MARCELA TURATI
Un ejército de hambrientos ambulantes mendiga en las calles de Ciudad Juárez en busca de alimentos, o en las guarderías, los refugios y los servicios asistenciales religiosos que ya están saturados de gente desesperada, sin oportunidad de conseguir un trabajo de lo que sea. El alcalde Reyes Ferriz dice que no es para tanto, pero la realidad lo contradice. Para sobrevivir, muchos se inventan oficios infructuosos o tratan de vender lo que pueden... hasta el cuerpo; otros se niegan a robar, y a los más jóvenes no falta el que les dice: “póngase a vender droga, cabrón, y se aliviana”.
CIUDAD JUÁREZ, CHIH.- Las cuidadoras de la Guardería Participativa OPI notaron que desde enero los niños agarraron una nueva maña: pedir el doble o hasta el triple de ración de comida. Exigen más sopa, más leche, más galletas, más de lo que sea. Intrigadas, las trabajadoras indagaron con las mamás qué ocurría y dieron con la realidad: están pasando hambre en sus casas.
El fenómeno se reproduce por toda la ciudad. Lo ha visto el cura del templo San Vicente de Paul, en la precaria colonia Díaz Ordaz, que durante años alimentó a 150 niños en el comedor Niños de Jesús, aledaño a la iglesia, y ahora tiene que multiplicar panes y peces porque se le juntan al día hasta 350 infantes.
Lo mismo reportan en El Pescador, el comedor de adobe localizado junto a la línea del cruce fronterizo a El Paso, Texas, donde los encargados tuvieron que racionar los alimentos porque ya no reciben únicamente migrantes encaminados a Estados Unidos: de los cerros aledaños también bajan familias hambreadas a sentarse a la mesa.
O la directora del Centro de Promoción Juvenil, Teresa Almada, que al trabajar con veinteañeros de colonias populares los escucha hablar del desempleo, y cuando acuden a las reuniones de trabajo comen con la desesperación de los náufragos. “Algunos decían que estaban pensando hacer algo para reingresar al Cereso porque ahí, por lo menos, comían algo”, narra la socióloga.
Los primeros síntomas del hambre se notan en toda la ciudad en detalles minúsculos.
La nueva miseria se trasluce, por ejemplo, en la moda de colgar tendederos afuera de las casas para rematar ropa usada o la tendencia de llenar las banquetas con muebles usados en oferta. En la aparición de brigadas de mujeres y niños que venden tortillas y panes casa por casa y de padres de familia dedicados a levantar botes, cartón o cobre que venden para completar el gasto. O en las filas de desempleados que se forman de madrugada para dejar currículum afuera de las maquiladoras o para pedir al Seguro Social un adelanto de lo ahorrado para la vejez.
El brebaje formado por la crisis económica mundial, el desplome de la industria maquiladora, el fracaso de las políticas antipobreza y el desempleo han mudado el aspecto de la ciudad.
La necesidad remodeló el paisaje urbano. Los pasillos de los puentes peatonales que unen a México y Estados Unidos se llenaron de gente que se estrena en la mendicidad o en la venta de chicles. Los camellones de varias avenidas son ocupados por amas de casa que se autoemplean en la venta de garage. Varias viviendas del centro mantienen puertas abiertas porque sus inquilinas se inauguraron en el oficio de vender el cuerpo.
En el centro de la ciudad aparecieron también grupos de hambrientos ambulantes que caminan todo el día en busca de comida. Los integrantes de este ejército de desesperados madrugan a diario porque saben que a las ocho de la mañana unas monjas ofrecen desayuno afuera de la catedral; al medio día se aparecen en el comedor cercano a la estación de bomberos, y a las ocho de la noche ya están sentados en la plaza recibiendo sermones religiosos para ganarse un café caliente y un burrito.
