John M. Ackerman
México ha vivido tres sombríos lustros sin que la sociedad civil haya podido conseguir victorias palpables. Desde el movimiento que surgió en 1994 a raíz de la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, no hemos vuelto a percibir procesos en los que las fuerzas sociales logren imponer la agenda política y conducir el debate nacional. Sin embargo, hoy como nunca tenemos ante nosotros una coyuntura similar a la de 1994, en la que un nuevo levantamiento social tendría la fuerza suficiente para arrebatar de la misma clase política de siempre el control sobre el destino del país.
En esta ocasión, el terreno más fértil para el despertar de este movimiento renovador de la política nacional proviene de la frontera norte. En lugar de la nueva versión del Ejército Libertador del Sur, hoy podríamos estar en la antesala de la articulación de otra dorada División del Norte.
En 1994, Chiapas y los estados del sur resentían con mayor crudeza los efectos del abandono del campo y el sometimiento de las tradiciones indígenas debido a la imposición del modelo neoliberal a partir de los años ochenta. Hoy, Ciudad Juárez y otras ciudades norteñas desnudan de manera particularmente dolorosa las contradicciones de la “inserción” de México en el “mercado global”, que envía cada vez más mexicanos al subempleo maquilador y al extranjero para trabajar como “ilegales” en condiciones infrahumanas.
En su dinámica política, Chiapas había sido durante mucho tiempo, y realmente sigue siéndolo, ejemplo de una sociedad dominada por caciques y un gobierno de oprobio que ejercía una sistemática violencia de Estado. Hoy, estados del norte como Coahuila, Tamaulipas y Durango todavía ni siquiera conocen los agridulces sabores de la alternancia política, ya que han venido siendo gobernados por el viejo partido de Estado sin interrupción desde la Revolución Mexicana. Otros estados, como Chihuahua y Sonora, que sí han experimentado la alternancia política en sus elecciones locales, todavía se encuentran bajo el férreo control del clientelismo y los caciques locales.
El rechazo actual de los ciudadanos juarenses a la intervención del Ejército en su territorio, y su clara exigencia por encontrar estrategias para lograr la paz y el desarrollo, son muy parecidos a aquellas demandas de los zapatistas y de la sociedad civil de mediados de los noventa en Chiapas. Aquella imagen que dio la vuelta al mundo con las mujeres indígenas de la Selva Lacandona repeliendo con nada más que sus gritos, sus manos y toda su dignidad el avance del Ejército en sus territorios, es hoy revivida por la señora Luz María Dávila, quien con toda la fuerza de su indignación se ha atrevido a confrontar públicamente a Felipe Calderón.
Del mismo modo en que los indígenas chiapanecos llegaron a un punto límite que los llevó a dejar de seguir soportando sin respuesta la muerte, la violencia y los despojos cotidianos, hoy los jóvenes, mujeres, universitarios y trabajadores de Ciudad Juárez empiezan a perderle el miedo a la participación política y exigen soluciones inmediatas al deterioro social de la frontera norte.
Existen, desde luego, un par de diferencias radicales entre la Selva Lacandona en 1994 y la Ciudad Juárez de nuestros días. Por un lado, los valores, la unión y dignidad de los pueblos indígenas, así como el carisma y liderazgo del Subcomandante Marcos y los comandantes de las comunidades, imprimieron un sentido democrático y una dirección clara a aquel emergente movimiento social y político. En Juárez aún no ha surgido un sujeto social con las mismas características. Además, la destrucción del tejido social a lo largo de la frontera norte hace que el trabajo de construcción de un auténtico movimiento social similar a la experiencia en Chiapas enfrente retos particularmente pronunciados.
Por otro lado, un eventual movimiento en la frontera norte inspirado en la experiencia de los zapatistas de ninguna manera podría incluir el elemento de la resistencia armada. Dada la situación de violencia generalizada que se vive en la zona y el abuso de la fuerza que predomina tanto entre los narcotraficantes como por parte de las fuerzas del Estado, el movimiento tendría que ser totalmente pacífico. La paz y la justicia tendrían que ser sus principales banderas de lucha, tal y como éstas llegaron a ser las causas principales del zapatismo civil.
La visita hace dos semanas a la Ciudad de México de las viudas y huérfanos de la “guerra contra las drogas” de Ciudad Juárez, acompañados de jóvenes y profesores universitarios de aquella región, representa el primer paso de lo que podría llegar a ser un vasto movimiento por la renovación de la política a nivel nacional. Por el bien de la democracia y el desarrollo social en México, esperemos que esta acción ciudadana tome vuelo pronto y que el general Pancho Villa y sus dorados aprovechen la celebración del centenario de la Revolución para ayudarnos a ver su legado, tal y como lo hiciera el general Emiliano Zapata en 1994.
