El lavadero

Porfirio Muñoz Ledo

Como escandalosa parodia de un antiguo refrán, ahora la ropa sucia se lava en la Cámara de Diputados. En súbito reventar de vísceras, legisladores sometidos a un silencio complaciente —que habían venido difiriendo el debate político— exhibieron el sesgo patibulario de la clase dirigente y la insondable crisis de legitimidad que sufre el país.

Hube de exigir con energía que cese la degradación pública. No pude menos que recordar el espléndido relato, “Radiografía de un instante”, que narra la intentona del coronel Tejero en las Cortes españolas y sugerir que estamos realizando el sueño de los poderes fácticos: el desprestigio absoluto de la representación política y parecemos empeñarnos en cancelar la vía electoral.

La prolija y desbordada discusión será recogida por la historia. Entre confesiones a medias y mentiras completas emergió una gran verdad, hasta hoy celosamente resguardada: que por supuestas razones de “estabilidad” y evidentes conveniencias mutuas, el PRI y el PAN se coludieron en 2006 para convalidar elecciones fraudulentas y “sentar en la silla” a quien no había ganado en las urnas.

La devolución del favor recibido en 1988 nos ha colocado de nuevo al margen de la ley. Mal podríamos demandar la vigencia del estado de derecho si el poder público se ha erigido mediante violación constitucional. Por elemental congruencia deberíamos sacar las conclusiones de lo revelado: la reparación del daño mediante la derogación, tanto de los impuestos convenidos como la del impuesto en Los Pinos. La restauración también de la compañía de Luz y de la huelga minera.

De pactos y entrevistas secretas está pavimentada la falsificación del sufragio y la decadencia política. No había sin embargo ocurrido que se hicieran por escrito, imitando torpemente la consagración jurídica de las uniones libres. En el caso es infantilismo y —esperemos— autodescalificación electoral. Es también constancia de ilegalidad que debiera ser investigada por la autoridad competente.

Sería menester reconstruir la moral de la nación. En cualquier democracia habría motivos de sobra para que cayera un gobierno. Si aún no se legisla sobre la revocación del mandato están abiertos los caminos del juicio político y de la renuncia por causa de fuerza mayor. La Constitución prevé en esos supuestos la instauración —por mayoría de dos tercios— de un Ejecutivo de unidad nacional.

Si los acuerdos y cochupos se tejieron en aras de la gobernabilidad, ésta se ha quebrado por la ruptura de la “pecaminosa” alianza. En la circunstancia, el gobierno carece del oscuro respaldo que le otorgaba vida artificial. Pero si las partes optaran por olvidar la injuria y volver al amasiato, el agravio a los ciudadanos sería mayor. No es posible demandar obediencia desde el descaro y la violación del orden legal.

México no tiene por qué padecer más el desgobierno que lo ha lanzado por la pendiente del precipicio económico, la violencia institucionalizada, la pérdida de la esperanza y la disolución de la identidad nacional. Aplazar el rescate del país hasta el 2012 sería suicida. Nada hace pensar que lo resistiríamos. Asomó además la amenaza expresa de mantener el secuestro de la autoridad y contrariar otra vez la voluntad popular.

La reforma política propuesta ha perecido por descrédito antes de nacer: sus motivaciones verdaderas y ridículos alcances están a la vista. De igual modo, los procedimientos antidemocráticos, cupulares y tramposos por los que sería adoptada. Resultaría un engendro —fruto de la violación— aún más deforme que el bebé de Rosemary.

La cita es hoy: en 2010. La digna celebración que aguardan nuestros festejos centenarios. A despecho de los dirigentes que lo han engañado, el Congreso —en tanto depósito último de una legitimidad vulnerada— debiera recuperar su tarea histórica: ejercer los atributos de la soberanía y desencadenar un proceso constituyente para la salvación de la República.

Diputado federal (PT)

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