Arnaldo Córdova
Nuestra Constitución, tan imperfecta y atrasada como es en casi todas las materias, define a la nación mexicana como una sociedad dedicada al trabajo y es por ello que en su artículo quinto consagra la libertad de profesión, industria, comercio y trabajo. Por supuesto que no se revela en ello la idea de una sociedad de trabajadores, como llegó a sugerirse en los amplísimos debates en torno a este artículo en el Constituyente de 1916 y 1917. De hecho, no hay Constitución en el mundo que no haga lo mismo. Pero el artículo 123 contempla a esa misma sociedad como dividida en clases de individuos dedicados a diferentes tareas. En él no se habla de clases, desde luego, sino de "factores de la producción".
Si se le examina con atención, el 123 no sólo protege los intereses de los trabajadores asalariados, sino también los intereses de los empleadores, dadores de trabajo, empresarios, patronos o como quiera llamárseles. A los primeros, se les debe garantizar lo mínimo para desempeñar su labor como un factor de la producción; a los segundos, no se les puede exigir lo que no pueden dar, asimismo, como un factor de la producción que son. En ambos sentidos, el derecho del trabajo se ha desarrollado sin grandes contradicciones, como no sean las que surgen de la intervención de las autoridades del Estado que vienen a desequilibrar y destruir lo que en ese artículo es también esencial: el equilibrio entre ambos factores.
El problema surge cuando se trata del sector público de la economía, a cargo y bajo administración de los órganos del Estado. Se ha dicho hasta la saciedad que en el tipo de relaciones que se da en la empresa pública el Estado se convierte en "privado", vale decir, en "patrón". Muchos iuslaboralistas han puesto en entredicho esa noción. Al maestro Antonio Martínez Báez, otro de nuestros grandes constitucionalistas, en alguna ocasión le oí decir que ni al Estado ni a sus órganos se les podría jamás definir como "privados". Lo público y lo privado son conceptos antinómicos, totalmente diferentes y se refieren a esferas perfectamente distintas de la actividad social.
Cuando el Estado tiene que litigar con un privado, me explicaba en algún momento, no es que deje de ser Estado, sólo se pone en igualdad de condiciones con el privado para que se haga la justicia. En un conflicto así, nunca podrá dejar de alegarse el interés público. El Estado no se equipara a la condición del privado, sólo deja de utilizar su poder para que la relación sea de igualdad. Cuando se utiliza el poder presidencial para fines arbitrarios, como los que hemos presenciado en el absurdo decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro, ni siquiera hay una relación jurídica. Hay sólo un acto de fuerza ilegal y contraria al orden constitucional. En ese acto incalificable, como quiera que se le vea, se trató a los trabajadores no como un factor de la producción, sino como simples objetos desechables sin ninguna función jurídica o productiva.
La frase de ese monaguillo de sacristía que ocupa la Secretaría de Gobernación, "primero liquídense y luego veremos", jurídicamente bastante idiota, lo dice por completo. En las relaciones de trabajo, lo supone el 123, hay derechos, responsabilidades y obligaciones. Todos ellos se echaron por la borda al "extinguir" LyFC. No se trató del estanquillo de la esquina, en el que el dueño le dice a su único empleado, pues aquí acabó todo porque ya no puedo seguir. Se trata de una empresa pública, encargada por la ley de dar un servicio público. Si la empresa ya no funcionaba el servicio seguía y los encargados de atenderlo eran sus trabajadores, al igual que sus administradores.
Hacer responsables a los trabajadores por el mal desempeño y las pérdidas de la economía es sólo un pretexto canallesco y ruin. El SME ha descarrilado esa especie al mostrar palmariamente todos los latrocinios que los gobiernos priístas y panistas consumaban a costa del erario de la compañía que era de la nación. En ello no se le tomaba opinión alguna al sindicato y, además, se le obligaba a trabajar sin los materiales adecuados para el desarrollo de su función. No hay una fracción especial del 123 que haya que citar. Todo el artículo y su espíritu jurídico y de sentido que lo informan han sido violados.