Uno de estos desesperados es David Galindo, un carpintero duranguense de 48 años que tres meses atrás fue expulsado de Estados Unidos y, como muchos, se quedó varado en este limbo fronterizo, sin dinero para regresar a su terruño natal y sin oportunidad de conseguir trabajo.
Su rutina diaria consiste en peregrinar desde las cinco de la mañana buscando trabajos que nunca encuentra en restaurantes, negocios y mercados, ofreciéndose como albañil, carpintero, descargamercancías o lavaplatos.
Por las noches, cuando cierra los ojos y siente el estómago vacío, le vienen muchas tentaciones que ha logrado espantar. Por ahora.
“Llegan malos pensamientos con la desesperación y pienso ‘Dios mío, ¿qué voy a hacer, me toca robar?’ No soy ladrón, todavía tengo principios, pero se siente feo morir de hambre”, dice Galindo, sentado en una jardinera en la plaza central, esperando que el grupo evangélico termine sus festivas alabanzas y proceda a repartir el pan.
Galindo lleva tenis macizos que usaba el día de su deportación y carga en la espalda una mochila que contiene un bote vacío para agua y alguna herramienta que pudiera necesitar en caso de que salga la oportunidad de hacerle al milusos.
Si intenta pedir limosna, lo insultan, porque su aspecto de joven fuerte no corresponde a la imagen de un pordiosero.
“En dos o tres colonias me han dicho ‘póngase a vender droga, cabrón, y se aliviana, si quiere yo le doy’. Pero prefiero andar de perra flaca, batallando, durmiendo en parques, sin miedo a que me maten”, dice con el ceño fruncido, angustiándose con la charla.
A su alrededor, en la plaza, hay otros hambrientos ambulantes. Está José Luis Martínez, un lagunero de 59 años deprimido porque, aunque trabajó desde los 20, lo despidieron hace nueve meses y no ha vuelto a colocarse.
“Ya tengo que estar trabajando, ya mero me jubilo, me falta un año para cumplir los 60 y que me den mi jubilación”, repite varias veces preocupado, pateando el piso, enojado por depender de sus hijos y por su nueva rutina de desaparecer de casa desde que amanece hasta que anochece para no dar lástimas a los suyos.
En otra jardinera está un tamaulipeco a quien llaman El Víbora, un cincuentón que lleva tatuados una mujer desnuda, un cuervo y un pez vela, y El Rambo, un flaco de 28 años al que se le saltan los huesos, a la espera del último taco del día.
“Hay muchos como nosotros. Hemos visto muchas muchachas nuevas en los prostíbulos, estrenándose rejovencitas, o vendiéndose en el centro porque no completan para sacar lo de los chavitos”, comenta El Rambo.
“Muchos se van a la más fácil: robar tiendas. Pero en las orillas ya se está diciendo que van a quebrar a los patrones porque no dan trabajo… y sí los van a quebrar”, dice El Víbora.
La adoración nocturna premerienda se alarga y la joven que presume por el micrófono cómo Dios cambió su vida no finaliza su testimonio. Rambo y El Víbora dejan de salivar y se resignan. Caminan hacia la parada del autobús para no perder el último y ahorrarse las tres horas a pie para llegar a casa. Se van con el estómago vacío. No vieron cumplida la promesa bíblica, porque Dios no provee. No en estos tiempos.
Crece la pobreza
La última encuesta del Inegi arrojó que la pobreza creció en México en los últimos tres años, cuando todavía no mostraba su peor cara la crisis económica mundial ni los estragos causados por la influenza.
Así las cosas, para 2008, casi 51 millones de mexicanos no lograban satisfacer sus necesidades básicas con el ingreso que obtienen. Y de ellos, cerca de 20 millones no tienen suficiente para comer aunque dediquen todo lo que ganan a la compra de alimentos.
Entre 2006 y 2008, la cantidad de personas que no pudieron comprar alimentos básicos pasó de 14.4 millones a 19.5 millones, reveló el Consejo Nacional de Evaluación de Política Social (Coneval).
