Alejandro Nadal
En diciembre el Banco de México reveló que las reservas internacionales alcanzaron su nivel más alto: 90.000 millones de dólares (mmdd). La gente se pregunta: ¿cómo puede un país que sufre una terrible crisis económica, que tiene saldos negativos en las cuentas externas y cuyas finanzas públicas acusan un serio desequilibrio, acumular reservas históricas?
La explicación se encuentra en la naturaleza y funcionamiento de una economía abierta. Los flujos de capital hacia una economía que garantiza una mejor recompensa son la clave para explicar el brutal contraste entre los pésimos indicadores de la economía mexicana y lo que podría antojarse como un buen resultado macroeconómico, el aumento en las reservas en el banco central.
Una parte sustancial de esas reservas se debe a la entrada de capitales. Por ejemplo, datos de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores revelan que la inversión de no residentes en títulos de renta variable ascendió en noviembre de 2009 a 132 mmdd, en contraste con 105 mmdd en junio. Esta inversión en cartera es sólo una parte de los flujos de capital colocados en el espacio económico mexicano en busca de una rentabilidad superior a la ofrecida por las principales economías capitalistas, que hoy mantienen posturas de política monetaria con tasas de interés cero (Estados Unidos) o muy bajas (Unión Europea) para contrarrestar la crisis.
Pero, ¿qué no es algo bueno la entrada de capitales? Para la teoría macroeconómica detrás del modelo neoliberal, la libre movilidad de capitales canaliza el ahorro donde más se necesita, financia las importaciones, incrementa la inversión, el crecimiento y el empleo. Pero la realidad es que esa teoría está basada en nociones equivocadas sobre la relación entre ahorro e inversión, así como sobre la dinámica del modelo de economía abierta.
En realidad los flujos de capital tienen varios efectos desestabilizadores. Entre otras cosas, contribuyen a apreciar el tipo de cambio en el preciso momento en que se necesita un ajuste para corregir el desequilibrio externo. En lugar de premiar las importaciones y castigar las exportaciones, los flujos de capital profundizan el desequilibrio externo.
Además, la estabilidad del tipo de cambio se convierte en una prioridad clave de política macroeconómica. La inversión de cartera espera y exige que el tipo de cambio se mantenga estable, pues de lo contrario sufriría atroces pérdidas.
Surge así una tríada de prioridades para que el capital financiero se sienta a gusto. Primero, mantener una rentabilidad adecuada para los flujos de capital (lo que implica altas tasas de interés). Segundo, el tipo de cambio debe mantenerse estable. Tercero, la inflación debe controlarse por encima de cualquier otra consideración. Por cierto, es preciso esterilizar esos flujos para controlar la oferta monetaria, lo que entraña un costo financiero no despreciable. Y lo más grave es que la esterilización destruye el proceso de ajuste, mantiene alta la tasa de interés y fomenta más entrada de capitales en lo que constituye un círculo vicioso.
Todo esto es conocido: nada cambió en el modelo que provocó la crisis de 1995. Permanecen la mismas contradicciones. Si los capitales golondrinos comienzan a abrigar dudas sobre la estabilidad cambiaria, pondrán pies en polvorosa, tal y como han hecho en innumerables ocasiones, detonando otra crisis financiera. Y si actualmente el riesgo de una explosión devaluatoria no es tan grave, las cosas se pueden poner color de hormiga si el desequilibrio externo se intensifica (hoy el déficit externo es moderado porque el colapso del PIB ha frenado las importaciones).
Así comienza el año con una nueva oleada de alzas en impuestos y en las tarifas y precios de bienes y servicios proporcionados por el sector público. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el agujero de las finanzas públicas es visto como una amenaza para los equilibrios macroeconómicos. En especial, un déficit abultado en las finanzas del gobierno es interpretado como una fuente de presiones inflacionarias, lo que asusta al capital financiero. No importa que esos impuestos y los aumentos de precios y tarifas agraven la recesión y hagan más difícil la recuperación. Lo primero son las expectativas inflacionarias de los dueños del capital financiero.
En conclusión, la economía mexicana está organizada para servir y recompensar al capital financiero. Por eso la Secretaría de Hacienda y el Banco de México mantienen esta infausta política macroeconómica recesiva. No importa que aumente la pobreza, que se sacrifiquen empleos, que el paisaje agrícola se convierta en un páramo, que la industria se encuentre en ruinas, que el gasto en educación permanezca estancado o que el medio ambiente sea un desastre. Las prioridades son la rentabilidad para los flujos de capital, el tipo de cambio estable para tranquilizarlos, y la inflación bajo control para dulcificar su existencia. México sigue siendo laboratorio y ejemplo negativo para el mundo.
