Aislamiento, obstinación y debilidad

Ramón Alfonso Sallard

Desde el lunes de la semana pasada hemos venido documentando en El Periódico los compromisos de campaña incumplidos por Felipe Calderón, y el desastre en que tiene sumido hoy al país. También dimos cuenta de la estrategia mediática instrumentada por Los Pinos para suplir con propaganda la ausencia de logros gubernamentales.

La baja estatura ética, y la pequeñez política de este personaje, que ha sido incapaz de legitimarse en el ejercicio del poder público, quedó expuesta con toda nitidez durante la actual coyuntura. En su presunto informe de gobierno propuso un decálogo propio de la campaña o, en el peor de los casos, de inicio de administración, pero inimaginable a mitad de sexenio. Sus palabras, recitadas con tono de oratoria preparatoriana, aparentemente fueron pronunciadas para el aplauso de la corte y el olvido inmediato. De otra manera no se entiende que hubiese desperdiciado ese foro a modo para precisar no sólo el qué, sino también el cómo.

El decálogo calderonista para enfrentar la crisis habrá de quedar en vaguedades sin asidero, a menos que el enjundioso orador de Palacio Nacional envíe al Poder Legislativo el paquete de reformas que le dé sustento a sus propuestas. Y eso es lo más difícil, a juzgar por lo que Daniel Cosío Villegas llamó “el estilo personal de gobernar”, que tan bien describió ayer Enrique Krauze en su habitual colaboración para Reforma. Antes de juzgar a Calderón, el ideólogo de la derecha intenta entenderlo. Por ello observa que al ser puesta en duda la victoria del panista en los comicios de 2006, “esa duda tenaz impediría, de muchas formas, la marcha normal del sexenio”. Más aún: “A partir de estas experiencias, no era difícil perfilar en Calderón dos actitudes valiosas -la lealtad y la tenacidad- que sin embargo podían traducirse en una doble limitante: el aislamiento y la obstinación”.

Ya lo había advertido Carlos Castillo Peraza, mentor político de Felipe Calderón, en una carta fechada en 1996 y hecha pública recientemente por la revista Etcétera: “Tu naturaleza, tu temperamento es ser desconfiado hasta de tu sombra”. Precisamente por esa “desconfianza casi congénita”, Krauze cree que Calderón no ha querido o sabido atraer personas más capaces, ajenas a su círculo cercano.

Pero ninguno de sus apoyadores puede hacerse el sorprendido ni, mucho menos, hablar de engaño. Desde la guerra sucia de 2006, que los intelectuales orgánicos de la derecha llamaron con pasmosa e hipócrita pulcritud “publicidad de contraste”, se sabía con precisión quién era Felipe Calderón y lo que se esperaba de un gobierno encabezado por él. Lo escribió con toda claridad Gabriel Zaid en junio de 2006. Esa vez tituló su artículo: “¿Por quién votar?”. Y su respuesta fue “por el menos peor”. Razonó su posición:

“Visto así (que es lo realista), ¿cuál de los candidatos puede hacer menos daño a la democracia? Obviamente Calderón, por su misma debilidad. Seguramente en unos años (para las elecciones intermedias) pueda tener un control suficiente del PAN, pero no de los otros partidos...”

Krauze, sin embargo, estima que los juicios lapidarios que hoy se emiten en contra de Calderón se deben no tanto a sus errores e incumplimientos, sino a la “vieja antipatía intelectual hacia el PAN”.

Bajo esta lógica es comprensible que el autor de Por una democracia sin adjetivos siga siendo un panista vergonzante. ¿Por qué no prueba asumiendo claramente su simpatía? Quizá así Calderón le haga caso, y quizá hasta contribuya a paliar el desastre político, económico y social del país al que nos ha llevado este personaje, al que, por cierto, Krauze y otros intelectuales como él, ayudaron a encumbrar “haiga sido como haiga sido”.

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