Gregorio Ortega Molina
El pasado inmediato de los actores políticos no debe olvidarse. Diódoro Carrasco y Javier Lozano son cómplices, por ello entraron con idénticos derechos y con el mismo pie a Acción Nacional, porque por instrucciones directas del entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo, entregaron toda su capacidad y todos los recursos del Estado al triunfo electoral de Vicente Fox.
Lozano podrá argumentar que él ya no estaba -al momento de depositarse el voto en las urnas- en la subsecretaría de Información de la Secretaría de Gobernación, porque supuestamente hizo campaña proselitista como candidato a diputado federal por algún distrito poblano, cuando en realidad supo que perdería con la anticipación debida, dado que su voluntad y su corazón ya se habían pintado a rayas blancas y azules. Carrasco y Lozano han sido retribuidos con creces, pero al menos el último no parece satisfecho, aspira a la candidatura presidencial por encima de los descalabros que pueda sufrir su propuesta de reforma laboral.
El cinismo del secretario del Trabajo, Javier Lozano, es colindante con la insolencia que suele caracterizar a ciertos hombres que conquistan una parcela de poder sin mucho esfuerzo. Sustentemos la hipótesis del aserto en sus propias palabras: “Pregúntenle a los jóvenes, a las mujeres, a los adultos mayores de 40 años, que luego por falta de capacitación no les dan empleo, ¿qué prefieren? ¿Ponerse a prueba para demostrar que sí pueden; decir ‘yo me someto a la capacitación’ (…) trabajar tres días a la semana en un centro turístico o que no haya empleos?”, dijo en conferencia de prensa, con ese tono y ese desparpajo que lo convierten en el verdugo idóneo de lo que queda de la política laboral del priismo, esa praxis política que lo vio nacer, la respiró y estudió en su hogar, a pesar de que hoy reniegue de ella.
Veamos, ¿estaría dispuesto el secretario Lozano Alarcón cursar una capacitación y someterse a prueba para ver si es apto para ser candidato a la presidencia de la República? ¿Alguna vez en su meteórica y ascendente carrera política como subsecretario, candidato fallido a diputado, asesor del candidato Calderón Hinojosa y hoy secretario del Trabajo, fue sometido a prueba alguna para medir su capacitación, o logró los cargos por ser amigo de quien lo designaba?
¿Qué dejó de memorable, de aleccionador políticamente y desde el punto de vista de la administración pública, a su paso por las secretarías de Comunicaciones y Transportes y de Gobernación? ¿En qué medida su paso por el PRI dinamizó a ese partido, como para que mereciera ser llamado a Acción Nacional?
Su desempeño como secretario del Trabajo no es precisamente pulcro y edificante, pues se ha mostrado incapaz de resolver los problemas del sindicato de mineros, su participación en la liquidación de Luz y Fuerza del Centro se ha beneficiado del imparable transcurso del tiempo y del agotamiento de la sociedad, pero no fue hecha con la limpieza política con la que debió haberse operado, y en cuanto a la política de pleno empleo no se ha visto el destello de imaginación creativa ni el trabajo político con las secretarías de Hacienda y Economía, para aprovechar una mínima parte de esas reservas históricas que tanto enorgullecen al actual gobierno, pero que tanta pobreza cuestan al país.
Todo indica que debió hablarse de la reforma laboral antes de la visita que hará Hillary Clinton, y antes de la reunión de los presidentes de México y Estados Unidos, pues como apuntó Viviane Forrester hace más de una década, pareciera que los integrantes del gabinete económico mexicano han terminado por entender que “el mundo que se instala bajo el signo de la cibernética, la automatización y las tecnologías revolucionarias, y que desde ahora ejerce el poder, parece zafarse, parapetarse en zonas herméticas, casi esotéricas. Ha dejado de ser sincrónico con nosotros. Y desde luego no tiene vínculos reales con el "mundo del trabajo" que ha dejado de serle útil y que, cuando alcanza a vislumbrarlo, le parece un parásito irritante caracterizado por su presencia molesta, sus desastres embarazosos, su obstinación irracional en querer existir”; para comprender lo anterior, Javier Lozano sólo necesita hacer un repaso de cómo ha ido la huelga en Cananea.
El dilema es perverso. El consenso de Washington, la integración comercial, la globalización, el desplazamiento de los grupos de poder y la llegada de nuevos capitostes económicos identificados como poderes fácticos, han insertado a México en una dinámica de cambio, de transformación y de transgresión de sus valores históricos de la cual no puede sustraerse, pero para cuya culminación -lo que no significa que del otro lado esté la panacea del bienestar social y económico- se requiere de verdugos políticos y administrativos como Javier Lozano; verdugos que precisamente por las tareas a ellos exigidas, parecieran no tener futuro.
