Arnaldo Córdova
Creo que, en su momento, fueron muy pocos los que entendieron por qué Salinas presentó su iniciativa de reforma del artículo 130 constitucional (que instituye las relaciones del Estado laico con las iglesias), entre ellos, sin duda alguna, debieron estar los altos jerarcas de la Iglesia católica. El era un genuino admirador de la llamada revolución derechista que surgió en Estados Unidos en los años setenta y que acabó llevando al poder a Ronald Reagan. Sabía que en esa revolución las elites protestantes habían sido decisivas y, al parecer, no deseaba que en México ocurriera algo así; pero las elecciones de 1988 lo decidieron a levantar un bloque de derecha que se opusiera a una izquierda emergente que parecía demasiado peligrosa en los marcos de la reforma política.
Salinas siempre lo negó, pero en aquellos tiempos, resultaba evidente que él había estado en una larga tratativa con los obispos para dar forma al cambio constitucional que se buscaba desde el gobierno. Lo que no era tan claro era el alcance que tendría en la vida pública del país dicha reforma. Salinas tenía su propia versión de una revolución derechista para México: la personificarían dos fuerzas políticas que, a él le resultaba, estaban más cerca de lo que la historia podía suponer, el PRI en el poder y el PAN en la oposición, siempre en clave antiizquierdista. Con el tiempo se pudo comprender que en esa alianza derechista la Iglesia católica no podía quedar fuera y que ése era, justamente, el fin de la reforma de 1992 al 130.
Quedó claro que en esos convenios los jerarcas eclesiásticos le exigieron a Salinas más de lo que él estaba dispuesto a concederles. Ya era mucho que de nuevo se volviera a reconocer constitucionalmente a las iglesias como personas morales, cuando esa definición se les había negado en el texto original de la actual Carta Magna. La enseña de los obispos católicos fue, desde entonces, la "libertad religiosa" que ellos definían muy a su manera y que, según ellos, el presidente priísta no les concedió. Esa "libertad", como podemos verlo hoy de las declaraciones de los prelados, comprendía la imposición de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Pero querían más que eso y tuvieron que contentarse con lo que se les ofrecía desde el poder.
La defensa del Estado laico pareció, desde entonces, una fruslería sin mayor importancia. Se trataba de un reagrupamiento en la cúspide de las fuerzas que de verdad mandan y gobiernan en esta sociedad. Se partía de la hipótesis de que el pueblo mexicano es, esencial y mayoritariamente, un pueblo derechista y conservador. Confesional y ultramontano en el centro y sur del país; proyanqui y proempresarial en el norte. En ambos casos, el catolicismo forma parte de la definición. En esa óptica, para que ese pueblo conservador siguiera al nuevo bloque derechista era indispensable el concurso de la Iglesia católica y ésta lo entendió a las mil maravillas.
Es probable que nadie se haya puesto a pensar en lo que esa iglesia era capaz de hacer una vez que se le soltaran las riendas. Ha aprendido muy bien y en primerísimo lugar esa ley de hierro de la naturaleza que dicta que el que no chilla no mama y su beligerancia ha rebasado ya todos los límites, arropada por el poder de la derecha que, desde Salinas, le ha creado su propio escenario de legitimación política. Siempre bajo la enseña de la libertad religiosa, en la que hace comprender todo tipo de demandas y exigencias, la Iglesia se ha creado su propio espacio político que, de acuerdo con la actual letra del 130, no le corresponde en absoluto. Hasta se ha creado un marco propio de convivencia con el crimen organizado, del que ha recibido lo que popularmente se llaman "narcolimosnas".
Antes de la reforma del 92, la Iglesia tenía a sus principales interlocutores en la sociedad civil en asociaciones seculares derechistas y confesionales que no tenían mayor eco en la política de masas del país. Ahora se puede ver que es algo más que interlocutora y no sólo con esas fuerzas ultramontanas. Hoy se habla de igual a igual con las principales fuerzas políticas de México y, en especial, con las que forman el bloque de la derecha gobernante y dominante, el PRI y el PAN (y también con los perredistas que proclaman ser de "izquierda moderna"), para no hablar de los pequeños partidos derechistas. También es algo más que confesora de los grandes empresarios. Ahora es su socia en el poder.
