José Cueli
Se cumple el aniversario 99 de la Revolución Mexicana. Una revolución fundamentalmente agraria que más allá de ciertos avances que bien podrían haberse logrado sin tanto derramamiento de sangre no cambiaron, en esencia, la miseria de los campesinos.
Gradualmente en estos casi cien años han emigrado a la ciudad de México y no es que la urbe los atraiga, es que el campo los expulsa. En este exilio infligido se dirigen a la metrópoli, donde como espectros se hacinan en los tugurios, se convierten en portadores de neurosis traumáticas y se empobrecen cada día más.
Este éxodo ha alcanzado cifras alarmantes al grado de que casi tres cuartas partes de la población total de la ciudad corresponde a estos tristes expulsados de la tierra. La historia de México, además de la herida trágica constitutiva común a toda la humanidad, es portadora de otras dos penetrantes heridas: la colonización y la pérdida de la lengua.
Heridas que aún hoy arrastran y se patentizan, particularmente, en las poblaciones de marginados que viven en extrema pobreza, alienados, excluidos, silenciados, desterrados de sí mismos, con un mundo interno caótico que se confunde con la realidad exterior.
Viven al margen del lenguaje oficial, por sus fallas severas en la capacidad de simbolización que se agrava aún más al no compartir la simbología de los citadinos, tan distinta de la que tiene la gente del campo de donde son expulsados por la miseria y acuden al espejismo de la ciudad para ser sometidos por la violencia del lenguaje o el lenguaje de la violencia.
Violentado por la pérdida del lenguaje, el campesino mexicano se asemeja al descrito en el texto derridiano: "El campesino no esperaba encontrar tantas dificultades; creía que la ley debería ser accesible a todo el mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián, enfundado en su abrigo de pieles, el ornamento piloso artificial, el de la ciudad y el de la ley, resolvió que lo mejor sería esperar hasta que tuviera permiso de entrar. Mas el hombre se decide, se decide a no decidir, aplaza, retrasa, posterga y se aliena cada vez más".
Paráfrasis de la conducta del mexicano que inundado de duelos y pérdidas inelaborales, se instala en la pasividad y se sume en el letargo añorando la lengua materna que surge de la tierra madre, cuyas raíces se hunden en el terruño, brindando sensación de pertenencia, que hermana con el sol y con el agua, con la sangre y la tradición; tejiendo con mil hebras simbologías milenarias que arraigan en el cuerpo de la palabra y en la palabra del cuerpo. Lengua natal que es gesto y susurro, quejido y quimera.
Ésta ha sido nuestra gran pérdida. Y a ésta se han agregado otras más. Perdimos nuestra lengua y la mínima evocación de alguna raíz náhuatl nos profundiza la escisión.
Nuestros mitos fueron arrancados de raíz y andamos como espectros sin historia, llorando por los hijos no nombrados. Clamamos a los dioses antiguos, mutilados, lacerados en el rodar escaleras abajo de los templos para sumirse en una onda negrura. No llegan las plegarias de los mexicanos silenciados, que han perdido la voz y sólo conservan el grito y el sollozo. Pero ya no se sabe quién grita ni si el grito proviene de dentro o de afuera y así la realidad se confunde entre susurros, murmullos, plegarias, lamentos, silencios, oscuridad, túnel del tiempo, agujero negro, y así cabalga Rocinante en Tenochtitlán, y al ingenioso hidalgo de allende el mar las pirámides se le vuelven molinos de viento, y no es La Mancha ni Castilla ni Tacubaya ni los borregos son ejércitos, sólo saetas, saetas mortales que hienden de luz sus ojos, y, de pronto, la oscuridad, la guerra en la sangre, en la sangre de los muertos, los vivos, sí los vivos, hay que liberar a los vivos, ¿o a los muertos?
De todos modos ya no hay diferencia, ya no se sabe quién está vivo y quién muerto, dónde empieza la ficción y dónde la realidad. ¡Libertad! Sí, hay que liberar a los prisioneros, ¿de dónde? ¿de Argel?, ¿de Neza?
El espejo, sí todo está en el espejo, en los laberintos del espejo. Fija un punto y verás La Mancha, un castillo: Chapultepec, sí, las fuentes y los jardines, aún hay sol, montañas, la ventera, la princesa de las quimeras que duerme cubierta por las nieves eternas que se mezclan con su virginal palidez y junto a ella su caballero andante, que bien sabe desfacer entuertos y luchar aguerrido cuando los rufianes de los caminos pretenden inquietar el sueño de su doncella, que bajo la luz plateada descansa en eterno sueño. Sueños del mexicano que "tiene que seguir soñando".