El pasado inmediato de los actores políticos no debe olvidarse. Diódoro Carrasco y Javier Lozano son cómplices, por ello entraron con idénticos derechos y con el mismo pie a Acción Nacional, porque por instrucciones directas del entonces presidente de la República, Ernesto Zedillo, entregaron toda su capacidad y todos los recursos del Estado al triunfo electoral de Vicente Fox.
Lozano podrá argumentar que él ya no estaba -al momento de depositarse el voto en las urnas- en la subsecretaría de Información de la Secretaría de Gobernación, porque supuestamente hizo campaña proselitista como candidato a diputado federal por algún distrito poblano, cuando en realidad supo que perdería con la anticipación debida, dado que su voluntad y su corazón ya se habían pintado a rayas blancas y azules. Carrasco y Lozano han sido retribuidos con creces, pero al menos el último no parece satisfecho, aspira a la candidatura presidencial por encima de los descalabros que pueda sufrir su propuesta de reforma laboral.
El cinismo del secretario del Trabajo, Javier Lozano, es colindante con la insolencia que suele caracterizar a ciertos hombres que conquistan una parcela de poder sin mucho esfuerzo. Sustentemos la hipótesis del aserto en sus propias palabras: “Pregúntenle a los jóvenes, a las mujeres, a los adultos mayores de 40 años, que luego por falta de capacitación no les dan empleo, ¿qué prefieren? ¿Ponerse a prueba para demostrar que sí pueden; decir ‘yo me someto a la capacitación’ (…) trabajar tres días a la semana en un centro turístico o que no haya empleos?”, dijo en conferencia de prensa, con ese tono y ese desparpajo que lo convierten en el verdugo idóneo de lo que queda de la política laboral del priismo, esa praxis política que lo vio nacer, la respiró y estudió en su hogar, a pesar de que hoy reniegue de ella.
Veamos, ¿estaría dispuesto el secretario Lozano Alarcón cursar una capacitación y someterse a prueba para ver si es apto para ser candidato a la presidencia de la República? ¿Alguna vez en su meteórica y ascendente carrera política como subsecretario, candidato fallido a diputado, asesor del candidato Calderón Hinojosa y hoy secretario del Trabajo, fue sometido a prueba alguna para medir su capacitación, o logró los cargos por ser amigo de quien lo designaba?
¿Qué dejó de memorable, de aleccionador políticamente y desde el punto de vista de la administración pública, a su paso por las secretarías de Comunicaciones y Transportes y de Gobernación? ¿En qué medida su paso por el PRI dinamizó a ese partido, como para que mereciera ser llamado a Acción Nacional?
Su desempeño como secretario del Trabajo no es precisamente pulcro y edificante, pues se ha mostrado incapaz de resolver los problemas del sindicato de mineros, su participación en la liquidación de Luz y Fuerza del Centro se ha beneficiado del imparable transcurso del tiempo y del agotamiento de la sociedad, pero no fue hecha con la limpieza política con la que debió haberse operado, y en cuanto a la política de pleno empleo no se ha visto el destello de imaginación creativa ni el trabajo político con las secretarías de Hacienda y Economía, para aprovechar una mínima parte de esas reservas históricas que tanto enorgullecen al actual gobierno, pero que tanta pobreza cuestan al país.
Todo indica que debió hablarse de la reforma laboral antes de la visita que hará Hillary Clinton, y antes de la reunión de los presidentes de México y Estados Unidos, pues como apuntó Viviane Forrester hace más de una década, pareciera que los integrantes del gabinete económico mexicano han terminado por entender que “el mundo que se instala bajo el signo de la cibernética, la automatización y las tecnologías revolucionarias, y que desde ahora ejerce el poder, parece zafarse, parapetarse en zonas herméticas, casi esotéricas. Ha dejado de ser sincrónico con nosotros. Y desde luego no tiene vínculos reales con el "mundo del trabajo" que ha dejado de serle útil y que, cuando alcanza a vislumbrarlo, le parece un parásito irritante caracterizado por su presencia molesta, sus desastres embarazosos, su obstinación irracional en querer existir”; para comprender lo anterior, Javier Lozano sólo necesita hacer un repaso de cómo ha ido la huelga en Cananea.
El dilema es perverso. El consenso de Washington, la integración comercial, la globalización, el desplazamiento de los grupos de poder y la llegada de nuevos capitostes económicos identificados como poderes fácticos, han insertado a México en una dinámica de cambio, de transformación y de transgresión de sus valores históricos de la cual no puede sustraerse, pero para cuya culminación -lo que no significa que del otro lado esté la panacea del bienestar social y económico- se requiere de verdugos políticos y administrativos como Javier Lozano; verdugos que precisamente por las tareas a ellos exigidas, parecieran no tener futuro.
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