Ramón Alfonso Sallard
Felipe Calderón presentó ayer su tercer informe de presunto gobierno. Son tan escasos sus logros y tan grandes sus fracasos, que escribir sobre su desempeño, deprime. Ni siquiera él, en un alarde de autoengaño producto de su abundante consumo etílico, se traga la fútil propaganda gubernamental. Por eso está empeñado en la construcción de un Estado Policiaco. De otra forma resulta difícil que se mantenga en el poder.
A la luz de esta realidad, LXI Legislatura, que ayer entró en funciones y que recibió el anodino informe de Calderón, tendrá que discutir en algún momento la reforma constitucional para incluir el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular y la revocación de mandato.
Hace un año, por estas mismas fechas, se generó un debate sobre la revocación de mandato. Las buenas conciencias pusieron el grito en el cielo y acusaron de “golpismo”, “insurrección”, “subversión” y otras lindezas a quienes se atrevieron a plantear el tema. El lenguaje utilizado por el oficialismo en nada difería al de 1968. Pero nadie habló de derrocamiento. Lo que sí plantearon algunos actores políticos fue dar cumplimiento a viejos anhelos que en otros tiempos compartió la izquierda con el PAN, cuando éstos aún no perdían la vergüenza ni la honra.
Todavía en febrero de 1999, a nombre de la fracción parlamentaria del PAN, el entonces diputado federal Juan Bueno Torio presentó una iniciativa de decreto con ese tema, la cual fue turnada a la Comisión de Gobernación y Puntos Constitucionales por el presidente de la Comisión Permanente, el también panista Francisco José Paoli Bolio (recientemente renunció a su militancia, decepcionado de Calderón). Querían esas reformas cuando eran oposición, pero se olvidaron de ellas cuando arribaron al poder.
En cualquier país medianamente democrático, no generaría ningún escándalo que la sociedad debatiera abiertamente la posibilidad de que un gobernante se vaya, si éste muestra incapacidad o incompetencia, según un segmento de la población. Y este es el caso. Precisamente para determinar si ese segmento es mayoría o minoría existe el instrumento de la revocación. En Bolivia, por ejemplo, el presidente Evo Morales se sometió a ese recurso el año pasado y sus gobernados no sólo lo ratificaron en el cargo, sino que ampliaron su apoyo. ¿Por qué en México podemos elegir a alguien, pero no podemos despedirlo? Eso es antidemocrático y debemos corregir la falla.
En la actualidad, Felipe Calderón sólo puede dejar su cargo mediante renuncia o juicio político. La primera es una decisión personalísima, que requiere de dignidad y ética, elementos ausentes en este personaje. Y la segunda depende del Poder Legislativo. Cierto que hay una tercera opción, pero esa tiene que ver con incapacidad o fallecimiento. Nadie la desea, aunque fue el propio gobierno panista quien la puso en la mesa de la discusión, al anunciar que un presunto narco tenía la encomienda de ejecutar al titular del Ejecutivo Federal.
La polémica sobre la caída de Calderón la propició él mismo, el año pasado, al convocar a su ornamental cumbre nacional sobre seguridad. La exigencia del empresario Alejandro Martí, padre de Fernando, el menor secuestrado y asesinado, cimbró a Los Pinos: “si no pueden, renuncien”, les dijo. Más de un año después, el panista ni puede ni se va.
¿Su informe de ayer? De pena ajena.
Felipe Calderón presentó ayer su tercer informe de presunto gobierno. Son tan escasos sus logros y tan grandes sus fracasos, que escribir sobre su desempeño, deprime. Ni siquiera él, en un alarde de autoengaño producto de su abundante consumo etílico, se traga la fútil propaganda gubernamental. Por eso está empeñado en la construcción de un Estado Policiaco. De otra forma resulta difícil que se mantenga en el poder.
A la luz de esta realidad, LXI Legislatura, que ayer entró en funciones y que recibió el anodino informe de Calderón, tendrá que discutir en algún momento la reforma constitucional para incluir el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular y la revocación de mandato.
Hace un año, por estas mismas fechas, se generó un debate sobre la revocación de mandato. Las buenas conciencias pusieron el grito en el cielo y acusaron de “golpismo”, “insurrección”, “subversión” y otras lindezas a quienes se atrevieron a plantear el tema. El lenguaje utilizado por el oficialismo en nada difería al de 1968. Pero nadie habló de derrocamiento. Lo que sí plantearon algunos actores políticos fue dar cumplimiento a viejos anhelos que en otros tiempos compartió la izquierda con el PAN, cuando éstos aún no perdían la vergüenza ni la honra.
Todavía en febrero de 1999, a nombre de la fracción parlamentaria del PAN, el entonces diputado federal Juan Bueno Torio presentó una iniciativa de decreto con ese tema, la cual fue turnada a la Comisión de Gobernación y Puntos Constitucionales por el presidente de la Comisión Permanente, el también panista Francisco José Paoli Bolio (recientemente renunció a su militancia, decepcionado de Calderón). Querían esas reformas cuando eran oposición, pero se olvidaron de ellas cuando arribaron al poder.
En cualquier país medianamente democrático, no generaría ningún escándalo que la sociedad debatiera abiertamente la posibilidad de que un gobernante se vaya, si éste muestra incapacidad o incompetencia, según un segmento de la población. Y este es el caso. Precisamente para determinar si ese segmento es mayoría o minoría existe el instrumento de la revocación. En Bolivia, por ejemplo, el presidente Evo Morales se sometió a ese recurso el año pasado y sus gobernados no sólo lo ratificaron en el cargo, sino que ampliaron su apoyo. ¿Por qué en México podemos elegir a alguien, pero no podemos despedirlo? Eso es antidemocrático y debemos corregir la falla.
En la actualidad, Felipe Calderón sólo puede dejar su cargo mediante renuncia o juicio político. La primera es una decisión personalísima, que requiere de dignidad y ética, elementos ausentes en este personaje. Y la segunda depende del Poder Legislativo. Cierto que hay una tercera opción, pero esa tiene que ver con incapacidad o fallecimiento. Nadie la desea, aunque fue el propio gobierno panista quien la puso en la mesa de la discusión, al anunciar que un presunto narco tenía la encomienda de ejecutar al titular del Ejecutivo Federal.
La polémica sobre la caída de Calderón la propició él mismo, el año pasado, al convocar a su ornamental cumbre nacional sobre seguridad. La exigencia del empresario Alejandro Martí, padre de Fernando, el menor secuestrado y asesinado, cimbró a Los Pinos: “si no pueden, renuncien”, les dijo. Más de un año después, el panista ni puede ni se va.
¿Su informe de ayer? De pena ajena.
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