Arturo Cano / La Jornada.- Alba Leticia Ochoa, 52 años, ingeniera agrónoma con estudios de posgrado en Costa Rica, camina altiva en medio de tres cobras: "¡Me llevan porque no ando con (cédula de) identidad!", grita. Uno de los cobras –policías antimotines con uniformes camuflados, los más duros– intenta empujarla: "¡Voy caminando!", se impone Alba Leticia, antes de traspasar la valla de militares que resguarda la sede del Congreso Nacional.
Adentro se la cobran. Frente a una pared, unas 15 personas están tiradas en el piso, sin camisas y sin zapatos, varios de ellos con lesiones por los macanazos recibidos (aunque, en rigor, los soldados no portan macanas, sino tubos. Dos policías quieren obligar a Alba Leticia a echarse al piso, al lado de los otros detenidos. Ella se resiste. Un policía le tira un golpe. Entra al quite una mujer de uniforme. Alba Leticia se desgarra a gritos. Un oficial hace una seña y los soldados de la primera fila alzan sus escudos para que fotógrafos y camarógrafos no capturen la golpiza.
La escena se repite una y otra vez, desde la una de la tarde, hora en que comienza la cacería por todas las calles del centro. Llegan más detenidos, algunos con huellas visibles de los golpes. Reciben el mismo trato. "Me llevan nada más porque ellos quieren", dice un hombre. Semidesnudos, los tienden en el suelo, a los pies del salón de sesiones, donde el pasado 28 de junio los diputados hicieron presidente a Roberto Micheletti, tras aceptar una supuesta renuncia de Manuel Zelaya.
Como si fuera función de circo
Policías y empleados del Congreso se acercan a los detenidos para mirarlos, como bichos raros. Desde los ventanales de arriba, otros empleados parecen asistir a una función de circo. Los soldados alzan una y otra vez sus escudos, en un intento de que no haya testimonios gráficos.
A pesar de que el Congreso es una muralla verde, la gente se acerca poco a poco. Un hombre suplica: "Llévenlos, pero no los golpeen!" Mabel Carolina López, cuya hermana está ahí, tendida en el piso, deja los pulmones en su reclamo: “¡Mi hermana es maestra de Choluteca y está golpeada, le dieron de toletazos! ¡Tienen que venir los cascos azules, nos están matando, ya no soportamos esto!” Los soldados ni se inmutan.
Un nuevo contingente de soldados llega desde una calle aledaña: "¡Fuera! ¡Circulen!" "¡Prensa internacional!", dice una voz. "¡Largo de aquí!", vocifera el valiente capitán, mientras reparte golpes con un fuete.
Mabel Carolina se va con un grito: "¡Ya van a ver cuando venga (Hugo) Chávez, desgraciados!"
Los consejeros
A unos pasos de donde yacen los zelayistas, y algunos ciudadanos que sólo pasaban por el centro de la ciudad, está la oficina del teniente coronel retirado Eric O’Connor Bain, jefe de seguridad del Congreso y primo del presidente de facto Roberto Micheletti Bain. Para entrar a las sesiones públicas del Congreso es preciso pasar por una entrevista con él, y dejar con sus asistentes copias de pasaporte y credenciales de prensa. "¿Y por qué le interesa Honduras?", suelta, muy amigable, la pregunta de apertura de su interrogatorio.
En los sesenta, el entonces subteniente O’Connor Bain, hijo de mexicano-irlandés, estuvo en dos oportunidades en la Escuela de las Américas, en cursos de "tácticas" y "armas de infantería". Ya en los últimos años, cuenta un viceministro de Zelaya, O’Connor es el filtro para acercarse a su primo, presidente del Congreso hasta el pasado 28 de junio. El mismo funcionario asegura que O’Connor llevó a un personaje célebre, el capitán Billy Joya, a trabajar en la campaña de Roberto Micheletti, cuando el ahora presidente de facto buscó la candidatura presidencial del Partido Liberal (y quedó en tercer lugar).
