Sabina Berman
La Iglesia católica anduvo muy animosa y ocupada los meses anteriores en México. Negociando con los presidentes y los gobernadores del PRI y del PAN el control de la maternidad de las mujeres autóctonas. Repartiendo metáforas caninas e infernales para calificar a los homosexuales del país. Y en general gozando el prestigio de ser la última institución nacional con convicciones sobre cómo los mexicanos debemos vivir: paseándose, pues, como un gigante por el Liliput moral que es nuestra clase política. Y entonces le cayó un meteorito encima.
Corrijo: le cayó la segunda familia clandestina de Marcial Maciel. Segunda, puesto que tiene otra en España.
La pareja y los hijos mexicanos del sacerdote asistieron al programa de radio de Carmen Aristegui y ahí contaron larga y penosamente cómo el padre Maciel abusó de dos de ellos, cuando niños.
La reacción de la Iglesia católica mexicana: silencio. La reacción de nuestra clase política: más silencio. La reacción de los Legionarios de Cristo: acusar al hijo primogénito de Maciel de quererles cobrar la herencia que a su decir Maciel había dejado a resguardo con ellos, 6 millones de dólares, más 20 millones de dólares que pidió a cambio de su silencio.
Y la reacción del Vaticano: una petición de paciencia: está por llegar a término la investigación vaticana, no únicamente de la frondosa vida secreta de Maciel, sino de los manejos dudosos del dinero de la orden religiosa, maraña que pone en peligro sus vastas posesiones y esa joya de la corona legionaria que es la Universidad Anáhuac.
Lo que seguirá en cuanto a la pederastia de números asombrosos del padre Maciel es predecible, si es que Benedicto XVI no da un giro a la norma que él mismo estableció cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: con la evidencia de las fechorías de Maciel en la mano, el Papa pedirá disculpas a las víctimas del depredador, declarará su infinito bochorno y dejará al clero mexicano lidiar con las demandas de dinero de las víctimas, suponiendo que nuestro sistema judicial lo obliga a ello, como en otras latitudes ha ocurrido.
Como en tantos otros casos, la Iglesia católica considerará la pederastia de Marcial Maciel como un pecado aislado. Un pecado: una desviación del Bien. O en términos psicoterapéuticos, dialecto que la Iglesia también utiliza para estos casos, como el resultado de una patología mental. Otra vez: como una desviación personal del sacerdote del Bien, es decir, de la salud mental.
De estar vivo y de ser menos conspicuo Maciel, la norma incluiría la confesión del sacerdote de sus pecados a un superior. Hay que precisar: la confesión secreta y sellada por la confidencialidad. Su traslado a otra zona geográfica, donde no se le conociese y no tuviera que pagar las consecuencias penales de su hecho. Y su tratamiento psicoterapéutico. En tanto, la Iglesia tendría que lidiar con las demandas de dinero de las víctimas.
Pero ante la cifra abrumadora de los casos de pederastia detectados en las escuelas y las órdenes católicas, se imponen dos preguntas: ¿Puede seguirse hablando de los actos de pederastia en el seno de la Iglesia como eventos de excepción? ¿O en cambio debemos suponer que hay algo en cómo opera la Iglesia que propicia la pederastia?
Nada escribo acá de la buena fe de los católicos que buscan sabiduría de vida en su religión. Nada, tampoco, de las enseñanzas bíblicas de Jesús. Acá escribo solamente sobre la antiquísma estructura de la institución religiosa.
Una estructura rígidamente autoritaria, donde los feligreses reciben instrucciones para vivir, estrictas e inapelables, de un sacerdote; un sacerdote recibe órdenes del obispo de su zona territorial; el obispo recibe órdenes del arzobispo del país; el arzobispo recibe sus órdenes del Papa; y el Papa, supuestamente, de Dios Padre.
La última monarquía absoluta y por mandato divino del planeta Tierra, donde cada persona está sujeta a su superior inmediato y debe sujetar a su inferior. Una estructura de dominación vertical donde cada persona es como un niño indefenso para con su superior y es como un Dios Padre para su inferior. Y donde la verticalidad depende de la silenciosa obediencia del inferior y su buena fe en que su superior actúa por amor.
Así, exactamente así, dramáticamente así, ocurre en la pederastia.