En diciembre el Banco de México reveló que las reservas internacionales alcanzaron su nivel más alto: 90.000 millones de dólares (mmdd). La gente se pregunta: ¿cómo puede un país que sufre una terrible crisis económica, que tiene saldos negativos en las cuentas externas y cuyas finanzas públicas acusan un serio desequilibrio, acumular reservas históricas?
La explicación se encuentra en la naturaleza y funcionamiento de una economía abierta. Los flujos de capital hacia una economía que garantiza una mejor recompensa son la clave para explicar el brutal contraste entre los pésimos indicadores de la economía mexicana y lo que podría antojarse como un buen resultado macroeconómico, el aumento en las reservas en el banco central.
Una parte sustancial de esas reservas se debe a la entrada de capitales. Por ejemplo, datos de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores revelan que la inversión de no residentes en títulos de renta variable ascendió en noviembre de 2009 a 132 mmdd, en contraste con 105 mmdd en junio. Esta inversión en cartera es sólo una parte de los flujos de capital colocados en el espacio económico mexicano en busca de una rentabilidad superior a la ofrecida por las principales economías capitalistas, que hoy mantienen posturas de política monetaria con tasas de interés cero (Estados Unidos) o muy bajas (Unión Europea) para contrarrestar la crisis.
Pero, ¿qué no es algo bueno la entrada de capitales? Para la teoría macroeconómica detrás del modelo neoliberal, la libre movilidad de capitales canaliza el ahorro donde más se necesita, financia las importaciones, incrementa la inversión, el crecimiento y el empleo. Pero la realidad es que esa teoría está basada en nociones equivocadas sobre la relación entre ahorro e inversión, así como sobre la dinámica del modelo de economía abierta.
En realidad los flujos de capital tienen varios efectos desestabilizadores. Entre otras cosas, contribuyen a apreciar el tipo de cambio en el preciso momento en que se necesita un ajuste para corregir el desequilibrio externo. En lugar de premiar las importaciones y castigar las exportaciones, los flujos de capital profundizan el desequilibrio externo.
Además, la estabilidad del tipo de cambio se convierte en una prioridad clave de política macroeconómica. La inversión de cartera espera y exige que el tipo de cambio se mantenga estable, pues de lo contrario sufriría atroces pérdidas.
Surge así una tríada de prioridades para que el capital financiero se sienta a gusto. Primero, mantener una rentabilidad adecuada para los flujos de capital (lo que implica altas tasas de interés). Segundo, el tipo de cambio debe mantenerse estable. Tercero, la inflación debe controlarse por encima de cualquier otra consideración. Por cierto, es preciso esterilizar esos flujos para controlar la oferta monetaria, lo que entraña un costo financiero no despreciable. Y lo más grave es que la esterilización destruye el proceso de ajuste, mantiene alta la tasa de interés y fomenta más entrada de capitales en lo que constituye un círculo vicioso.
Todo esto es conocido: nada cambió en el modelo que provocó la crisis de 1995. Permanecen la mismas contradicciones. Si los capitales golondrinos comienzan a abrigar dudas sobre la estabilidad cambiaria, pondrán pies en polvorosa, tal y como han hecho en innumerables ocasiones, detonando otra crisis financiera. Y si actualmente el riesgo de una explosión devaluatoria no es tan grave, las cosas se pueden poner color de hormiga si el desequilibrio externo se intensifica (hoy el déficit externo es moderado porque el colapso del PIB ha frenado las importaciones).
Así comienza el año con una nueva oleada de alzas en impuestos y en las tarifas y precios de bienes y servicios proporcionados por el sector público. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que el agujero de las finanzas públicas es visto como una amenaza para los equilibrios macroeconómicos. En especial, un déficit abultado en las finanzas del gobierno es interpretado como una fuente de presiones inflacionarias, lo que asusta al capital financiero. No importa que esos impuestos y los aumentos de precios y tarifas agraven la recesión y hagan más difícil la recuperación. Lo primero son las expectativas inflacionarias de los dueños del capital financiero.
En conclusión, la economía mexicana está organizada para servir y recompensar al capital financiero. Por eso la Secretaría de Hacienda y el Banco de México mantienen esta infausta política macroeconómica recesiva. No importa que aumente la pobreza, que se sacrifiquen empleos, que el paisaje agrícola se convierta en un páramo, que la industria se encuentre en ruinas, que el gasto en educación permanezca estancado o que el medio ambiente sea un desastre. Las prioridades son la rentabilidad para los flujos de capital, el tipo de cambio estable para tranquilizarlos, y la inflación bajo control para dulcificar su existencia. México sigue siendo laboratorio y ejemplo negativo para el mundo.
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