Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Desconozco las razones por las cuales la mayoría de los funcionarios públicos de altos vuelos, así como los encargados de mantenerlos en el aire a través de sus tareas de comunicadores sociales, tienen tanta desconfianza de la prensa y desconocen su función en la democracia, por más asediada y dolorida que esté lo que se conoce como tal en México.
Luces para comprenderlo aporta Manuel Vicent en un texto apabullante para esos jefes de prensa que engañan a sus patrones distorsionándoles las síntesis informativas para que no padezcan hipertensión, edulcorándoles los análisis de información para que transiten el periodo que les toca estar en el candelero sin contacto alguno con la realidad.
En la última página de El País del 25 de octubre de 2009, Vicent escribió: “El control del presupuesto del Estado es el origen de la democracia, adoptada como un sistema de derechos y al mismo tiempo de una mutua sospecha de la debilidad humana. La democracia es una máquina de sacar basura a la superficie mediante la libertad de expresión. No hay que escandalizarse. Sólo hay que felicitarse si las bombas de achique funcionan”. Si Mario Marín lo hubiese entendido, de ninguna manera se habría dejado embarcar para violentarle sus derechos constitucionales a Lydia Cacho, aunque nada pasó a fin de cuentas, precisamente porque funcionó la bomba de achique y los medios se comieron vivo al gobernador poblano, lo que permitió que el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en esa tragicomedia tampoco fuera analizado a fondo, de la misma manera que no fue objeto de rigurosa reflexión la respuesta que la misma Corte dio a la sociedad en el caso Atenco.
Lo peor que puede ocurrirle a un gobierno responsable de que no se pierda el impulso de una transición atorada en alternancia, es tener miedo, pavor a las ideas y a la inteligencia, porque ese gobierno se pone en manos de sus comunicadores, los que, en muchos casos, de ninguna manera brillan por su claridad, su capacidad de comunicar y el acercamiento que deberían propiciar entre la sociedad y sus gobernantes.
Dicha actitud se debe quizá -como lo atribuye Vicent en el mismo texto referente a la culpa y la conciencia de tenerla, conservarla hasta morir con ella a cuestas- a la diferencia con la que ven y administran el poder los protestantes y los católicos; apunta el periodista español: “Si esta situación religiosa particular se traslada a la vida pública, la actitud frente a la corrupción política también es distinta según se trate de un país católico o luterano”.
Para comprender lo anterior es precisa una aclaración: corrupción no es exclusivamente meter las manos al erario público. La inteligencia y la conciencia se corrompen de diferentes maneras aunque a veces coinciden en la manera de podrirse: una de ellas, la principal, es desinformar, es no ser transparente, pero es doblemente grave cuando se desinforma por doble vía: a la sociedad y a los jefes, a los patrones, pues si éstos se dieran cuenta de cómo son aquellos cuya función es acercarlos a los votantes, pronto se percatarían del porqué del fracaso de sus relaciones públicas, de sus aspiraciones políticas y de sus anhelos de trascenderse, al menos en los libros de texto gratuitos.
¿Cuál es la diferencia entre el periodismo conceptuado y ejercido por los protestantes, y el que acá ejercen los católicos? Proponer respuestas firmes o meras hipótesis es más que arriesgado, porque la labor de informar es una y única. No se proporciona, en materia de noticias de interés general, más o menos información. Se informa o no, y ésta puede ser de calidad y cumplir todos los requisitos marcados por la profesión, o simplemente responder a las necesidades del emisor para aparentar transparencia.
Quedamos, entonces, que informar cumple los cánones en uno y otro lado del aspecto religioso que define la ética o moral de aquel cuyo deber es transmitir esa información; no ocurre lo mismo en cuanto a la denuncia, y es en ese sentido que quizá sea conveniente recordar dichos y anécdotas de Julio Scherer García, como aquella que refiere cómo le mordió la mano a Guillermo Martínez Domínguez horas después de haber recibido a través de Nacional Financiera la nómina de Excélsior en los momentos más álgidos del boicot; o cuando ha sostenido que prefiere perder una amistad, a perder la nota.
Inmersa la prensa nacional en la guerra a la delincuencia organizada, en el caso Paulette, olvida que fue pionera y promotora e impulsora del cambio y la transición, pero que hoy algunos medios, algunos comunicadores, algunos periodistas son reflejo fiel del gobierno y la sociedad, y por ello también están atorados en su propia transición.
