Las instituciones son condensados de relaciones sociales que tienden a permanecer en el tiempo, vale decir, a ser duraderas y sólidas. Hay muchas clases de instituciones. Unas de ellas son, por ejemplo, las leyes, en las que se expresan esas relaciones; otras son las organizaciones estatales, internas e internacionales; otras son las comunidades de seres humanos y, así por el estilo, todo aquello que se da como una asociación de individuos u organizaciones convenidas por los humanos. En todo caso el sentido esencial de la institucionalidad es la permanencia de esos condensados de relaciones sociales.
No hay, empero, instituciones que permanezcan idénticas a sí mismas, a pesar de su carácter permanente. Todas ellas tienen que adecuarse a los tiempos y ser funcionales a los mismos. Las instituciones del Estado, entre ellas las leyes que regulan el funcionamiento de sus órganos y, en general, la vida de la sociedad, deben estar en permanente adaptación a los cambios de la realidad social. Dicho de otro modo, deben ser permanentemente reformadas. Así que no nos deberíamos extrañar de que todo mundo hable de reformas necesarias para el funcionamiento de las instituciones y se hagan propuestas a granel.
Lo que en la mayoría de los casos se pasa por alto es que las reformas, en primer lugar, no son una panacea a todos los males ni son, tanto menos, siempre eficaces. A veces, y muchas, resultan contraproducentes. Por eso el problema siempre será de qué reformas estamos hablando. Lo menos que uno tiene derecho a exigir es que eso se explique y se justifique. Ello no quiere decir que uno no quiere que cambien las cosas y a toda propuesta diga que no. Eso es una patraña de reaccionarios que, paradójicamente, no buscan cambiar nada sino regresarnos al pasado, a la Edad de Piedra del siglo XIX, donde no había libertades para todos y los trabajadores eran sólo reses para sacrificar en los mataderos de las fábricas o las haciendas.
En lo electoral, lo que ya he tratado varias veces en estas páginas, se nos propone un verdadero retroceso en nuestras endebles instituciones democráticas. A los amigos del gobierno eficaz (que no es más que un gobierno rapaz y depredador) les incomoda muchísimo la democracia; que haya, por ejemplo, control de los medios de comunicación y evitar que se apropien de los recursos públicos destinados a los partidos mediante su venta de tiempo en las campañas; o, bien, que en el Congreso haya reticencias para aceptar las propuestas del Ejecutivo, cuando éstas no convencen a nadie (a veces ni a los mismos panistas); o, también, que no se dé trámite a algunas iniciativas del Presidente como éste quisiera.
Las reformas que se proponen, simplemente, No convencen. Someter al Congreso a la férula del Ejecutivo, obligándolo a que apruebe de cajón sus iniciativas; o reduciendo su representatividad por el número de sus integrantes a 400 diputados y 90 senadores, argumentando que es sólo porque salen muy caros; o asegurando para el Presidente mayorías artificiales mediante la segunda vuelta o la elección de representantes populares hasta que se sepa quién se perfila ganador de las presidenciales; o dorando la píldora a los políticos de profesión con la relección, son nada más ni nada menos que propuestas engañabobos para restaurar el autoritarismo presidencial, como en los buenos tiempos del PRI.
Y qué decir de la reforma laboral. Se trata de una historia que conocemos de hace mucho tiempo, por lo menos ochenta años, desde cuando, debido al esfuerzo de Emilio Portes Gil, presidente provisional de 1928 a 1930, comenzamos a darnos una legislación laboral federal. La Ley Federal del Trabajo de 1931 y sus versiones reformadas, siempre han sido la bestia negra de la derecha empresarial mexicana. Desde el principio comenzó a decirse que era una camisa de fuerza para la libre empresa, una legislación discriminatoria que, por razones puramente demagógicas y a la medida de las ambiciones de los políticos oficialistas, estaba creando en nuestro país una ínsula de privilegiados que vendrían a ser los asalariados.
El maestro Mario de la Cueva, nuestro más insigne iuslaboralista, y muchos de quienes le siguieron entre nuestros grandes juristas del derecho del trabajo, hasta llegar a mi amigo Néstor de Buen, hicieron hincapié en la contradicción que se abría entre el artículo 123 y nuestras leyes del trabajo. El primero se extiende en la protección de nuestra de fuerza de trabajo; las segundas se esfuerzan en limitar esa protección hasta hacerla, prácticamente, nula en cuestiones tales como la seguridad social de los trabajadores, la protección del salario remunerador, el derecho a la capacitación laboral y a la vivienda o, para rematar, la libertad sindical, tema sobre el cual Lombardo Toledano publicó un notable ensayo en 1926.
Aun así, la Ley Federal del Trabajo fue exhibida por los ideólogos patronales de todas las calañas como una obra demagógica de los gobiernos priístas y el mejor argumento que tuvieron a la mano fue el corporativismo priísta que sometió a los trabajadores a través de sus organizaciones sindicales y sus líderes mafiosos. Lo raro es que no reparen en que los gobiernos panistas han conservado ese corporativismo, ahora haciendo de los sindicatos no sólo unas maquinarias de dominación de masas, sino verdaderas empresas de negocios como la Gordillo con el SNTE o Romero Deschamps con los petroleros o ese granuja y porro que es Víctor Flores con los ferrocarrileros.
Federico Reyes Heroles publicó el pasado 23 de marzo un artículo en Reforma que es de verdadera antología (Rigideces
). Afirma que la Ley Federal del Trabajo es otro de los muchos mitos que nos heredó el régimen priísta. Se trata, dice, de uno de esos santuarios nacionales al cual acuden sus beneficiarios que son muy pocos en comparación de [sic] las múltiples víctimas que van de los empresarios extorsionados a los millones de mexicanos sin empleo por falta de inversión. Eso para no hablar de las decenas de millones de consumidores que pagan precios altos por bienes y servicios deficientes resultado de una suerte de protección gremial, mal entendida
.
¿Por qué no exige Reyes Heroles al gobierno panista que anule, simplemente aplicando la ley, los privilegios abusivos de los líderes sindicales, si cree que ése es el problema y deja de decir sandeces sobre la Ley Federal del Trabajo de la que, al parecer, no sabe nada? Pero ése es el menor de los problemas, pues aquí lo que está en juego es que, en nombre de la sacrosanta inversión y la ansiada capacidad de competencia, lo que se pretende es convertir a los trabajadores, ya de por sí extremadamente depauperados y desprotegidos (además de reprimidos y echados a la calle, como los electricistas), en simple ejército de bestias de labor a disposición de los hombres más ricos del mundo en un país de parias y de narcos.
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