Como escribió el experto Enrique del Val en El Universal, México, la potencia económica mundial número 12, “tiene a la quinta parte de su población, literal y casi realmente, muerta de hambre”.
En ciudades fronterizas como Juárez –cuya industria maquiladora depende de la deprimida economía estadunidense, y que además tiene un severo problema de narcoviolencia–, la nueva miseria muestra rasgos preocupantes, como los que notó Socorro Hernández, la jefa de nutrición de la guardería participativa OPI, al ver la inquietud de los niños que atienden.
“Llegan del fin de semana con mucha hambre, piden de más, y nos sentimos mal porque no podemos repetir el platillo y se quedan con hambre. A veces, cuando se van a sus casas, ya no comen hasta el otro día que vienen a la guardería y unos ni se quieren ir, porque en su casa no hay comida, porque prácticamente acá los traen a comer”, relata.
El hambre feroz de los lunes refleja los resultados de la estrategia de “paros técnicos” aprobada por el gobierno federal para que las maquiladoras suspendan funciones sin despedir empleados, castigando el salario de los trabajadores, y señala la necesidad de que se creen programas sociales para atender la emergencia.
Hernández tiene sobre su escritorio un archivo con nuevas solicitudes de trabajo que crece todos los días. En la carpeta pueden leerse una treintena de aplicaciones urgentes, como la de Alejandra Damián, una desempleada con cinco hijos, esposa de otro desempleado. O la exobrera María Santos, quien en el perfil del puesto aspirado escribe “lo que me ponga a hacer”, lo mismo que Berenice Bugarín, madre de tres, que responde “necesito mucho el trabajo, denme la oportunidad ya sea en limpieza, cocina o donde se pueda”.
El apartado sobre la fecha en la cual podrían comenzar a trabajar es un rosario de desesperación: “en cuanto me llamen”, “hoy mismo”, “ya” o “inmediatamente”.
“No podemos dar trabajos, la capacidad era para 113 niños y este año algunos meses hemos tenido nomás 41, porque con el cierre de las maquilas se dieron de baja muchas mamás. Ahora hasta las mamás vienen a ver si aquí las podemos ocupar; hoy vino una mamá llorando porque no tenía para la leche de hoy de su niño”, explica Hernández entristecida.
El sueño de madrugada
Desde las cuatro de la mañana comienzan a verse las siluetas de personas que hacen fila afuera de las maquiladoras en busca de empleo.
De la maquila Werner, a las siete de la mañana sale una supervisora que grita: “Ahorita sólo se va a recibir puro hombre, puro recomendado, puro de 22 años para arriba, no se acepta ningún reingreso”.
Eso expulsa a una cuarta parte de los aspirantes. A varios de ellos los cesaron con la promesa de que, cuando pasara la crisis, los iban a recontratar. Las mujeres no pierden tiempo en discutir y corren a la empresa más cercana a ver si tienen suerte de estar afuera cuando reciban solicitudes.
En las maquiladoras, en los mejores días, pueden contratar hasta a dos personas. Quedan eliminados aquellos que cumplieron un año sin trabajar y los novatos.
“Vine desde las cinco de la mañana para ser el primero, pero no me tocó, está amolada la cosa”, dice frustrado Rubén Díaz, un chiapaneco cuarentón que desde febrero se habilitó como vendedor de dulces para no regresar a su tierra.
Otros de la fila dicen que venden galletas o pasteles; unos más recogen chatarra que les compran en los yonkes; las mujeres ofrecen cosméticos, y algunos hombres se convirtieron en amas de casa.
Mónica González, exempleada de Werner, no manda a sus dos hijos a la escuela desde que la despidieron. “Lo primero es comer, para lo demás no alcanza”, dice la obrera.
El investigador del Colegio de la Frontera Norte, Rodolfo Rubio, registra que, a pesar del desempleo, muchas familias que migraron de otras partes del país a Juárez no se han regresado a sus estados natales porque allá tampoco hay trabajo.