Desconozco las razones por las cuales la mayoría de los funcionarios públicos de altos vuelos, así como los encargados de mantenerlos en el aire a través de sus tareas de comunicadores sociales, tienen tanta desconfianza de la prensa y desconocen su función en la democracia, por más asediada y dolorida que esté lo que se conoce como tal en México.
Luces para comprenderlo aporta Manuel Vicent en un texto apabullante para esos jefes de prensa que engañan a sus patrones distorsionándoles las síntesis informativas para que no padezcan hipertensión, edulcorándoles los análisis de información para que transiten el periodo que les toca estar en el candelero sin contacto alguno con la realidad.
En la última página de El País del 25 de octubre de 2009, Vicent escribió: “El control del presupuesto del Estado es el origen de la democracia, adoptada como un sistema de derechos y al mismo tiempo de una mutua sospecha de la debilidad humana. La democracia es una máquina de sacar basura a la superficie mediante la libertad de expresión. No hay que escandalizarse. Sólo hay que felicitarse si las bombas de achique funcionan”. Si Mario Marín lo hubiese entendido, de ninguna manera se habría dejado embarcar para violentarle sus derechos constitucionales a Lydia Cacho, aunque nada pasó a fin de cuentas, precisamente porque funcionó la bomba de achique y los medios se comieron vivo al gobernador poblano, lo que permitió que el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en esa tragicomedia tampoco fuera analizado a fondo, de la misma manera que no fue objeto de rigurosa reflexión la respuesta que la misma Corte dio a la sociedad en el caso Atenco.
Lo peor que puede ocurrirle a un gobierno responsable de que no se pierda el impulso de una transición atorada en alternancia, es tener miedo, pavor a las ideas y a la inteligencia, porque ese gobierno se pone en manos de sus comunicadores, los que, en muchos casos, de ninguna manera brillan por su claridad, su capacidad de comunicar y el acercamiento que deberían propiciar entre la sociedad y sus gobernantes.
Dicha actitud se debe quizá -como lo atribuye Vicent en el mismo texto referente a la culpa y la conciencia de tenerla, conservarla hasta morir con ella a cuestas- a la diferencia con la que ven y administran el poder los protestantes y los católicos; apunta el periodista español: “Si esta situación religiosa particular se traslada a la vida pública, la actitud frente a la corrupción política también es distinta según se trate de un país católico o luterano”.
Para comprender lo anterior es precisa una aclaración: corrupción no es exclusivamente meter las manos al erario público. La inteligencia y la conciencia se corrompen de diferentes maneras aunque a veces coinciden en la manera de podrirse: una de ellas, la principal, es desinformar, es no ser transparente, pero es doblemente grave cuando se desinforma por doble vía: a la sociedad y a los jefes, a los patrones, pues si éstos se dieran cuenta de cómo son aquellos cuya función es acercarlos a los votantes, pronto se percatarían del porqué del fracaso de sus relaciones públicas, de sus aspiraciones políticas y de sus anhelos de trascenderse, al menos en los libros de texto gratuitos.
¿Cuál es la diferencia entre el periodismo conceptuado y ejercido por los protestantes, y el que acá ejercen los católicos? Proponer respuestas firmes o meras hipótesis es más que arriesgado, porque la labor de informar es una y única. No se proporciona, en materia de noticias de interés general, más o menos información. Se informa o no, y ésta puede ser de calidad y cumplir todos los requisitos marcados por la profesión, o simplemente responder a las necesidades del emisor para aparentar transparencia.
Quedamos, entonces, que informar cumple los cánones en uno y otro lado del aspecto religioso que define la ética o moral de aquel cuyo deber es transmitir esa información; no ocurre lo mismo en cuanto a la denuncia, y es en ese sentido que quizá sea conveniente recordar dichos y anécdotas de Julio Scherer García, como aquella que refiere cómo le mordió la mano a Guillermo Martínez Domínguez horas después de haber recibido a través de Nacional Financiera la nómina de Excélsior en los momentos más álgidos del boicot; o cuando ha sostenido que prefiere perder una amistad, a perder la nota.
Inmersa la prensa nacional en la guerra a la delincuencia organizada, en el caso Paulette, olvida que fue pionera y promotora e impulsora del cambio y la transición, pero que hoy algunos medios, algunos comunicadores, algunos periodistas son reflejo fiel del gobierno y la sociedad, y por ello también están atorados en su propia transición.
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