Ebrard y el narco

Jorge Carrasco Araizaga

El Distrito Federal no ha sido ajeno a la presencia de narcotraficantes. Por años, ha sido lugar de encuentro, de negocios, de paso o refugio de grupos dedicados a la delincuencia organizada.

Hace más de una década se consolidó como un mercado de consumo y distribución de drogas, en un acuerdo tácito entre las distintas organizaciones para surtir a la capital del país sin generar mayores conflictos entre ellas con el propósito de asegurar sus ingresos.

Como en el resto del país, han contado con la protección de autoridades y elementos de corporaciones federales y policías locales. Los primeros han permitido el ingreso de la droga y los segundos garantizan su venta en las numerosas “tienditas” establecidas en cientos de casas de la capital, en restaurantes, bares, puestos ambulantes y cualquier zona controlada por narcomenudistas. No hay delegación política exenta.

En la protección también participan autoridades delegacionales, quienes tienen la información de primera mano sobre los lugares de venta y distribución de drogas.

Ese “equilibrio mafioso” entre los propios cárteles y con las autoridades de los distintos niveles de gobierno parece haberse roto.

El pasado 11 de marzo, en el Eje 1 Norte, a la altura de la colonia Moctezuma, delegación Venustiano Carranza, apareció una manta que anunció la llegada de Los Zetas al Distrito Federal.

“Venimos por la plaza, la tierra no es de quien la trabaja, sino de nosotros, venimos por las chivas, aquí no queremos ratas”, decía la manta firmada por el cártel que tiene fuerte presencia en estados del país, particularmente del Golfo.

La manta atribuida a Los Zetas parecería una respuesta al establecimiento de La Familia Michoacana en el Valle de México. Enfrentados en la región centro del país, en especial en Michoacán y El Bajío, esos grupos aparentemente estarían dispuestos a hacer del Distrito Federal un campo más de su enfrentamiento, aunque desde 2007 hay muestras violentas de su presencia en los alrededores de la capital.

Una confrontación entre cárteles en el Distrito Federal sería potencialmente más dañina que la que ocurre en el resto del país. Para empezar, porque el número de víctimas podría ser mayor en caso de que los choques ocurrieran en zonas concurridas, como ha pasado en Michoacán, Sinaloa, Tamaulipas, Coahuila y muchos otros lugares.

Los efectos en la población serían devastadores, como ha ocurrido en todos aquellos lugares donde se ha impuesto el miedo y el silencio.

En segundo lugar, sería la coronación de la escalada de violencia desatada por la “estrategia” de Felipe Calderón. Llegar a la capital del país representaría la consumación del desafío al Estado, pues prácticamente se colocarían frente a los poderes políticos y económicos del país. Más aún, frente al Ejército.

Ya lo hicieron en Nuevo León y el Estado de México, las economías más importantes del país después de la capital.

El jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, no puede asumir la misma actitud de muchos gobernadores que se han entregado a la Federación al ver su territorio encendido por la violencia, con el argumento de que es un asunto federal.

Ebrard fue jefe de la policía local, cuenta con sofisticados sistemas de inteligencia y sabe la inestabilidad política que generaría en la capital una guerra entre narcos en el territorio capitalino.

Si los cárteles aplicaran en el Distrito Federal el mismo método que han usado en el interior del país, cualquier grupo que se quisiera establecer violentamente lo primero que haría es ir en contra de los policías colaboradores del grupo contrario. Esa lógica explica el asesinato de tantos uniformados estatales y municipales en todo el país.

Ebrard sabe qué elementos de sus policías –Auxiliar, de Seguridad Pública, Bancaria y Judicial– están y han estado involucrados con el narco. Dejar las cosas a la inercia de la violencia, lo haría también responsable de los efectos negativos del narcotráfico para la capital.

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