De hecho y sin fundarse en la Constitución, el gobierno panista, con su decreto, planteó un conflicto (o una diferencia) como lo señala la fracción XX del 123, sin hacer referencia a la misma y sin cumplir con lo que señala: si el sindicato era culpable de la mala marcha de la compañía, como se afirma en el decreto y fuera del mismo, debió haberse planteado ante una Junta de Conciliación y Arbitraje y esperar su resolución para dictar el decreto. La fracción XXII del mismo artículo especifica que si un obrero es despedido, el patrón, en este caso el gobierno federal (puesto que el servicio persiste y la empresa se extinguió), estará obligado a elección del trabajador a cumplir con el contrato (ya inexistente) o a ser indemnizado. En el primer caso, debió habérsele dado la opción de seguir en su trabajo.
El caso es que ni siquiera la misma Ley Federal del Trabajo fue cumplida en este atraco a las instituciones y a la sociedad desde el Estado. Alega una causa de fuerza mayor que es la incosteabilidad de la empresa, pero esa causa se alega para terminar las relaciones del trabajo según el artículo 434 de la Ley. El mismo precepto establece la incosteabilidad notoria y manifiesta de la explotación; entonces debió haberse ventilado ante una Junta de Conciliación y Arbitraje, señala la fracción III del siguiente artículo, el 435. No se puede echar a la calle a los trabajadores sin permitirles ejercer su derecho a elegir entre la indemnización o la reinstalación en el trabajo. Es su derecho, pero los gobiernos derechistas no tienen noción ninguna de lo que son los derechos de los ciudadanos.
Una nota divertida la acaba de dar el presidente de la Barra Mexicana Colegio de Abogados, Carlos Loperena Ruíz, al que se le ocurrió decir que la sustitución de La CFE a LyFC no es posible porque quien se quedó con los bienes de la empresa extinguida es el Servicio de Administración y Enajenación de Bienes y que si, finalmente, se hace cargo del servicio, las relaciones de trabajo se habrán extinguido. El abogado Loperena no debe entender que aquí se trata de un servicio público y no de un inventario de cosas o bienes, como cacahuates o chiles (cosa, la verdad sea dicha, a cargo del SAE). Tal vez cree que si él desecha una computadora de su despacho también puede echar a la calle a su secretaria. Así entiende la derecha el derecho y la abogacía.
Nuestra Constitución, tan imperfecta y atrasada como es en casi todas las materias, define a la nación mexicana como una sociedad dedicada al trabajo y es por ello que en su artículo quinto consagra la libertad de profesión, industria, comercio y trabajo. Por supuesto que no se revela en ello la idea de una sociedad de trabajadores, como llegó a sugerirse en los amplísimos debates en torno a este artículo en el Constituyente de 1916 y 1917. De hecho, no hay Constitución en el mundo que no haga lo mismo. Pero el artículo 123 contempla a esa misma sociedad como dividida en clases de individuos dedicados a diferentes tareas. En él no se habla de clases, desde luego, sino de "factores de la producción".
Si se le examina con atención, el 123 no sólo protege los intereses de los trabajadores asalariados, sino también los intereses de los empleadores, dadores de trabajo, empresarios, patronos o como quiera llamárseles. A los primeros, se les debe garantizar lo mínimo para desempeñar su labor como un factor de la producción; a los segundos, no se les puede exigir lo que no pueden dar, asimismo, como un factor de la producción que son. En ambos sentidos, el derecho del trabajo se ha desarrollado sin grandes contradicciones, como no sean las que surgen de la intervención de las autoridades del Estado que vienen a desequilibrar y destruir lo que en ese artículo es también esencial: el equilibrio entre ambos factores.
El problema surge cuando se trata del sector público de la economía, a cargo y bajo administración de los órganos del Estado. Se ha dicho hasta la saciedad que en el tipo de relaciones que se da en la empresa pública el Estado se convierte en "privado", vale decir, en "patrón". Muchos iuslaboralistas han puesto en entredicho esa noción. Al maestro Antonio Martínez Báez, otro de nuestros grandes constitucionalistas, en alguna ocasión le oí decir que ni al Estado ni a sus órganos se les podría jamás definir como "privados". Lo público y lo privado son conceptos antinómicos, totalmente diferentes y se refieren a esferas perfectamente distintas de la actividad social.