Un menor deposita su fe en el amor de un mayor del que depende. El mayor acrecienta esta confianza con palabras y tratos cariñosos e incita al menor, en nombre de ese afecto, a conductas que el menor no termina de entender. Caricias, masturbaciones. E instaura la práctica del secreto: Esto queda entre tú y yo. Nadie debe enterarse de ello nunca.
Se conoce qué sucede cuando el secreto se rompe en la relación de pederastia. En principio, el adulto suele negarlo todo y acusar de fantasía morbosa al niño. Si esto no resuelve el escándalo, el adulto suele escindir su culpa: él no es culpable, los culpables son sus instintos irrefrenables, su enfermedad psicológica y/o Satán el Malo que se le metió al cuerpo. Si esto tampoco lo resuelve, el abusador echa la culpa a su víctima: fue seducido por el niño; ahora el niño es el Satán fatal, el Don Juan enano y corruptor. Y en la última etapa de negación, el agresor minimiza los daños que la víctima padece.
Hasta ahora la Iglesia católica ha reaccionado ante sus sacerdotes pederastas protegiéndolos de la ley e identificándose con ellos, al grado de parecer su cómplice en las etapas de su negación.
Primero ha negado el decir de las víctimas. (En el caso de Maciel fueron dos décadas de negación.) Ante la evidencia flagrante, ha escindido la culpa de los victimarios: están sólo enfermos, o en una vida dedicada al Bien han cometido únicamente ese pecado; ergo, deben ocultarse y protegerse y ser atendidos para curarse. (Reléanse las órdenes del Papa Benedicto XVI del año 2006 para con Maciel.) Y por fin, y sólo cuando el reclamo de las víctimas no cesa y la justicia civil la obliga, lo antes escrito: ha aceptado la responsabilidad, ha pagado las sanciones pecuniarias, al tiempo que ha acusado a las víctimas de anticlericales y de agrandar su pesar para extorsionar a la santa institución.
Ya se verá si Benedicto XVI dicta una conducta más compasiva para con las víctimas y ensancha sus miras para examinar cómo la estructura misma de la Iglesia propicia la pederastia. Una estructura autoritaria y envuelta en el secreto.
Por lo pronto, todo es silencio.
La Iglesia católica anduvo muy animosa y ocupada los meses anteriores en México. Negociando con los presidentes y los gobernadores del PRI y del PAN el control de la maternidad de las mujeres autóctonas. Repartiendo metáforas caninas e infernales para calificar a los homosexuales del país. Y en general gozando el prestigio de ser la última institución nacional con convicciones sobre cómo los mexicanos debemos vivir: paseándose, pues, como un gigante por el Liliput moral que es nuestra clase política. Y entonces le cayó un meteorito encima.
Corrijo: le cayó la segunda familia clandestina de Marcial Maciel. Segunda, puesto que tiene otra en España.
La pareja y los hijos mexicanos del sacerdote asistieron al programa de radio de Carmen Aristegui y ahí contaron larga y penosamente cómo el padre Maciel abusó de dos de ellos, cuando niños.
La reacción de la Iglesia católica mexicana: silencio. La reacción de nuestra clase política: más silencio. La reacción de los Legionarios de Cristo: acusar al hijo primogénito de Maciel de quererles cobrar la herencia que a su decir Maciel había dejado a resguardo con ellos, 6 millones de dólares, más 20 millones de dólares que pidió a cambio de su silencio.
Y la reacción del Vaticano: una petición de paciencia: está por llegar a término la investigación vaticana, no únicamente de la frondosa vida secreta de Maciel, sino de los manejos dudosos del dinero de la orden religiosa, maraña que pone en peligro sus vastas posesiones y esa joya de la corona legionaria que es la Universidad Anáhuac.
Lo que seguirá en cuanto a la pederastia de números asombrosos del padre Maciel es predecible, si es que Benedicto XVI no da un giro a la norma que él mismo estableció cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: con la evidencia de las fechorías de Maciel en la mano, el Papa pedirá disculpas a las víctimas del depredador, declarará su infinito bochorno y dejará al clero mexicano lidiar con las demandas de dinero de las víctimas, suponiendo que nuestro sistema judicial lo obliga a ello, como en otras latitudes ha ocurrido.