Expresa que, como estrategia de supervivencia, se están hacinando bajo un mismo techo con otras familias para compartir gastos y han salido a ofrecer en la calle sus oficios o se convirtieron en ambulantes.
Esos son apenas unos de los escuetos síntomas de la necesidad. Pero hay más.
María de Jesús Perales pide una lata de leche o despensa afuera de la oficina del alcalde Reyes Ferriz para el pequeño bulto rosa que lleva en brazos, una niña de 10 días de nacida.
Minutos antes de su arribo al ayuntamiento, el alcalde explicaba a Proceso que la crisis económica no ha causado tantos estragos en Juárez porque no todos han perdido sus empleos (si acaso, la mitad de los miembros de una misma familia, según explicó) y porque a los juarenses los amortigua que el salario mínimo en la ciudad es uno de los más altos del país.
Afuera, María de Jesús Perales cuenta otra historia: su papá, su mamá, ella, su esposo y su hermana, que comparten un mismo techo y sostienen a sus dos niñas, no tienen trabajo.
“Mi esposo trabajaba con mi papá en la obra, pero ya tienen medio año que no consiguen; luego salíamos a las colonias a ver qué nos encontrábamos tirado, a juntar fierro, pero ya no hallamos. Mi mamá y mi hermana estaban en una maquila y las corrieron como si nada”, narra mientras se encamina a la salida del ayuntamiento, donde le dijeron que no la podían atender y que pidiera ayuda al gobierno federal.
“Ya nos queda poquita leche de la Liconsa y me da vergüenza pedir, pero no queda de otra”, dice la joven de 19 años antes de cruzar la calle para encontrarse con su esposo que la espera en la esquina, y con quien discute si empiezan a pedir limosna.
Son los nuevos integrantes del ejército de hambrientos ambulantes, de los deses- peranzados que caminan todo el día en busca de alimentos, ya no de trabajo, porque de eso tampoco hay.
Un ejército de hambrientos ambulantes mendiga en las calles de Ciudad Juárez en busca de alimentos, o en las guarderías, los refugios y los servicios asistenciales religiosos que ya están saturados de gente desesperada, sin oportunidad de conseguir un trabajo de lo que sea. El alcalde Reyes Ferriz dice que no es para tanto, pero la realidad lo contradice. Para sobrevivir, muchos se inventan oficios infructuosos o tratan de vender lo que pueden... hasta el cuerpo; otros se niegan a robar, y a los más jóvenes no falta el que les dice: “póngase a vender droga, cabrón, y se aliviana”.
CIUDAD JUÁREZ, CHIH.- Las cuidadoras de la Guardería Participativa OPI notaron que desde enero los niños agarraron una nueva maña: pedir el doble o hasta el triple de ración de comida. Exigen más sopa, más leche, más galletas, más de lo que sea. Intrigadas, las trabajadoras indagaron con las mamás qué ocurría y dieron con la realidad: están pasando hambre en sus casas.
El fenómeno se reproduce por toda la ciudad. Lo ha visto el cura del templo San Vicente de Paul, en la precaria colonia Díaz Ordaz, que durante años alimentó a 150 niños en el comedor Niños de Jesús, aledaño a la iglesia, y ahora tiene que multiplicar panes y peces porque se le juntan al día hasta 350 infantes.
Lo mismo reportan en El Pescador, el comedor de adobe localizado junto a la línea del cruce fronterizo a El Paso, Texas, donde los encargados tuvieron que racionar los alimentos porque ya no reciben únicamente migrantes encaminados a Estados Unidos: de los cerros aledaños también bajan familias hambreadas a sentarse a la mesa.
O la directora del Centro de Promoción Juvenil, Teresa Almada, que al trabajar con veinteañeros de colonias populares los escucha hablar del desempleo, y cuando acuden a las reuniones de trabajo comen con la desesperación de los náufragos. “Algunos decían que estaban pensando hacer algo para reingresar al Cereso porque ahí, por lo menos, comían algo”, narra la socióloga.