Las calles de esta ciudad están llenas de pintas que rezan: "Billy Joya asesino, el pueblo no olvida". Joya fue pieza clave del Batallón 3-16, que en los años ochenta torturó, desapareció y asesinó a centenares de hondureños. En los primeros días posteriores al golpe apareció en la televisión, en calidad de "analista político", para explicar que el malévolo plan de Manuel Zelaya se remontaba a líneas trazadas por el diario Pravda y por Salvador Allende.
Luego, dio una entrevista a Ginger Thompson, del New York Times, en la que aseguró que nunca le probaron nada, además de declararse orgulloso de haber formado parte de una política cuyo lema era: "El mejor comunista es el comunista muerto".
Esos son los personajes que ayudan a Micheletti a cumplir la promesa que hiciera el pasado 31 de julio: "Vamos a poner orden en este país".
La marcha del día comienza en la Universidad Pedagógica, donde ayer los disturbios terminaron con un autobús y un restaurante en llamas.
Unos diez mil manifestantes avanzan en calma los cuatro o cinco kilómetros que los separan del centro de la ciudad. Al grito de "¡Si buscas un ladrón, en el Congreso hay un montón!", la vanguardia de la marcha se desvía al Congreso Nacional, a una cuadra del Parque Central, custodiado por los militares que según el gobierno están en sus cuarteles.
Distraído o temerario, el democristiano Ramón Velásquez, vicepresidente del Congreso, sale en ese preciso momento. Los manifestantes lo reconocen. "¡Golpista!", le gritan. Algunos le arrojan agua. Un hombretón de plano se le va encima y lo derriba. Otros manifestantes lo protegen. Es la orden de arranque.
Policías y soldados rompen filas. El grueso de la marcha no se da por enterada. Lo que es primero un enfrentamiento de gases lacrimógenos contra piedras se convierte pronto en una cacería. Policías y soldados avanzan por las calles para cercar y separar a los marchistas. Los comercios cierran sus puertas. Un helicóptero no deja de tronar sobre las cabezas. Uno de los primeros en caer, víctima de tremenda golpiza según testigos, es el diputado Marvin Ponce, de Unificación Democrática.
El cable de Notimex dirá horas más tarde que los zelayistas intentaron "entrar por la fuerza" al Congreso, aunque ni lo pretendieron ni podrían haberlo logrado.
Durante cerca de dos horas los policías van de un lado a otro, cercando a los marchistas y deteniendo a los que se desvalagan. Las estaciones de policía se llenan de presos. Algunos grupos de jóvenes no dejan de lanzar piedras contra las fuerzas del orden, pero también contra edificios y automóviles.
–Me preocupa usted, porque no puede correr– le dice un hombre a una anciana.
–Por eso me gusta andar sola, para que nadie se preocupe– responde la mujer, en la suma de absurdos en medio de la batalla.
Los rezos
"¡Agua, agua!", dice un hombre que, muy tranquilo, reparte bolsas del líquido sin ocuparse del gas lanzado a tres metros de sus pies. Un contingente de soldados avanza: todos pertrechados con tubos, escudos y un M-16. Pero uno de ellos carga un extintor… y un palo de escoba.
Cada tanto, personas vuelven a reunirse frente al Congreso. Y cada tanto policías y soldados los desalojan blandiendo sus toletes. Un policía hace el ademán de golpear a unos muchachitos de secundaria con todo y sus unifomes: “¡Estudien para que no sean chepos!” (lo mismo policías que soldados son llamados así).
Los militares con rango miran la escena desde arriba, como quien dirige una batalla contra un peligroso enemigo de la patria. Lentes negros, brazos cruzados, barbilla alzada, y un brazo que indica dónde o a quién tundir.
Las sirenas de las ambulancias completan el panorama. Los heridos con suerte son sacados en camillas. Un taxista que trabaja en la zona observa que los detenidos del Congreso son sacados y subidos a un camión del ejército. Sigue al camión y luego se va a Radio Globo, donde cuenta: "Eran 33, los sacaron por el portón de abajo y los llevaron al Fuerte General Cabañas".
