¿Cambio de política económica?

Rogelio Ramírez de la O

El único premiado en los recientes cambios en el gabinete económico es Agustín Carstens, pues con ello logra deshacerse de la papa caliente, es decir las consecuencias de una política económica inerme, de su propia creación, ante el ciclo económico. Segundo, porque logra blindaje político transexenal.

La papa caliente es su creación al haber permitido el engrosamiento de la burocracia y su gasto y con ello impedido la única vía posible de ajuste fiscal constructivo; a final de cuentas, una falta imperdonable. Además, por no advertir a tiempo la severidad de la crisis global y, aun hoy, la segunda fase de sus consecuencias negativas.

Pero hoy, si la política económica sigue perdiendo credibilidad y confianza, otro será el culpable. Es difícil no comparar esta situación con la transferencia de la Secretaría de Hacienda de Pedro Aspe a Jaime Serra en 1994.

Los cambios tienen otras implicaciones. Por las declaraciones del propio Carstens, buscará una coordinación de la política fiscal y financiera del gobierno con la política monetaria con el fin de un mayor crecimiento económico. Tan sólo esto basta para advertir enormes contradicciones con la estrategia económica que todo su equipo económico convirtió en dogma.

Por ejemplo, Carstens ya estuvo al frente de la política fiscal y juzgó que debería apretarla, y por eso dos aumentos de impuestos, el IETU en 2007 y el ISR e IVA en 2009. Con ello anuló cualquier contribución fiscal a la demanda y al crecimiento. Por lo tanto, el cambio implica necesariamente el relajamiento de la política monetaria. Y coincide con sus reclamos al Banco para que redujera la tasa de interés desde 2008.

Pues bien, esto contradice su plan macroeconómico para 2010, formulado desde Hacienda, según el cual la inflación será 3%. Como hoy es mayor y será aún mayor en 2010 con aumentos de energéticos y de impuestos, entonces la señal de bajar el interés sería que la inflación ya no es el principal objetivo del Banco. O que las tasas ya no son el mecanismo para procurar la meta de inflación. O bien, que hay que elevar la meta, por ejemplo a 5%, para no infringir la Ley del Banco.

Cualquiera de estas conclusiones afectaría seriamente las expectativas, en ambos casos elevando la inflación esperada, lo cual ya comenzó a suceder en forma suave. Eso elevaría la tasa de los bonos en pesos a plazo y causaría pérdidas en las tenencias de valores, entre ellas de las afores.

Ahora, un relajamiento monetario para mayor crecimiento sin reducir el gasto corriente público, combinado con la aceptación de mayor inflación, haría que el peso se debilitara, especialmente cuando Estados Unidos se prepara para ir suprimiendo su propio relajamiento monetario. Es cierto que un peso más débil podría dar mayor competitividad a la economía, pero contradice todo lo que el equipo económico oficial ha practicado durante décadas. Un cambio así no se logra con éxito sólo con buenos deseos.

Si realmente el Banco quiere relajar la política monetaria, independientemente de todos estos antecedentes, necesita una historia muy sólida para venderla a los mercados sin perder credibilidad. Por lo mismo, no debería prometerla como un hecho hasta no revisar cada una de sus implicaciones para mercados, inflación y tipo de cambio y, sobre todo, sin calibrar el cambio de la estrategia monetaria en Estados Unidos. Eso es lo único que le permitiría recuperar la credibilidad perdida al entregar la Secretaría con la economía real y la recaudación desplomadas, después de múltiples anuncios de que se trataba de problemas pasajeros.

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