Cuando el Estado tiene que litigar con un privado, me explicaba en algún momento, no es que deje de ser Estado, sólo se pone en igualdad de condiciones con el privado para que se haga la justicia. En un conflicto así, nunca podrá dejar de alegarse el interés público. El Estado no se equipara a la condición del privado, sólo deja de utilizar su poder para que la relación sea de igualdad. Cuando se utiliza el poder presidencial para fines arbitrarios, como los que hemos presenciado en el absurdo decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro, ni siquiera hay una relación jurídica. Hay sólo un acto de fuerza ilegal y contraria al orden constitucional. En ese acto incalificable, como quiera que se le vea, se trató a los trabajadores no como un factor de la producción, sino como simples objetos desechables sin ninguna función jurídica o productiva.
La frase de ese monaguillo de sacristía que ocupa la Secretaría de Gobernación, "primero liquídense y luego veremos", jurídicamente bastante idiota, lo dice por completo. En las relaciones de trabajo, lo supone el 123, hay derechos, responsabilidades y obligaciones. Todos ellos se echaron por la borda al "extinguir" LyFC. No se trató del estanquillo de la esquina, en el que el dueño le dice a su único empleado, pues aquí acabó todo porque ya no puedo seguir. Se trata de una empresa pública, encargada por la ley de dar un servicio público. Si la empresa ya no funcionaba el servicio seguía y los encargados de atenderlo eran sus trabajadores, al igual que sus administradores.
Hacer responsables a los trabajadores por el mal desempeño y las pérdidas de la economía es sólo un pretexto canallesco y ruin. El SME ha descarrilado esa especie al mostrar palmariamente todos los latrocinios que los gobiernos priístas y panistas consumaban a costa del erario de la compañía que era de la nación. En ello no se le tomaba opinión alguna al sindicato y, además, se le obligaba a trabajar sin los materiales adecuados para el desarrollo de su función. No hay una fracción especial del 123 que haya que citar. Todo el artículo y su espíritu jurídico y de sentido que lo informan han sido violados.
De hecho y sin fundarse en la Constitución, el gobierno panista, con su decreto, planteó un conflicto (o una diferencia) como lo señala la fracción XX del 123, sin hacer referencia a la misma y sin cumplir con lo que señala: si el sindicato era culpable de la mala marcha de la compañía, como se afirma en el decreto y fuera del mismo, debió haberse planteado ante una Junta de Conciliación y Arbitraje y esperar su resolución para dictar el decreto. La fracción XXII del mismo artículo especifica que si un obrero es despedido, el patrón, en este caso el gobierno federal (puesto que el servicio persiste y la empresa se extinguió), estará obligado a elección del trabajador a cumplir con el contrato (ya inexistente) o a ser indemnizado. En el primer caso, debió habérsele dado la opción de seguir en su trabajo.
El caso es que ni siquiera la misma Ley Federal del Trabajo fue cumplida en este atraco a las instituciones y a la sociedad desde el Estado. Alega una causa de fuerza mayor que es la incosteabilidad de la empresa, pero esa causa se alega para terminar las relaciones del trabajo según el artículo 434 de la Ley. El mismo precepto establece la incosteabilidad notoria y manifiesta de la explotación; entonces debió haberse ventilado ante una Junta de Conciliación y Arbitraje, señala la fracción III del siguiente artículo, el 435. No se puede echar a la calle a los trabajadores sin permitirles ejercer su derecho a elegir entre la indemnización o la reinstalación en el trabajo. Es su derecho, pero los gobiernos derechistas no tienen noción ninguna de lo que son los derechos de los ciudadanos.
Una nota divertida la acaba de dar el presidente de la Barra Mexicana Colegio de Abogados, Carlos Loperena Ruíz, al que se le ocurrió decir que la sustitución de La CFE a LyFC no es posible porque quien se quedó con los bienes de la empresa extinguida es el Servicio de Administración y Enajenación de Bienes y que si, finalmente, se hace cargo del servicio, las relaciones de trabajo se habrán extinguido. El abogado Loperena no debe entender que aquí se trata de un servicio público y no de un inventario de cosas o bienes, como cacahuates o chiles (cosa, la verdad sea dicha, a cargo del SAE). Tal vez cree que si él desecha una computadora de su despacho también puede echar a la calle a su secretaria. Así entiende la derecha el derecho y la abogacía.
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