Se cumple el aniversario 99 de la Revolución Mexicana. Una revolución fundamentalmente agraria que más allá de ciertos avances que bien podrían haberse logrado sin tanto derramamiento de sangre no cambiaron, en esencia, la miseria de los campesinos.
Gradualmente en estos casi cien años han emigrado a la ciudad de México y no es que la urbe los atraiga, es que el campo los expulsa. En este exilio infligido se dirigen a la metrópoli, donde como espectros se hacinan en los tugurios, se convierten en portadores de neurosis traumáticas y se empobrecen cada día más.
Este éxodo ha alcanzado cifras alarmantes al grado de que casi tres cuartas partes de la población total de la ciudad corresponde a estos tristes expulsados de la tierra. La historia de México, además de la herida trágica constitutiva común a toda la humanidad, es portadora de otras dos penetrantes heridas: la colonización y la pérdida de la lengua.
Heridas que aún hoy arrastran y se patentizan, particularmente, en las poblaciones de marginados que viven en extrema pobreza, alienados, excluidos, silenciados, desterrados de sí mismos, con un mundo interno caótico que se confunde con la realidad exterior.
Viven al margen del lenguaje oficial, por sus fallas severas en la capacidad de simbolización que se agrava aún más al no compartir la simbología de los citadinos, tan distinta de la que tiene la gente del campo de donde son expulsados por la miseria y acuden al espejismo de la ciudad para ser sometidos por la violencia del lenguaje o el lenguaje de la violencia.
Violentado por la pérdida del lenguaje, el campesino mexicano se asemeja al descrito en el texto derridiano: "El campesino no esperaba encontrar tantas dificultades; creía que la ley debería ser accesible a todo el mundo y en todo momento, pero cuando miró con más detenimiento al guardián, enfundado en su abrigo de pieles, el ornamento piloso artificial, el de la ciudad y el de la ley, resolvió que lo mejor sería esperar hasta que tuviera permiso de entrar. Mas el hombre se decide, se decide a no decidir, aplaza, retrasa, posterga y se aliena cada vez más".
Paráfrasis de la conducta del mexicano que inundado de duelos y pérdidas inelaborales, se instala en la pasividad y se sume en el letargo añorando la lengua materna que surge de la tierra madre, cuyas raíces se hunden en el terruño, brindando sensación de pertenencia, que hermana con el sol y con el agua, con la sangre y la tradición; tejiendo con mil hebras simbologías milenarias que arraigan en el cuerpo de la palabra y en la palabra del cuerpo. Lengua natal que es gesto y susurro, quejido y quimera.
Ésta ha sido nuestra gran pérdida. Y a ésta se han agregado otras más. Perdimos nuestra lengua y la mínima evocación de alguna raíz náhuatl nos profundiza la escisión.
Nuestros mitos fueron arrancados de raíz y andamos como espectros sin historia, llorando por los hijos no nombrados. Clamamos a los dioses antiguos, mutilados, lacerados en el rodar escaleras abajo de los templos para sumirse en una onda negrura. No llegan las plegarias de los mexicanos silenciados, que han perdido la voz y sólo conservan el grito y el sollozo. Pero ya no se sabe quién grita ni si el grito proviene de dentro o de afuera y así la realidad se confunde entre susurros, murmullos, plegarias, lamentos, silencios, oscuridad, túnel del tiempo, agujero negro, y así cabalga Rocinante en Tenochtitlán, y al ingenioso hidalgo de allende el mar las pirámides se le vuelven molinos de viento, y no es La Mancha ni Castilla ni Tacubaya ni los borregos son ejércitos, sólo saetas, saetas mortales que hienden de luz sus ojos, y, de pronto, la oscuridad, la guerra en la sangre, en la sangre de los muertos, los vivos, sí los vivos, hay que liberar a los vivos, ¿o a los muertos?
De todos modos ya no hay diferencia, ya no se sabe quién está vivo y quién muerto, dónde empieza la ficción y dónde la realidad. ¡Libertad! Sí, hay que liberar a los prisioneros, ¿de dónde? ¿de Argel?, ¿de Neza?
El espejo, sí todo está en el espejo, en los laberintos del espejo. Fija un punto y verás La Mancha, un castillo: Chapultepec, sí, las fuentes y los jardines, aún hay sol, montañas, la ventera, la princesa de las quimeras que duerme cubierta por las nieves eternas que se mezclan con su virginal palidez y junto a ella su caballero andante, que bien sabe desfacer entuertos y luchar aguerrido cuando los rufianes de los caminos pretenden inquietar el sueño de su doncella, que bajo la luz plateada descansa en eterno sueño. Sueños del mexicano que "tiene que seguir soñando".
Comentarios