Por qué deberíamos desterrar a Carlos Salinas de la vida pública

Denise Dresser

Yo voto por desterrar a Carlos Salinas. No del planeta. Eso no sería amable. Sólo de la vida pública.

Las críticas al expresidente son bien conocidas. Las privatizaciones amañadas y las licitaciones pactadas, el hermano encarcelado y el hermano asesinado, la corrupción familiar y el escándalo que produce, los errores de prediciembre y la crisis devastadora que provocan. Sin embargo, hay quienes piensan que no deberían importarnos esas infracciones menores. ¿Por qué? Porque Salinas es brillante, y México necesita su gran cerebro.

Pero yo quisiera centrar la atención en un aspecto central y a veces olvidado de ese gran cerebro: es una mente que miente. De hecho, no hay una mentira demasiado improbable ni una distorsión demasiado grande para Carlos Salinas. Miente para distraer; miente para llamar la atención; miente para generar un escándalo. Al escucharlo vienen a la mente esas palabras de Maquiavelo: “Durante un largo tiempo no he dicho lo que creo ni he creído lo que digo, y si a veces logro decir la verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil encontrar”. Más que cualquier otro motivo, Salinas miente para enlodar la reputación de Ernesto Zedillo y responsabilizarlo por una crisis que él mismo contribuyó a crear. Miente porque odia, y ese odio lo lleva a ver la maldad en otros mientras es incapaz de reconocerla en sí mismo.

Y como todos los buenos mentirosos, logra que sus mentiras vayan lejos, sean retomadas, sean escuchadas, sean reportadas como si fueran verdad cuando están tan lejos de ella. Para entender la profundidad de la decepción, basta con examinar lo que dijo en un seminario reciente sobre la privatización de la banca y en una entrevista con Ramón Alberto Garza en Reporte Índigo. Allí, Salinas sugiere los siguientes puntos: 1) Es equivocado pensar que la privatización inadecuada de los bancos durante su periodo produjo la crisis, ya que esa vino después; 2) Ernesto Zedillo avaló medidas propuestas por un gobierno extranjero, específicamente las altas tasas de interés; 3) en reuniones “secretas” orquestadas por el entonces secretario del Tesoro, Robert Rubin, Zedillo aceptó una decisión impuesta de afuera y eso llevó a la extranjerización inaceptable de la banca mexicana. Dado lo que se conoce, se sabe, y se ha escrito sobre estos temas, no deja de sorprender el comportamiento de Salinas: sabe que lo que dice no es cierto y aun así lo expresa con la clara intención de engañar. Pero el esfuerzo resulta pueril, y el engaño se vuelve fácil de exponer.

Sobre las causas de la crisis bancaria, de las cuales Salinas no asume responsabilidad, está el texto de Stephen Haber Why The Mexican Banks Do Not Lend: The Mexican Financial System (pp. 206-207), en donde resume el argumento central de la vasta literatura sobre el tema: “Cuando los bancos mexicanos fueron privatizados en 1991, las circunstancias estaban lejos de ser normales. Los bancos tenían incentivos débiles para dar préstamos prudentes porque ni sus directores ni sus accionistas estaban arriesgando su propio capital. El gobierno había permitido que compraran los bancos con fondos que habían pedido prestado de los bancos. La ausencia de monitoreo eficaz implicó que el crédito se expandiera a un ritmo prodigioso (…) Más veloz aun que la expansión del crédito fue el crecimiento de préstamos incobrables (nonperforming loans), y al mismo tiempo los banqueros descubrieron que no podían recobrar el colateral”. En pocas palabras, la ausencia de una regulación adecuada, los estándares laxos, el comportamiento poco profesional y poco transparente de los banqueros –permitido por el gobierno de Salinas– llevó al colapso del sistema bancario y obligó al rescate posterior.

Sobre las supuestas reuniones “secretas” entre el gobierno de Zedillo y las autoridades estadunidenses, basta con leer cuidadosamente las memorias de Robert Rubin, In An Uncertain World: Tough Choices From Wall Street To Washington (pp. 3-25). Salinas se refiere a ellas en sus comentarios recientes, pero tergiversa su contenido. Allí, en efecto, Rubin escribe sobre el viaje de funcionarios del Departamento del Tesoro a México y que “afortunadamente nadie los vio entrando y saliendo de Los Pinos”. Pero Rubin explica que la discreción era necesaria, no porque hubiera negociaciones que Zedillo quería ocultar a la opinión pública mexicana, sino al revés: el gobierno de Clinton no quería que el Congreso de su propio país se enterara, debido a la inmensa oposición política al rescate mexicano. Finalmente Clinton tomó una decisión ejecutiva y decidió otorgarle un préstamo de emergencia a México a pesar de la reticencia del Congreso estadunidense. Salinas intenta manipular lo que ocurrió para deslizar –tramposamente– el argumento de la imposición.

Pero de nuevo, una lectura puntual e intelectualmente honesta del libro de Rubin lleva a conclusiones distintas y más certeras sobre lo que en realidad ocurrió. “A pesar de las reformas en muchas áreas, México había cometido un serio error de política pública al pedir tanto dinero prestado (…) y se había puesto poca atención a los desbalances económicos”. México se enfrentaba a la posibilidad real del colapso total del peso y de la economía, con consecuencias severas y de largo plazo; las autoridades mexicanas habían perdido el control sobre las finanzas del país y no podían salir del hoyo que el gobierno de Salinas había cavado sin la ayuda estadunidense. Guillermo Ortiz le informó a Rubin que México se había quedado sin opciones y que la ayuda del gobierno de Clinton era la única esperanza. A cambio, Rubin pidió –aunque Salinas lo niegue– una serie de cambios específicos y necesarios: una política fiscal y monetaria más fuerte, un tipo de cambio flotante, más transparencia en las finanzas públicas y sí, tasas de interés altas para atraer capital y restablecer la confianza. Sin esas medidas, México no hubiera podido limpiar el tiradero que Salinas dejó tras de sí.

Habría más que aclarar sobre las medias verdades salinistas en torno a los Tesobonos y la famosa reunión del 20 de noviembre de 1994, donde Salinas tomó la decisión –que después resultó fatal– de no devaluar, como lo describen con toda precisión Sam Dillon y Julia Preston en su libro Opening Mexico (pp. 241-245). Y también habría que rebatir su argumento de que la “extranjerización” es el principal problema de la banca mexicana, cuando sigue siendo la falta de competencia y regulación adecuada, al margen de la nacionalidad de sus dueños. Pero no vale la pena hacerlo con el expresidente. Porque usa la inteligencia prodigiosa que tantos le atribuyen tan sólo para sembrar semillas venenosas, deslizar insinuaciones, atizar la xenofobia y apelar a los peores instintos. Y ése es el principal problema. A pesar de su “gran cerebro”, Salinas tiene una relación incómoda con la verdad. Mintió sobre su hermano Raúl. Mintió sobre los zapatistas. Mintió sobre la crisis de 1994. Y por ello ya resulta imposible tomarlo en serio. En lugar de escucharlo o prestarle atención, yo voto por desterrarlo de la vida pública.

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