Corre de una calle a otra la profesora Hedmé Castro, y señala los edificios aledaños desde donde, dice, lanzan el gas lacrimógeno.
El hombre de los bigotes está entregado, indefenso. Su pecado: llevar un sombrero como el que usa el presidente Manuel Zelaya. El policía que lo lleva asido de la camisa lo zarandea, otro le quita la mochila y la estrella en el suelo. Lo avientan al centro de un grupo de cobras. Llueven los toletazos. Los manifestantes que se atreven todavía a andar por ahí gritan: "¡Déjenlo, déjenlo, ya no le peguen!"
A la misma hora, policías y soldados toman control de la Universidad Pedagógica donde, según un informe oficial, detienen a 95 personas. El objetivo es que los marchistas venidos de otros lugares del país no tengan donde dormir.
Poco antes de que llegue la marcha, la diputada María Eugenia Landa ha exigido una "reunión de emergencia para tomar medidas inmediatas para rescatar a nuestra ciudad del vandalismo". La diputada se lamenta: "Me indigna la manera como han dañado el ornato de la capital. Por doquier hallamos letreros que desmoralizan y ya es hora de que depongamos esa violencia".
Le hacen caso de inmediato, aunque el resultado sea, según denuncia el Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras (Codadeh), "veinte personas con lesiones, dos de ellas totalmente deformadas por los golpes y que no se sabe si sobrevivirán".
A las cinco de la tarde, dos horas antes de inicio del encuentro de futbol, también les tunden a los manifestantes en San Pedro Sula. "Estos traidores a la patria deben entender que los hondureños no nos vamos a doblegar", dice desde esa ciudad la diputada Silvia Ayala.
Las acciones para "poner orden" habían comenzado antes. En la madrugada, pese al toque de queda, las oficinas de Vía Campesina, del Sindicato de Trabajadores de la Industria de las Bebidas y la UPN son tiroteadas por desconocidos que sólo causan daños materiales.
Diez minutos antes de que comience el partido de futbol entre Honduras y Costa Rica, Roberto Micheletti aparece en cadena nacional para denunciar el "hostigamiento externo" acompañado de "brotes de violencia interna". Promete que respetará los derechos humanos. Denuncia el financiamiento con dólares del exterior de "pequeños grupos de oposición" e invita a la ciudadanía a denunciar a "extranjeros sospechosos". Para cerrar, pide a todos los hondureños orar "porque ganemos este partido".
Cuando cae la noche y se juega el crucial encuentro, el dramaturgo Tito Ochoa pide ayuda para encontrar a su hermana, la agrónoma Alba Leticia, pues en todas las estaciones de policía se la niegan.
Adentro se la cobran. Frente a una pared, unas 15 personas están tiradas en el piso, sin camisas y sin zapatos, varios de ellos con lesiones por los macanazos recibidos (aunque, en rigor, los soldados no portan macanas, sino tubos. Dos policías quieren obligar a Alba Leticia a echarse al piso, al lado de los otros detenidos. Ella se resiste. Un policía le tira un golpe. Entra al quite una mujer de uniforme. Alba Leticia se desgarra a gritos. Un oficial hace una seña y los soldados de la primera fila alzan sus escudos para que fotógrafos y camarógrafos no capturen la golpiza.
La escena se repite una y otra vez, desde la una de la tarde, hora en que comienza la cacería por todas las calles del centro. Llegan más detenidos, algunos con huellas visibles de los golpes. Reciben el mismo trato. "Me llevan nada más porque ellos quieren", dice un hombre. Semidesnudos, los tienden en el suelo, a los pies del salón de sesiones, donde el pasado 28 de junio los diputados hicieron presidente a Roberto Micheletti, tras aceptar una supuesta renuncia de Manuel Zelaya.