Los primeros síntomas del hambre se notan en toda la ciudad en detalles minúsculos.
La nueva miseria se trasluce, por ejemplo, en la moda de colgar tendederos afuera de las casas para rematar ropa usada o la tendencia de llenar las banquetas con muebles usados en oferta. En la aparición de brigadas de mujeres y niños que venden tortillas y panes casa por casa y de padres de familia dedicados a levantar botes, cartón o cobre que venden para completar el gasto. O en las filas de desempleados que se forman de madrugada para dejar currículum afuera de las maquiladoras o para pedir al Seguro Social un adelanto de lo ahorrado para la vejez.
El brebaje formado por la crisis económica mundial, el desplome de la industria maquiladora, el fracaso de las políticas antipobreza y el desempleo han mudado el aspecto de la ciudad.
La necesidad remodeló el paisaje urbano. Los pasillos de los puentes peatonales que unen a México y Estados Unidos se llenaron de gente que se estrena en la mendicidad o en la venta de chicles. Los camellones de varias avenidas son ocupados por amas de casa que se autoemplean en la venta de garage. Varias viviendas del centro mantienen puertas abiertas porque sus inquilinas se inauguraron en el oficio de vender el cuerpo.
En el centro de la ciudad aparecieron también grupos de hambrientos ambulantes que caminan todo el día en busca de comida. Los integrantes de este ejército de desesperados madrugan a diario porque saben que a las ocho de la mañana unas monjas ofrecen desayuno afuera de la catedral; al medio día se aparecen en el comedor cercano a la estación de bomberos, y a las ocho de la noche ya están sentados en la plaza recibiendo sermones religiosos para ganarse un café caliente y un burrito.
Uno de estos desesperados es David Galindo, un carpintero duranguense de 48 años que tres meses atrás fue expulsado de Estados Unidos y, como muchos, se quedó varado en este limbo fronterizo, sin dinero para regresar a su terruño natal y sin oportunidad de conseguir trabajo.
Su rutina diaria consiste en peregrinar desde las cinco de la mañana buscando trabajos que nunca encuentra en restaurantes, negocios y mercados, ofreciéndose como albañil, carpintero, descargamercancías o lavaplatos.
Por las noches, cuando cierra los ojos y siente el estómago vacío, le vienen muchas tentaciones que ha logrado espantar. Por ahora.
“Llegan malos pensamientos con la desesperación y pienso ‘Dios mío, ¿qué voy a hacer, me toca robar?’ No soy ladrón, todavía tengo principios, pero se siente feo morir de hambre”, dice Galindo, sentado en una jardinera en la plaza central, esperando que el grupo evangélico termine sus festivas alabanzas y proceda a repartir el pan.
Galindo lleva tenis macizos que usaba el día de su deportación y carga en la espalda una mochila que contiene un bote vacío para agua y alguna herramienta que pudiera necesitar en caso de que salga la oportunidad de hacerle al milusos.
Si intenta pedir limosna, lo insultan, porque su aspecto de joven fuerte no corresponde a la imagen de un pordiosero.
“En dos o tres colonias me han dicho ‘póngase a vender droga, cabrón, y se aliviana, si quiere yo le doy’. Pero prefiero andar de perra flaca, batallando, durmiendo en parques, sin miedo a que me maten”, dice con el ceño fruncido, angustiándose con la charla.
A su alrededor, en la plaza, hay otros hambrientos ambulantes. Está José Luis Martínez, un lagunero de 59 años deprimido porque, aunque trabajó desde los 20, lo despidieron hace nueve meses y no ha vuelto a colocarse.
“Ya tengo que estar trabajando, ya mero me jubilo, me falta un año para cumplir los 60 y que me den mi jubilación”, repite varias veces preocupado, pateando el piso, enojado por depender de sus hijos y por su nueva rutina de desaparecer de casa desde que amanece hasta que anochece para no dar lástimas a los suyos.