Como en tantos otros casos, la Iglesia católica considerará la pederastia de Marcial Maciel como un pecado aislado. Un pecado: una desviación del Bien. O en términos psicoterapéuticos, dialecto que la Iglesia también utiliza para estos casos, como el resultado de una patología mental. Otra vez: como una desviación personal del sacerdote del Bien, es decir, de la salud mental.
De estar vivo y de ser menos conspicuo Maciel, la norma incluiría la confesión del sacerdote de sus pecados a un superior. Hay que precisar: la confesión secreta y sellada por la confidencialidad. Su traslado a otra zona geográfica, donde no se le conociese y no tuviera que pagar las consecuencias penales de su hecho. Y su tratamiento psicoterapéutico. En tanto, la Iglesia tendría que lidiar con las demandas de dinero de las víctimas.
Pero ante la cifra abrumadora de los casos de pederastia detectados en las escuelas y las órdenes católicas, se imponen dos preguntas: ¿Puede seguirse hablando de los actos de pederastia en el seno de la Iglesia como eventos de excepción? ¿O en cambio debemos suponer que hay algo en cómo opera la Iglesia que propicia la pederastia?
Nada escribo acá de la buena fe de los católicos que buscan sabiduría de vida en su religión. Nada, tampoco, de las enseñanzas bíblicas de Jesús. Acá escribo solamente sobre la antiquísma estructura de la institución religiosa.
Una estructura rígidamente autoritaria, donde los feligreses reciben instrucciones para vivir, estrictas e inapelables, de un sacerdote; un sacerdote recibe órdenes del obispo de su zona territorial; el obispo recibe órdenes del arzobispo del país; el arzobispo recibe sus órdenes del Papa; y el Papa, supuestamente, de Dios Padre.
La última monarquía absoluta y por mandato divino del planeta Tierra, donde cada persona está sujeta a su superior inmediato y debe sujetar a su inferior. Una estructura de dominación vertical donde cada persona es como un niño indefenso para con su superior y es como un Dios Padre para su inferior. Y donde la verticalidad depende de la silenciosa obediencia del inferior y su buena fe en que su superior actúa por amor.
Así, exactamente así, dramáticamente así, ocurre en la pederastia.
Un menor deposita su fe en el amor de un mayor del que depende. El mayor acrecienta esta confianza con palabras y tratos cariñosos e incita al menor, en nombre de ese afecto, a conductas que el menor no termina de entender. Caricias, masturbaciones. E instaura la práctica del secreto: Esto queda entre tú y yo. Nadie debe enterarse de ello nunca.
Se conoce qué sucede cuando el secreto se rompe en la relación de pederastia. En principio, el adulto suele negarlo todo y acusar de fantasía morbosa al niño. Si esto no resuelve el escándalo, el adulto suele escindir su culpa: él no es culpable, los culpables son sus instintos irrefrenables, su enfermedad psicológica y/o Satán el Malo que se le metió al cuerpo. Si esto tampoco lo resuelve, el abusador echa la culpa a su víctima: fue seducido por el niño; ahora el niño es el Satán fatal, el Don Juan enano y corruptor. Y en la última etapa de negación, el agresor minimiza los daños que la víctima padece.
Hasta ahora la Iglesia católica ha reaccionado ante sus sacerdotes pederastas protegiéndolos de la ley e identificándose con ellos, al grado de parecer su cómplice en las etapas de su negación.
Primero ha negado el decir de las víctimas. (En el caso de Maciel fueron dos décadas de negación.) Ante la evidencia flagrante, ha escindido la culpa de los victimarios: están sólo enfermos, o en una vida dedicada al Bien han cometido únicamente ese pecado; ergo, deben ocultarse y protegerse y ser atendidos para curarse. (Reléanse las órdenes del Papa Benedicto XVI del año 2006 para con Maciel.) Y por fin, y sólo cuando el reclamo de las víctimas no cesa y la justicia civil la obliga, lo antes escrito: ha aceptado la responsabilidad, ha pagado las sanciones pecuniarias, al tiempo que ha acusado a las víctimas de anticlericales y de agrandar su pesar para extorsionar a la santa institución.
Ya se verá si Benedicto XVI dicta una conducta más compasiva para con las víctimas y ensancha sus miras para examinar cómo la estructura misma de la Iglesia propicia la pederastia. Una estructura autoritaria y envuelta en el secreto.
Por lo pronto, todo es silencio.
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