Para nadie es ya un secreto que las reformas a las constituciones estatales imponiendo la defensa de la vida desde su concepción y la consecuente penalización del aborto sin excepciones ha sido obra de una arremetida generalizada de la Iglesia católica (y también de las evangélicas, que en ello comulgan en todo y por todo. Un pastor de Veracruz se alcanzó la puntada de decir que en el Congreso local Dios había legislado con los diputados que aprobaron la reforma en ese estado). En todas las 17 entidades en las que se ha dado paso a la reforma el PRI ha sido el principal protagonista. En unas, porque es la fuerza mayoritaria; en otras, porque le hizo compañía al PAN.
En Yucatán, Sonora, Puebla, Oaxaca, Nayarit, Durango, Colima, Chihuahua. Campeche, Quintana Roo y Veracruz (once estados) los autores de esa reforma retrógrada y ofensiva para la mujer fueron los priístas. En los restantes seis (San Luis Potosí, Morelos, Jalisco, Guanajuato, Querétaro y Baja California), fueron con el PAN. No se trató de la defensa de convicciones particulares (la defensa de la vida), sino de arreglos cupulares con la Iglesia católica (a la que se sumaron abyectamente los evangélicos). Todo ello es el resultado del poder político, que no espiritual, de la Iglesia, y de su inserción en el entramado del poder de la derecha que hoy nos gobierna y que nos está conduciendo al despeñadero como país moderno y laico. Es la derrota de nuestra historia nacional y de nuestro futuro como país.
En esta siniestra aventura los liderazgos priístas (nacionales y locales) han acabado por perder todo asomo de vergüenza, si es que alguna les quedaba. Beatriz Paredes ha mostrado que es ya una nulidad, política, ideológica y moralmente, al declarar que se trata de una cuestión que divide tanto a la sociedad que ella mejor se hace a un lado. ¿Qué ha hecho ella por contribuir a la unidad de esa sociedad, fuera de revolcarse gustosamente en el lodazal de la componenda y el propio acomodo personal? Pero los priístas no son los únicos. Un gran número de diputados perredistas votaron por esas reformas reaccionarias. Ahora el movimiento cívico lopezobradorista tendrá que incluir en su programa político como una prioridad la defensa del Estado laico, porque no queda ninguna otra fuerza que se haga cargo de ello.
Creo que, en su momento, fueron muy pocos los que entendieron por qué Salinas presentó su iniciativa de reforma del artículo 130 constitucional (que instituye las relaciones del Estado laico con las iglesias), entre ellos, sin duda alguna, debieron estar los altos jerarcas de la Iglesia católica. El era un genuino admirador de la llamada revolución derechista que surgió en Estados Unidos en los años setenta y que acabó llevando al poder a Ronald Reagan. Sabía que en esa revolución las elites protestantes habían sido decisivas y, al parecer, no deseaba que en México ocurriera algo así; pero las elecciones de 1988 lo decidieron a levantar un bloque de derecha que se opusiera a una izquierda emergente que parecía demasiado peligrosa en los marcos de la reforma política.
Salinas siempre lo negó, pero en aquellos tiempos, resultaba evidente que él había estado en una larga tratativa con los obispos para dar forma al cambio constitucional que se buscaba desde el gobierno. Lo que no era tan claro era el alcance que tendría en la vida pública del país dicha reforma. Salinas tenía su propia versión de una revolución derechista para México: la personificarían dos fuerzas políticas que, a él le resultaba, estaban más cerca de lo que la historia podía suponer, el PRI en el poder y el PAN en la oposición, siempre en clave antiizquierdista. Con el tiempo se pudo comprender que en esa alianza derechista la Iglesia católica no podía quedar fuera y que ése era, justamente, el fin de la reforma de 1992 al 130.
Quedó claro que en esos convenios los jerarcas eclesiásticos le exigieron a Salinas más de lo que él estaba dispuesto a concederles. Ya era mucho que de nuevo se volviera a reconocer constitucionalmente a las iglesias como personas morales, cuando esa definición se les había negado en el texto original de la actual Carta Magna. La enseña de los obispos católicos fue, desde entonces, la "libertad religiosa" que ellos definían muy a su manera y que, según ellos, el presidente priísta no les concedió. Esa "libertad", como podemos verlo hoy de las declaraciones de los prelados, comprendía la imposición de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas. Pero querían más que eso y tuvieron que contentarse con lo que se les ofrecía desde el poder.