En otra jardinera está un tamaulipeco a quien llaman El Víbora, un cincuentón que lleva tatuados una mujer desnuda, un cuervo y un pez vela, y El Rambo, un flaco de 28 años al que se le saltan los huesos, a la espera del último taco del día.
“Hay muchos como nosotros. Hemos visto muchas muchachas nuevas en los prostíbulos, estrenándose rejovencitas, o vendiéndose en el centro porque no completan para sacar lo de los chavitos”, comenta El Rambo.
“Muchos se van a la más fácil: robar tiendas. Pero en las orillas ya se está diciendo que van a quebrar a los patrones porque no dan trabajo… y sí los van a quebrar”, dice El Víbora.
La adoración nocturna premerienda se alarga y la joven que presume por el micrófono cómo Dios cambió su vida no finaliza su testimonio. Rambo y El Víbora dejan de salivar y se resignan. Caminan hacia la parada del autobús para no perder el último y ahorrarse las tres horas a pie para llegar a casa. Se van con el estómago vacío. No vieron cumplida la promesa bíblica, porque Dios no provee. No en estos tiempos.
Crece la pobreza
La última encuesta del Inegi arrojó que la pobreza creció en México en los últimos tres años, cuando todavía no mostraba su peor cara la crisis económica mundial ni los estragos causados por la influenza.
Así las cosas, para 2008, casi 51 millones de mexicanos no lograban satisfacer sus necesidades básicas con el ingreso que obtienen. Y de ellos, cerca de 20 millones no tienen suficiente para comer aunque dediquen todo lo que ganan a la compra de alimentos.
Entre 2006 y 2008, la cantidad de personas que no pudieron comprar alimentos básicos pasó de 14.4 millones a 19.5 millones, reveló el Consejo Nacional de Evaluación de Política Social (Coneval).
Como escribió el experto Enrique del Val en El Universal, México, la potencia económica mundial número 12, “tiene a la quinta parte de su población, literal y casi realmente, muerta de hambre”.
En ciudades fronterizas como Juárez –cuya industria maquiladora depende de la deprimida economía estadunidense, y que además tiene un severo problema de narcoviolencia–, la nueva miseria muestra rasgos preocupantes, como los que notó Socorro Hernández, la jefa de nutrición de la guardería participativa OPI, al ver la inquietud de los niños que atienden.
“Llegan del fin de semana con mucha hambre, piden de más, y nos sentimos mal porque no podemos repetir el platillo y se quedan con hambre. A veces, cuando se van a sus casas, ya no comen hasta el otro día que vienen a la guardería y unos ni se quieren ir, porque en su casa no hay comida, porque prácticamente acá los traen a comer”, relata.
El hambre feroz de los lunes refleja los resultados de la estrategia de “paros técnicos” aprobada por el gobierno federal para que las maquiladoras suspendan funciones sin despedir empleados, castigando el salario de los trabajadores, y señala la necesidad de que se creen programas sociales para atender la emergencia.
Hernández tiene sobre su escritorio un archivo con nuevas solicitudes de trabajo que crece todos los días. En la carpeta pueden leerse una treintena de aplicaciones urgentes, como la de Alejandra Damián, una desempleada con cinco hijos, esposa de otro desempleado. O la exobrera María Santos, quien en el perfil del puesto aspirado escribe “lo que me ponga a hacer”, lo mismo que Berenice Bugarín, madre de tres, que responde “necesito mucho el trabajo, denme la oportunidad ya sea en limpieza, cocina o donde se pueda”.
El apartado sobre la fecha en la cual podrían comenzar a trabajar es un rosario de desesperación: “en cuanto me llamen”, “hoy mismo”, “ya” o “inmediatamente”.
