Urge un nuevo sistema económico internacional

Francisco Morote Costa (Cortesía Archipiealago Noticias)

Sí, hablo de la necesidad de un nuevo sistema económico internacional, no de un nuevo orden económico internacional dentro del sistema. Lo que ya no sirve es el sistema y, por lo tanto, aún siendo relevante que se estén produciendo cambios que hace no muchos años hubieran parecido impensables, el nuevo orden económico internacional no hace más que incorporar a algunos países semiperiféricos y periféricos, como Rusia, China, India, Brasil, etcétera, al selecto club de los países del centro del sistema, Estados Unidos, Canadá, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia.

La señal de ese cambio es la decadencia del G-7 y la emergencia del G-20. Pero este nuevo orden económico internacional, que no es el que durante decenios reclamaron inútilmente, en la Asamblea General de las Naciones Unidas, la mayoría de los países de la periferia del sistema, no viene a arreglar nada, a solucionar nada. Antes bien parece como que, en buena medida, puede agravar la rivalidad y la competencia, por los mercados y los recursos limitados del planeta, entre un número mayor de gigantes voraces con un apetito insaciable. Si no fuera porque el sistema en sí se ha convertido en la mayor amenaza para la humanidad, la rivalidad y la competencia entre esos grandes colosos entrañaría, entraña, peligros y riesgos difíciles de exagerar.

Pero la cuestión clave ya no es el orden del sistema, sino el sistema mismo. Vencido e implosionado el sistema rival -“El comunismo ha muerto, por la gracia de Dios hemos ganado la guerra fría”- proclamó en 1991 el presidente G. Bush (padre), el sistema por antonomasia, el capitalismo, quedó, de nuevo, dueño y señor del mundo. Se decretó el fin de la historia y la eternidad del sistema que, liberado de trabas y entregado a sus propias fuerzas y energías, globalizaría la economía trayendo beneficios y progreso para la mayor parte o, tal vez, para la totalidad de la humanidad.

Pero la realidad es bien distinta, una crisis de proporciones semejantes a las de 1929, una de esas crisis en las que el capitalismo se convierte en capitaclismo, se declaró en 2008 en el centro del sistema irradiando sus consecuencias negativas, en mayor o menor medida, al resto del planeta.

La crisis sistémica alcanzó tales proporciones que, como se recordará, el presidente francés N. Sarkozy llegó a hablar, acuciado por la gravedad de la situación, de la necesidad de refundar el capitalismo y el director gerente del Fondo Monetario Internacional, el también francés, D. Strauss-Kahn afirmó, incluso, que no había que renunciar a buscar alternativas al capitalismo. Si la primera era una posición reformista que, como mucho, plantearía la sustitución de la versión neoliberal del sistema por la versión neokeynesiana, la segunda al ir más lejos abría la puerta a otras posibilidades. Y es que el capitalismo se ha convertido, más que nunca, como escribí en octubre de 2007, en un sistema insostenible*.

Ahora bien, si el capitalismo, como todos los sistemas históricos, acabará por desaparecer y el llamado socialismo real aún ofreciendo indiscutibles logros sociales mostró carencias e insuficiencias insuperables, ¿qué vendrá a continuación?

Dos prestigiosos historiadores, el británico E.J. Hobsbawm y el estadounidense I. Wallerstein aportan, en mi opinión, aproximaciones a respuestas de enorme valor. Hobsbawm en un artículo publicado en el periódico The Guardian en abril de 2009, con el título El socialismo fracasó. Ahora el capitalismo ha quebrado. ¿ Qué sigue?, expone la siguiente opinión : “La impotencia amenaza tanto a los que creen en un capitalismo de mercado, puro y desestatalizado, una especie de anarquismo burgués; como a los que creen en un socialismo planificado incontaminado por la búsqueda de beneficios. Ambos están en quiebra. El futuro, como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado estén mutuamente vinculados de una u otra manera. ¿Pero cómo? Éste es el problema que se nos plantea hoy día a todos, y en particular a la gente de izquierda”. Llegando a añadir más adelante: “Sea cual sea el logotipo ideológico que adoptemos, significará un desplazamiento de gran alcance, del mercado libre a la acción pública, mayor de lo que los políticos captan”.

