El hombre prudente

Ramón Alfonso Sallard

Yo siempre he creído ser un hombre prudente, pero los hechos me demuestran que aún no lo soy. Quiero, debo, tengo que serlo. De otra forma no sobreviviré en mi oficio ni en mi cargo. He cometido muchos errores por no poner en práctica en todo momento el arte de la prudencia, pero aún es tiempo de corregir mi conducta. Mi futuro depende de ello. Desde luego que no acepto ni aceptaré públicamente esta situación, pues mi condición de secretario particular del candidato presidencial del PRI y próximo presidente de la República, me lo impide. Sería no una imprudencia sino una verdadera tontería. Secretario viene de secreto y yo atesoro muchos de ellos: de mi jefe, de los demás y por supuesto míos. No hay que olvidar que todos tenemos una vida pública, una vida privada y una vida secreta. Pero esta es solamente una reflexión interna: de mí para mí. El problema es que suelo escribir reflexiones e ideas –algunas propias, otras tomadas de grandes autores—en forma de tarjetas o notas. Algunas están más desarrolladas aunque la mayoría son breves; de estilo, digamos, telegráfico. En Selecciones la sección se llama Citas Citables, pero en mi archivo personal aparece bajo el nombre de Cabos y no siempre le doy crédito al autor original. No importa: todas son mías. En El cartero de Neruda, Antonio Skármeta dice que la poesía no es del creador sino de quien la necesita. Es el mismo caso: las ideas tienen carácter universal, aunque me acusen de plagio. Termino: si alguien más lee este texto debe de comprometerse a que todo quede en la esfera de la relación bilateral, que nace precisamente con este acto. Si se rompe la confidencialidad, entonces yo negaré todo. La prudencia así me lo indica.

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Yo quisiera poder controlar totalmente mis emociones. Me gustaría poder alejarme del momento presente para pensar objetivamente en el pasado y en el futuro. Sé lo difícil que resulta, pero soy un convencido de que no es algo imposible de lograr. Quisiera ser como Jano, deidad romana de dos rostros, guardián de todas las puertas y entradas, capaz de mirar al mismo tiempo en ambas direcciones. Yo enfrentaría mejor los peligros de mi oficio si pudiera construir para mi mismo esa doble cara: una mirando continuamente al futuro y la otra al pasado. No debería pasar un día sin estar alerta. Nada me tomaría por sorpresa si fuera capaz de imaginar los problemas antes de que aparezcan. No debo desperdiciar mi tiempo soñando con finales felices: por el contrario, necesito invertirlo en calcular los vacíos o transformaciones que pudiesen emerger en el camino. Mientras más lejos vea, más pasos podré adelantar. Una mayor claridad me permitirá implementar de mejor manera mi plan, cualquiera que este fuere. Me volvería cada vez más poderoso. Al mismo tiempo tendría que mirar constantemente al pasado, pero no para alimentar rencores o sangrar heridas, sino para aprender a olvidar aquellos eventos que nublan mi razón y me devoran. La retrospectiva tiene como propósito educar a quien la practica. Una revisión constante de mi propia biografía constituye la mejor escuela que pudiera tener. Examinar mis errores con honestidad –lo cual, desde luego, no implica ningún reconocimiento público—e identificar aquellos que más tropiezos y retrocesos hubiesen causado, me permitiría romper con el patrón de comportamiento y evitaría su repetición perpetua. Pero una cosa es la realidad y otra los deseos. Todo está bien en mi cabeza: el problema empieza a la hora de poner en práctica todas estas ideas y reflexiones. Mi conflictiva relación con Zedillo bien puede ilustrar lo que digo. Podría empezar a relatar lo que ocurrió entre el secretario particular del candidato y su jefe de campaña, a partir de la distribución de oficinas del PRI, pero no lo haré. Otros lo harán por mí. Baste señalar por lo pronto, en este esperado arranque de sinceridad, que Maquiavelo en El Príncipe, también se refiere a la prudencia. Dice: “El que no detecta los males cuando nacen, no es verdaderamente prudente”.

(Fragmentos de la novela de próxima aparición Las llaves del cielo, del autor de esta columna.)

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