“No podemos dar trabajos, la capacidad era para 113 niños y este año algunos meses hemos tenido nomás 41, porque con el cierre de las maquilas se dieron de baja muchas mamás. Ahora hasta las mamás vienen a ver si aquí las podemos ocupar; hoy vino una mamá llorando porque no tenía para la leche de hoy de su niño”, explica Hernández entristecida.
El sueño de madrugada
Desde las cuatro de la mañana comienzan a verse las siluetas de personas que hacen fila afuera de las maquiladoras en busca de empleo.
De la maquila Werner, a las siete de la mañana sale una supervisora que grita: “Ahorita sólo se va a recibir puro hombre, puro recomendado, puro de 22 años para arriba, no se acepta ningún reingreso”.
Eso expulsa a una cuarta parte de los aspirantes. A varios de ellos los cesaron con la promesa de que, cuando pasara la crisis, los iban a recontratar. Las mujeres no pierden tiempo en discutir y corren a la empresa más cercana a ver si tienen suerte de estar afuera cuando reciban solicitudes.
En las maquiladoras, en los mejores días, pueden contratar hasta a dos personas. Quedan eliminados aquellos que cumplieron un año sin trabajar y los novatos.
“Vine desde las cinco de la mañana para ser el primero, pero no me tocó, está amolada la cosa”, dice frustrado Rubén Díaz, un chiapaneco cuarentón que desde febrero se habilitó como vendedor de dulces para no regresar a su tierra.
Otros de la fila dicen que venden galletas o pasteles; unos más recogen chatarra que les compran en los yonkes; las mujeres ofrecen cosméticos, y algunos hombres se convirtieron en amas de casa.
Mónica González, exempleada de Werner, no manda a sus dos hijos a la escuela desde que la despidieron. “Lo primero es comer, para lo demás no alcanza”, dice la obrera.
El investigador del Colegio de la Frontera Norte, Rodolfo Rubio, registra que, a pesar del desempleo, muchas familias que migraron de otras partes del país a Juárez no se han regresado a sus estados natales porque allá tampoco hay trabajo.
Expresa que, como estrategia de supervivencia, se están hacinando bajo un mismo techo con otras familias para compartir gastos y han salido a ofrecer en la calle sus oficios o se convirtieron en ambulantes.
Esos son apenas unos de los escuetos síntomas de la necesidad. Pero hay más.
María de Jesús Perales pide una lata de leche o despensa afuera de la oficina del alcalde Reyes Ferriz para el pequeño bulto rosa que lleva en brazos, una niña de 10 días de nacida.
Minutos antes de su arribo al ayuntamiento, el alcalde explicaba a Proceso que la crisis económica no ha causado tantos estragos en Juárez porque no todos han perdido sus empleos (si acaso, la mitad de los miembros de una misma familia, según explicó) y porque a los juarenses los amortigua que el salario mínimo en la ciudad es uno de los más altos del país.
Afuera, María de Jesús Perales cuenta otra historia: su papá, su mamá, ella, su esposo y su hermana, que comparten un mismo techo y sostienen a sus dos niñas, no tienen trabajo.
“Mi esposo trabajaba con mi papá en la obra, pero ya tienen medio año que no consiguen; luego salíamos a las colonias a ver qué nos encontrábamos tirado, a juntar fierro, pero ya no hallamos. Mi mamá y mi hermana estaban en una maquila y las corrieron como si nada”, narra mientras se encamina a la salida del ayuntamiento, donde le dijeron que no la podían atender y que pidiera ayuda al gobierno federal.
“Ya nos queda poquita leche de la Liconsa y me da vergüenza pedir, pero no queda de otra”, dice la joven de 19 años antes de cruzar la calle para encontrarse con su esposo que la espera en la esquina, y con quien discute si empiezan a pedir limosna.
Son los nuevos integrantes del ejército de hambrientos ambulantes, de los deses- peranzados que caminan todo el día en busca de alimentos, ya no de trabajo, porque de eso tampoco hay.
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