La llama

Rafael Pérez Gay

Mentiría si digo que lo recuerdo nítidamente, pero si hago un esfuerzo y entro al corredor de la memoria, en el patio de la escuela primaria los alumnos comíamos chatarra a manos llenas y no todos éramos gordos. O la comida basura cambió o los mexicanos se transformaron en suecos y perdieron la capacidad para procesar la harina blanca. Los funcionarios de salud han dado la voz de alarma, las autoridades educativas se devanan los sesos: el porcentaje de gordos se ha vuelto incontrolable. Ya lo veo venir, borrarán de la faz de la tierra mexicana el chamoy Miguelito. Fue un milagro, o una mutación genética, la que evitó que no tuviéramos úlcera a los ocho años.

Baratísimo además. Los chicharrones Cazares eran un poco más caros y ciertamente adictivos. Hernández escupía dentro de la bolsa para que nadie le pidiera de sus chicharrones. Pinche Hernández.

Mi padre colaboró de forma definitiva a la cultura de la chatarra. A las siete de la mañana me llevaba a la escuela. En el camino nos deteníamos frente al puesto de jugos de naranja, un mostrador de madera con un mantel de plástico al que el juguero le pasaba, cada dos o tres minutos, un trapo que debió concentrar todas las enfermedades gastrointestinales conocidas. Sé que no me lo van a creer, pero el juguero nos fiaba. No quiero manchar la memoria de mi padre, pero alguna vez entramos en suspensión de pagos. Entonces cambiamos de juguero. Un jugo grande. Estoy seguro que esa bomba en el estómago vacío le parecía a mi papá un sinónimo de salud. Una cuadra adelante, en un estanquillo, dos pituchos, así les decía mi padre a los Gansitos Marinela. Desayuné jugo y pastel durante toda la escuela primaria. Luego, un peso de plata para el recreo. Me angustiaba la idea de que mi papá me abandonara. Un hombre cansado y sin dinero empezaba el día contra la corriente. Me parece que esto ya lo conté en otra página. No lo voy a repetir.

Nunca desayuné en casa. A mi madre nadie la sacaba de la cama antes de las nueve de la mañana, sólo un sismo superior a los seis grados en la escala de Richter podía expulsarla de entre las cobijas antes de la hora en que había terminado el Noticiero Nescafé (¿así se llamaba?) con Zabludovsky y empezaba la gimnasia del profesor Villanowel y Evelyn Lapuente. No sé si ella me gustaba. Los que tengan edad sabrán de qué hablo. Pero me estoy desviando, volvamos a la nutrición.

Mis compañeros llevaban una torta en bolsa de plástico. Mi madre nunca me mandó con torta, sólo me mandaba repleto de consejos terribles. Ten cuidado en el baño, hay mucho piojo no te los vayan a pegar, a veces los maestros quieren tocar a los alumnos a cambio de dulces o algo, un adulto no puede tocar a un niño, eso es lo peor. Me acercaba a la puerta de la escuela aterrado, pero la verdad nunca tuve problemas en el baño, ni piojos, ni adulto alguno intento el abuso sexual conmigo.

Un día descubrí una pequeña llama depresiva dentro de mí, como un piloto encendido. Nunca se apagó, ni se convirtió en fuego. Aprendí a tratar con esa llama. Años después supe que lo que sentía en el recreo era precisamente esa llama. Las peores tortas eran las de huevo frío, ni de chiste se me ocurría pedir una mordida. Las más envidiadas, de jamón y queso, pero contados amigos llevaban esa joya en su mochila. Las de cajeta y mermelada eran las más comunes y, desde luego, las de queso de puerco. En este momento empiezo a sentirme como Juan de Dios Peza, el poeta del hogar. Durante el descanso invertía mi peso de la mejor manera: dos sobres de Miguelito, chicharrones Cazares, un refresco Barrilito, una paleta Mimí y un cucurucho de galletas de bombón. Si esto no es comida chatarra, no sé qué pueda serlo. Toda la escuela, incluyendo a los maestros, comía estos alimentos y el patio no estaba lleno de gordos. Por cierto, a la salida buscábamos al chicharronero, me compraba con los remanentes del peso uno grande con muchísimo chile líquido de ése que mancha para siempre la ropa. A los pobres niños de la actualidad les van a vender en sus cooperativas apio, cien gramos de granola, un yogurt y un jugo de nopal.

Muchos años después de ese patio que ha vuelto como una ráfaga, un adulto con hijos le dijo a mi madre, que nunca en su larga vida pesó más de 52 kilos:

–Mamá, estoy engordando.

–Deja de comer –me respondió.

Hernández escupía en sus chicharrones. Pinche Hernández.

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