Miguel Ángel Grandaos Chapa
El miércoles pasado se cumplieron 30 años del asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de san Salvador: fue muerto en su catedral, en plena misa, hartos los militares de que los instara a dejar de reprimir a su pueblo. Al día siguiente de esa efeméride, que pasó inadvertida en la Iglesia mexicana, otros señores obispos se reunieron para pasarla muy bien, pues viven su ministerio de un modo totalmente distinto al de san Romero como se ha llamado a este mártir de la paz y la justicia. El cardenal Norberto Rivera Carrera fue uno de los principales invitados a la rumbosa fiesta que como todos los años organiza el obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda Silva.
Como suele ocurrir, el jolgorio atrajo presencias que deslumbran a quienes se dejan deslumbrar. El invitado civil más importante era Enrique Peña Nieto, como hace cinco años lo era su tío, el gobernador Arturo Montiel que luego de su refulgencia de ese año se eclipsó camino a la Presidencia, como deseamos que ocurra a su sucesor. El anfitrión que se agasaja a sí mismo no tiene empacho en convertir el seminario de su diócesis -enclavado en san Juan Ixhuatepec, una antigua comarca rural depredada por peligrosas instalaciones industriales-en la mundana sede de una comilona para centenares de personas, crema y nata de los negocios y la política.
Asombra la insensibilidad o la inverecundia de los prelados fiesteros, que se divirtieron como si la tierra no crujiera bajo sus pies. Ya no digamos por la violencia criminal que estalla en el norte del país pero que se expresa también con perfiles de alta peligrosidad en el valle de México. Si sólo les importara lo que ocurre en su entorno puramente eclesiástico, en vez de brindar con tequila por el cumpleaños número 73 del señor obispo, él mismo y el cardenal su amigo y los otros clérigos convidados deberían estar refugiados en el silencio de sus templos, orando por la salvación de su alma y de la Iglesia toda, una iglesia que como escribiera el periodista francés Henri Fesquet, durante décadas corresponsal de Le Monde en el Vaticano, se halla en pecado mortal.
Unos días antes del festín de Cepeda Silva el papa Benedicto XVI había tenido que enfrentar, así fuera tibiamente, el horroroso caso de la iglesia irlandesa, infectada por un aplastante cúmulo de infracciones al amor evangélico cometidas en forma de abuso sexual a menores, perpetrado por sacerdotes que gozaron, y disfrutan todavía porque la comunicación papal del 21 de marzo fue insuficiente, del solapamiento, de la complicidad de sus superiores. El propio obispo de Roma ha sido involucrado en encubrimientos de ese género durante su tiempo al frente de la diócesis de Munich y cuando encabezó la Congregación para la doctrina de la fe, el más importante de los dicasterios de la curia vaticana. Se le imputa, entre otras faltas, haber desoído la denuncia de víctimas del padre Lawrence Morphy, señalado por abusar en Milwaukee de unos doscientos menores sordos durante veinte años, de 1950 a 1970. El caso fue expuesto por The New York Times el miércoles 24, que al día siguiente mereció la facilota, consabida respuesta de L'Osservatore Romano de que se quiere linchar al papa alemán.
Una reacción así, convenenciera y elusiva, sirvió durante mucho tiempo para soslayar imputaciones de pederastia al fundador de la Legión de Cristo y su movimiento de laicos Regnum Christi, Marcial Maciel. A pesar del desdén hacia las denuncias contra el legionario mayor, la evidencia fue pesando tanto que si bien no se le siguió proceso canónico a causa de su edad y condición, se le conminó a dejar la dirección del vasto conglomerado de empresas, instituciones y movimientos y a sólo ejercer en privado su ministerio.
Como no cesaran las revelaciones sobre la múltiple vida de Maciel, el papa Ratzinger se vio en el caso de ordenar hace un año una visita apostólica que ya concluyó en su fase operativa y dará lugar a, por lo menos, comunicaciones como la dirigida a la Iglesia de Irlanda o a una profunda revisión de la estructura y funcionamiento de la Legión de Cristo, que podría llegar a su desarticulación. Para impedirla, en prevención de que se pretendiera llegar a ese extremo como único modo de expiar las culpas del fundador (y, aunque no se reconozca así, la de quienes lo encubrieron dentro y fuera de esa congregación), el director general de los legionarios, Álvaro Corcuera escribió a los suyos una carta y distribuyó un comunicado público a manera de cura en salud. Ambos documentos están fechados el 25 de marzo, día de la Anunciación y día también del cumpleaños del fiestero Cepeda Silva.
Corcuera y la plana mayor de la Legión resolvieron no penetrar en las oscuras profundidades del comportamiento de su fundador ni asumieron las consecuencias del mismo. Reniegan de él, en cierto modo, para poner su obra a salvo, pero lo exoneran también al atribuir su conducta a las misteriosas maneras de Dios que escribe derecho en renglones torcidos. Como si las personas no estuvieran dotadas de libre albedrío y por lo tanto de responsabilidad de sus actos proclaman resignadamente que las cosas son como son. Y se proponen el relanzamiento de su misión. Reconocen parcialmente algunos hechos, como la doble vida conyugal de Maciel pero ni siquiera se asoman a la acusación de sus hijos víctimas de abuso sexual paterno. Y piden perdón a los denunciantes desoídos pero no a las víctimas de los desmanes de Maciel, a quienes sólo expresan "dolor y pesar"
El miércoles pasado se cumplieron 30 años del asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de san Salvador: fue muerto en su catedral, en plena misa, hartos los militares de que los instara a dejar de reprimir a su pueblo. Al día siguiente de esa efeméride, que pasó inadvertida en la Iglesia mexicana, otros señores obispos se reunieron para pasarla muy bien, pues viven su ministerio de un modo totalmente distinto al de san Romero como se ha llamado a este mártir de la paz y la justicia. El cardenal Norberto Rivera Carrera fue uno de los principales invitados a la rumbosa fiesta que como todos los años organiza el obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda Silva.