Y, por su parte, Wallerstein, en una conferencia pronunciada nada menos que en enero de 2002 en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, decía : “Que habrá otro mundo es seguro, que ese otro mundo será un mundo mejor no es seguro. Ambas son posibilidades”.Y agregaba lúcidamente: “Creo que vivimos un tiempo de transición hacia el colapso del sistema capitalista, creo que de aquí a cincuenta años ese sistema ya no estará entre nosotros, pero desconozco qué habrá en su lugar, y nadie puede saberlo.” Finalmente, en lo que a esta reflexión concierne, señalaba: “Es un muy difícil escenario en el cual nos deberemos mover, un mundo que carece de orden relativo. Y en ese tipo de situaciones las opciones están abiertas, las cosas pueden hacerse, todo el mundo quiere moverse para hacer algo, y ‘ellos’ ( se refiere a los que él mismo define anteriormente diciendo: ‘Ellos no son países, ellos frecuentemente no son gobiernos, ellos son quienes tiene los privilegios y la fuerza para retenerlos, para justificar el privilegio y perpetuarlo’) se moverán para hacer cosas. Ellos no se van a sentar para ver colapsar su mundo y hacer nada, son ricos, son inteligentes y tienen medios de poder a su disposición; ellos intentarán inventar el nuevo sistema mundial, un mundo diferente, no uno capitalista, pero continuará siendo un mundo no igualitario, no se cómo lo llamarán, pero tratarán; y nosotros trataremos también (por ‘nosotros’ entiende “aquellos que piensan que otro mundo es efectivamente posible, un mundo relativamente democrático, y relativamente igualitario, aunque el presente mundo no lo sea” ). Por eso los próximos treinta o cincuenta años serán el escenario de la verdadera lucha política, y no sabemos en qué condiciones saldremos de ese período. No sabemos si el mundo será al final mejor de lo que es ahora, peor, o simplemente diferente pero básicamente el mismo que ahora”.

Con todo, la cuestión en el momento presente es cómo salir de la crisis, teniendo en cuenta que el sistema, y nosotros con él, estamos atrapados entre el crecimiento económico y la crisis ecológica y la recesión, el riesgo de depresión y, por consiguiente, el decrecimiento económico y la crisis laboral y social. Una situación así, de carácter global, no puede tener sino una respuesta global y no puede hacerse a favor de las élites y las clases acomodadas sin perjudicar gravísimamente a los pueblos, las clases populares y trabajadoras del conjunto del sistema e, incluso, a las llamadas clases medias de la semiperiferia y el centro del sistema. Por eso ni el G-7, ni el G-20 están legitimados como marco para afrontar la salida de la crisis. Esa tarea y el orden que podría encarnar le compete más bien al G-192, es decir a la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde sí está representada la gran mayoría de la humanidad. Con todas sus deficiencias la ONU y, más concretamente, su órgano más democrático la Asamblea General, es la única instancia que, a través de nuevos organismos como el Consejo Económico Mundial, propuesto bajo la presidencia en dicho órgano del nicaragüense M. D’Escoto por el premio Nobel de economía J. Stiglitz, podría coordinar las políticas económicas del conjunto de los países periféricos, semiperiféricos y centrales del sistema. Sin duda, que la transferencia de la salida de la crisis del G-7 y del G-20 al G-192 no bastaría para asegurar que el peso de la salida recaería más en los que provocaron la crisis que en los que la pagaron sin ser responsables, pero siempre habrá más posibilidades de una salida justa en ese marco que en el exclusivo del G-7 o en el más que discutible del G-20.

Por otra parte, para los pueblos, las clases populares y trabajadoras y hasta para las clases medias la salida no traumática de la crisis sólo podrá alcanzarse organizándose y luchando, librando la batalla de las ideas, exigiendo a los partidos y a los gobiernos que la crisis la paguen quienes la provocaron. Necesariamente esas exigencias encierran cambios sistémicos que difícilmente podrán aceptar los sectores más recalcitrantes de las élites y las clases acomodadas globales, pero la crisis sistémica es ya una crisis de civilización. El sistema no puede crecer sin provocar una crisis ecológica de proporciones mundiales, ni decrecer sin originar una crisis económica, laboral y social insoportable. Al hacerse imposible la continuidad de la lógica irrestricta del sistema, el afán de lucro, la consecución del beneficio o la ganancia a cualquier precio, motor de la producción y la superproducción capitalista, otra lógica tendría que sustituirla. Si se impone la lógica impecable del respeto por la biosfera y la biodiversidad y por los derechos humanos y la paz, la nueva lógica y ética aportará los mimbres de un nuevo sistema que atienda, por fin, el reclamo del equilibrio natural y social indispensables.

Sin embargo, como señalaba Wallerstein, no está escrito que esa lógica sea la única lógica y el único sistema posible a la hora de reemplazar al capitalismo. Pero sí es verdad que sin la acción de los pueblos, de las clases populares y trabajadoras y aún de las clases medias, para la consecución de sus objetivos, el sistema podría arrastrar su existencia o, incluso, transformarse en un sentido solamente favorable para los intereses de las élites y las clases acomodadas globales, por muy alto que fuera el precio que la naturaleza y la mayoría de la sociedad tuviera que pagar.

De ahí la necesidad de luchar por una alternativa general al sistema, una alternativa que comprenda no sólo el plano económico, sino también las dimensiones ecológica, social, política y cultural, en consonancia con los intereses de la inmensa mayoría de la humanidad. Esa es la tarea impostergable de los movimientos sociales, de los partidos y de los intelectuales de la noosfera progresista del planeta en el que vivimos. Y, por coherencia, convendría plantearse, finalmente, qué orden económico internacional favorecería más la posible transición del capitalismo a un sistema económico mundial más democrático e igualitario, ¿el del G-7, el del G-20 o el del G-192? Para mi no hay la menor duda, es este último el que se debería apoyar.

Nota:

* “Capitalismo, un sistema insostenible”, en páginas web de prensa digital.

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