La defensa del Estado laico pareció, desde entonces, una fruslería sin mayor importancia. Se trataba de un reagrupamiento en la cúspide de las fuerzas que de verdad mandan y gobiernan en esta sociedad. Se partía de la hipótesis de que el pueblo mexicano es, esencial y mayoritariamente, un pueblo derechista y conservador. Confesional y ultramontano en el centro y sur del país; proyanqui y proempresarial en el norte. En ambos casos, el catolicismo forma parte de la definición. En esa óptica, para que ese pueblo conservador siguiera al nuevo bloque derechista era indispensable el concurso de la Iglesia católica y ésta lo entendió a las mil maravillas.
Es probable que nadie se haya puesto a pensar en lo que esa iglesia era capaz de hacer una vez que se le soltaran las riendas. Ha aprendido muy bien y en primerísimo lugar esa ley de hierro de la naturaleza que dicta que el que no chilla no mama y su beligerancia ha rebasado ya todos los límites, arropada por el poder de la derecha que, desde Salinas, le ha creado su propio escenario de legitimación política. Siempre bajo la enseña de la libertad religiosa, en la que hace comprender todo tipo de demandas y exigencias, la Iglesia se ha creado su propio espacio político que, de acuerdo con la actual letra del 130, no le corresponde en absoluto. Hasta se ha creado un marco propio de convivencia con el crimen organizado, del que ha recibido lo que popularmente se llaman "narcolimosnas".
Antes de la reforma del 92, la Iglesia tenía a sus principales interlocutores en la sociedad civil en asociaciones seculares derechistas y confesionales que no tenían mayor eco en la política de masas del país. Ahora se puede ver que es algo más que interlocutora y no sólo con esas fuerzas ultramontanas. Hoy se habla de igual a igual con las principales fuerzas políticas de México y, en especial, con las que forman el bloque de la derecha gobernante y dominante, el PRI y el PAN (y también con los perredistas que proclaman ser de "izquierda moderna"), para no hablar de los pequeños partidos derechistas. También es algo más que confesora de los grandes empresarios. Ahora es su socia en el poder.
Para nadie es ya un secreto que las reformas a las constituciones estatales imponiendo la defensa de la vida desde su concepción y la consecuente penalización del aborto sin excepciones ha sido obra de una arremetida generalizada de la Iglesia católica (y también de las evangélicas, que en ello comulgan en todo y por todo. Un pastor de Veracruz se alcanzó la puntada de decir que en el Congreso local Dios había legislado con los diputados que aprobaron la reforma en ese estado). En todas las 17 entidades en las que se ha dado paso a la reforma el PRI ha sido el principal protagonista. En unas, porque es la fuerza mayoritaria; en otras, porque le hizo compañía al PAN.
En Yucatán, Sonora, Puebla, Oaxaca, Nayarit, Durango, Colima, Chihuahua. Campeche, Quintana Roo y Veracruz (once estados) los autores de esa reforma retrógrada y ofensiva para la mujer fueron los priístas. En los restantes seis (San Luis Potosí, Morelos, Jalisco, Guanajuato, Querétaro y Baja California), fueron con el PAN. No se trató de la defensa de convicciones particulares (la defensa de la vida), sino de arreglos cupulares con la Iglesia católica (a la que se sumaron abyectamente los evangélicos). Todo ello es el resultado del poder político, que no espiritual, de la Iglesia, y de su inserción en el entramado del poder de la derecha que hoy nos gobierna y que nos está conduciendo al despeñadero como país moderno y laico. Es la derrota de nuestra historia nacional y de nuestro futuro como país.
En esta siniestra aventura los liderazgos priístas (nacionales y locales) han acabado por perder todo asomo de vergüenza, si es que alguna les quedaba. Beatriz Paredes ha mostrado que es ya una nulidad, política, ideológica y moralmente, al declarar que se trata de una cuestión que divide tanto a la sociedad que ella mejor se hace a un lado. ¿Qué ha hecho ella por contribuir a la unidad de esa sociedad, fuera de revolcarse gustosamente en el lodazal de la componenda y el propio acomodo personal? Pero los priístas no son los únicos. Un gran número de diputados perredistas votaron por esas reformas reaccionarias. Ahora el movimiento cívico lopezobradorista tendrá que incluir en su programa político como una prioridad la defensa del Estado laico, porque no queda ninguna otra fuerza que se haga cargo de ello.
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