México ha vivido tres sombríos lustros sin que la sociedad civil haya podido conseguir victorias palpables. Desde el movimiento que surgió en 1994 a raíz de la rebelión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, no hemos vuelto a percibir procesos en los que las fuerzas sociales logren imponer la agenda política y conducir el debate nacional. Sin embargo, hoy como nunca tenemos ante nosotros una coyuntura similar a la de 1994, en la que un nuevo levantamiento social tendría la fuerza suficiente para arrebatar de la misma clase política de siempre el control sobre el destino del país.
En esta ocasión, el terreno más fértil para el despertar de este movimiento renovador de la política nacional proviene de la frontera norte. En lugar de la nueva versión del Ejército Libertador del Sur, hoy podríamos estar en la antesala de la articulación de otra dorada División del Norte.
En 1994, Chiapas y los estados del sur resentían con mayor crudeza los efectos del abandono del campo y el sometimiento de las tradiciones indígenas debido a la imposición del modelo neoliberal a partir de los años ochenta. Hoy, Ciudad Juárez y otras ciudades norteñas desnudan de manera particularmente dolorosa las contradicciones de la “inserción” de México en el “mercado global”, que envía cada vez más mexicanos al subempleo maquilador y al extranjero para trabajar como “ilegales” en condiciones infrahumanas.
En su dinámica política, Chiapas había sido durante mucho tiempo, y realmente sigue siéndolo, ejemplo de una sociedad dominada por caciques y un gobierno de oprobio que ejercía una sistemática violencia de Estado. Hoy, estados del norte como Coahuila, Tamaulipas y Durango todavía ni siquiera conocen los agridulces sabores de la alternancia política, ya que han venido siendo gobernados por el viejo partido de Estado sin interrupción desde la Revolución Mexicana. Otros estados, como Chihuahua y Sonora, que sí han experimentado la alternancia política en sus elecciones locales, todavía se encuentran bajo el férreo control del clientelismo y los caciques locales.
El rechazo actual de los ciudadanos juarenses a la intervención del Ejército en su territorio, y su clara exigencia por encontrar estrategias para lograr la paz y el desarrollo, son muy parecidos a aquellas demandas de los zapatistas y de la sociedad civil de mediados de los noventa en Chiapas. Aquella imagen que dio la vuelta al mundo con las mujeres indígenas de la Selva Lacandona repeliendo con nada más que sus gritos, sus manos y toda su dignidad el avance del Ejército en sus territorios, es hoy revivida por la señora Luz María Dávila, quien con toda la fuerza de su indignación se ha atrevido a confrontar públicamente a Felipe Calderón.
Del mismo modo en que los indígenas chiapanecos llegaron a un punto límite que los llevó a dejar de seguir soportando sin respuesta la muerte, la violencia y los despojos cotidianos, hoy los jóvenes, mujeres, universitarios y trabajadores de Ciudad Juárez empiezan a perderle el miedo a la participación política y exigen soluciones inmediatas al deterioro social de la frontera norte.
Existen, desde luego, un par de diferencias radicales entre la Selva Lacandona en 1994 y la Ciudad Juárez de nuestros días. Por un lado, los valores, la unión y dignidad de los pueblos indígenas, así como el carisma y liderazgo del Subcomandante Marcos y los comandantes de las comunidades, imprimieron un sentido democrático y una dirección clara a aquel emergente movimiento social y político. En Juárez aún no ha surgido un sujeto social con las mismas características. Además, la destrucción del tejido social a lo largo de la frontera norte hace que el trabajo de construcción de un auténtico movimiento social similar a la experiencia en Chiapas enfrente retos particularmente pronunciados.
Por otro lado, un eventual movimiento en la frontera norte inspirado en la experiencia de los zapatistas de ninguna manera podría incluir el elemento de la resistencia armada. Dada la situación de violencia generalizada que se vive en la zona y el abuso de la fuerza que predomina tanto entre los narcotraficantes como por parte de las fuerzas del Estado, el movimiento tendría que ser totalmente pacífico. La paz y la justicia tendrían que ser sus principales banderas de lucha, tal y como éstas llegaron a ser las causas principales del zapatismo civil.
La visita hace dos semanas a la Ciudad de México de las viudas y huérfanos de la “guerra contra las drogas” de Ciudad Juárez, acompañados de jóvenes y profesores universitarios de aquella región, representa el primer paso de lo que podría llegar a ser un vasto movimiento por la renovación de la política a nivel nacional. Por el bien de la democracia y el desarrollo social en México, esperemos que esta acción ciudadana tome vuelo pronto y que el general Pancho Villa y sus dorados aprovechen la celebración del centenario de la Revolución para ayudarnos a ver su legado, tal y como lo hiciera el general Emiliano Zapata en 1994.
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