vez tuvo como misión “mantener el imperio de la Constitución” e impidiera que el Presidente de la República en turno la atropellase cuantas veces quisiera.
Por eso guardan silencio.
Los militares se escudan el silencio. Un silencio oprobioso. Incapaces de dar la cara a la sociedad ante sus errores, esconden la cabeza –como avestruces–, escamotean la información, se amparan en su fuero y todavía así demandan al Congreso más poder, mayor impunidad.
De los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey asesinados el pasado 19 de marzo no han dicho una palabra. Ninguna explicación les merece la muerte de Jorge Antonio Mercado Alonso y de Javier Francisco Arredondo.
Ya vamos para un mes sin recibir el reporte del Ejército al respecto. ¡Inaceptable!, cuando bien sabemos que el ejército lleva control –prácticamente minuto a minuto—del desplazamiento de sus efectivos: nombre, lugar, hora; y por supuesto los tiene a mano para declarar.
Pero el general Guillermo Galván Galván está en otra cosa: en protegerlos, en cuidar a los suyos a pesar de sus errores, de sus arbitrariedades, de sus locuras.
“Daños colaterales”, ignominiosamente justifican las autoridades civiles –frase de origen militar, por supuesto– cualquier muerte que, a contrapelo de sus declaraciones iniciales, se demuestra que no eran sicarios. Sí, porque ahora no sólo se vive la tragedia de seres queridos sino hay que enfrentarse al aparato mismo para demostrar que los caídos no eran narcotraficantes y que tampoco murieron en fuego cruzado alguno.
Tal pareciera que para el Ejército todos somos culpables, que todos somos unos miserables, que a todos nos ven cara de hijos de puta, así se trate de jóvenes estudiantes, de padres de familias completas que van de vacaciones, o de madres que llevan en brazos a sus hijos, como ocurrió en la carretera de Nuevo Laredo, Tamaulipas, donde los soldados asesinaron a dos niños: Bryan y Martín Almanza, de cinco y nueve años respectivamente.
Esto ocurrió hace una semana y tampoco se han dignado los militares en darnos una explicación sobre lo sucedido. Y digo “darnos” porque no sólo los familiares merecen saber lo que ocurrió, necesitamos saberlo todos, la sociedad entera.
Pero vuelta al silencio militar, al secreto de Estado. A fin de cuentas, pensarán cómodamente los uniformados, están en la calle porque así se los ordenó el Presidente. Y por aquello de las dudas, por si algún día piensan cobrarles sus desmanes –como se intentó frente al papel que jugaron en la “guerra sucia” y en la matanza de Tlatelolco en 1968–, buscan desde ahora quedar a cubierto.
Pero se equivocan. Aún y cuando lograsen obtener de los legisladores los términos legales para su actuar, la memoria del pueblo se los va a cobrar. Eso no se olvida, queda grabado con fuego. Basta recorrer algunos pueblos de Oaxaca, Guerrero, Chiapas, para escuchar aún a la fecha los recuerdos de los desmanes de los “federales” y palpar el rechazo y el coraje que aún perviven hacia los militares.
La historia tampoco será benigna con ellos aún y cuando se legalice la actividad del ejército en las funciones de “seguridad pública” que hoy ejerce por encima de la Constitución. Lo que los historiadores verán será su estulticia, su incapacidad, su corrupción y su ambición de poder.
Sí, ambición de poder político que los militares reclaman desde hace años y para la cual se les ha abierto la puerta de nueva cuenta. Por ahí va la apuesta del general secretario Guillermo Galván.
Galván ya anunció que cuando menos se quedarán de cinco a diez años fuera de los cuarteles –asumiendo más y más poder—. ¡Que diferencia! con aquel ejército mexicano que alguna vez tuvo como misión “mantener el imperio de la Constitución” e impidiera que el Presidente de la República en turno la atropellase cuantas veces quisiera.
Por eso guardan silencio.
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