Como suele ocurrir, el jolgorio atrajo presencias que deslumbran a quienes se dejan deslumbrar. El invitado civil más importante era Enrique Peña Nieto, como hace cinco años lo era su tío, el gobernador Arturo Montiel que luego de su refulgencia de ese año se eclipsó camino a la Presidencia, como deseamos que ocurra a su sucesor. El anfitrión que se agasaja a sí mismo no tiene empacho en convertir el seminario de su diócesis -enclavado en san Juan Ixhuatepec, una antigua comarca rural depredada por peligrosas instalaciones industriales-en la mundana sede de una comilona para centenares de personas, crema y nata de los negocios y la política.
Asombra la insensibilidad o la inverecundia de los prelados fiesteros, que se divirtieron como si la tierra no crujiera bajo sus pies. Ya no digamos por la violencia criminal que estalla en el norte del país pero que se expresa también con perfiles de alta peligrosidad en el valle de México. Si sólo les importara lo que ocurre en su entorno puramente eclesiástico, en vez de brindar con tequila por el cumpleaños número 73 del señor obispo, él mismo y el cardenal su amigo y los otros clérigos convidados deberían estar refugiados en el silencio de sus templos, orando por la salvación de su alma y de la Iglesia toda, una iglesia que como escribiera el periodista francés Henri Fesquet, durante décadas corresponsal de Le Monde en el Vaticano, se halla en pecado mortal.
Unos días antes del festín de Cepeda Silva el papa Benedicto XVI había tenido que enfrentar, así fuera tibiamente, el horroroso caso de la iglesia irlandesa, infectada por un aplastante cúmulo de infracciones al amor evangélico cometidas en forma de abuso sexual a menores, perpetrado por sacerdotes que gozaron, y disfrutan todavía porque la comunicación papal del 21 de marzo fue insuficiente, del solapamiento, de la complicidad de sus superiores. El propio obispo de Roma ha sido involucrado en encubrimientos de ese género durante su tiempo al frente de la diócesis de Munich y cuando encabezó la Congregación para la doctrina de la fe, el más importante de los dicasterios de la curia vaticana. Se le imputa, entre otras faltas, haber desoído la denuncia de víctimas del padre Lawrence Morphy, señalado por abusar en Milwaukee de unos doscientos menores sordos durante veinte años, de 1950 a 1970. El caso fue expuesto por The New York Times el miércoles 24, que al día siguiente mereció la facilota, consabida respuesta de L'Osservatore Romano de que se quiere linchar al papa alemán.
Una reacción así, convenenciera y elusiva, sirvió durante mucho tiempo para soslayar imputaciones de pederastia al fundador de la Legión de Cristo y su movimiento de laicos Regnum Christi, Marcial Maciel. A pesar del desdén hacia las denuncias contra el legionario mayor, la evidencia fue pesando tanto que si bien no se le siguió proceso canónico a causa de su edad y condición, se le conminó a dejar la dirección del vasto conglomerado de empresas, instituciones y movimientos y a sólo ejercer en privado su ministerio.
Como no cesaran las revelaciones sobre la múltiple vida de Maciel, el papa Ratzinger se vio en el caso de ordenar hace un año una visita apostólica que ya concluyó en su fase operativa y dará lugar a, por lo menos, comunicaciones como la dirigida a la Iglesia de Irlanda o a una profunda revisión de la estructura y funcionamiento de la Legión de Cristo, que podría llegar a su desarticulación. Para impedirla, en prevención de que se pretendiera llegar a ese extremo como único modo de expiar las culpas del fundador (y, aunque no se reconozca así, la de quienes lo encubrieron dentro y fuera de esa congregación), el director general de los legionarios, Álvaro Corcuera escribió a los suyos una carta y distribuyó un comunicado público a manera de cura en salud. Ambos documentos están fechados el 25 de marzo, día de la Anunciación y día también del cumpleaños del fiestero Cepeda Silva.
Corcuera y la plana mayor de la Legión resolvieron no penetrar en las oscuras profundidades del comportamiento de su fundador ni asumieron las consecuencias del mismo. Reniegan de él, en cierto modo, para poner su obra a salvo, pero lo exoneran también al atribuir su conducta a las misteriosas maneras de Dios que escribe derecho en renglones torcidos. Como si las personas no estuvieran dotadas de libre albedrío y por lo tanto de responsabilidad de sus actos proclaman resignadamente que las cosas son como son. Y se proponen el relanzamiento de su misión. Reconocen parcialmente algunos hechos, como la doble vida conyugal de Maciel pero ni siquiera se asoman a la acusación de sus hijos víctimas de abuso sexual paterno. Y piden perdón a los denunciantes desoídos pero no a las víctimas de los desmanes de Maciel, a quienes sólo expresan "dolor y pesar"
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