Como si fuera función de circo
Policías y empleados del Congreso se acercan a los detenidos para mirarlos, como bichos raros. Desde los ventanales de arriba, otros empleados parecen asistir a una función de circo. Los soldados alzan una y otra vez sus escudos, en un intento de que no haya testimonios gráficos.
A pesar de que el Congreso es una muralla verde, la gente se acerca poco a poco. Un hombre suplica: "Llévenlos, pero no los golpeen!" Mabel Carolina López, cuya hermana está ahí, tendida en el piso, deja los pulmones en su reclamo: “¡Mi hermana es maestra de Choluteca y está golpeada, le dieron de toletazos! ¡Tienen que venir los cascos azules, nos están matando, ya no soportamos esto!” Los soldados ni se inmutan.
Un nuevo contingente de soldados llega desde una calle aledaña: "¡Fuera! ¡Circulen!" "¡Prensa internacional!", dice una voz. "¡Largo de aquí!", vocifera el valiente capitán, mientras reparte golpes con un fuete.
Mabel Carolina se va con un grito: "¡Ya van a ver cuando venga (Hugo) Chávez, desgraciados!"
Los consejeros
A unos pasos de donde yacen los zelayistas, y algunos ciudadanos que sólo pasaban por el centro de la ciudad, está la oficina del teniente coronel retirado Eric O’Connor Bain, jefe de seguridad del Congreso y primo del presidente de facto Roberto Micheletti Bain. Para entrar a las sesiones públicas del Congreso es preciso pasar por una entrevista con él, y dejar con sus asistentes copias de pasaporte y credenciales de prensa. "¿Y por qué le interesa Honduras?", suelta, muy amigable, la pregunta de apertura de su interrogatorio.
En los sesenta, el entonces subteniente O’Connor Bain, hijo de mexicano-irlandés, estuvo en dos oportunidades en la Escuela de las Américas, en cursos de "tácticas" y "armas de infantería". Ya en los últimos años, cuenta un viceministro de Zelaya, O’Connor es el filtro para acercarse a su primo, presidente del Congreso hasta el pasado 28 de junio. El mismo funcionario asegura que O’Connor llevó a un personaje célebre, el capitán Billy Joya, a trabajar en la campaña de Roberto Micheletti, cuando el ahora presidente de facto buscó la candidatura presidencial del Partido Liberal (y quedó en tercer lugar).
Las calles de esta ciudad están llenas de pintas que rezan: "Billy Joya asesino, el pueblo no olvida". Joya fue pieza clave del Batallón 3-16, que en los años ochenta torturó, desapareció y asesinó a centenares de hondureños. En los primeros días posteriores al golpe apareció en la televisión, en calidad de "analista político", para explicar que el malévolo plan de Manuel Zelaya se remontaba a líneas trazadas por el diario Pravda y por Salvador Allende.
Luego, dio una entrevista a Ginger Thompson, del New York Times, en la que aseguró que nunca le probaron nada, además de declararse orgulloso de haber formado parte de una política cuyo lema era: "El mejor comunista es el comunista muerto".
Esos son los personajes que ayudan a Micheletti a cumplir la promesa que hiciera el pasado 31 de julio: "Vamos a poner orden en este país".
La marcha del día comienza en la Universidad Pedagógica, donde ayer los disturbios terminaron con un autobús y un restaurante en llamas.
Unos diez mil manifestantes avanzan en calma los cuatro o cinco kilómetros que los separan del centro de la ciudad. Al grito de "¡Si buscas un ladrón, en el Congreso hay un montón!", la vanguardia de la marcha se desvía al Congreso Nacional, a una cuadra del Parque Central, custodiado por los militares que según el gobierno están en sus cuarteles.
Distraído o temerario, el democristiano Ramón Velásquez, vicepresidente del Congreso, sale en ese preciso momento. Los manifestantes lo reconocen. "¡Golpista!", le gritan. Algunos le arrojan agua. Un hombretón de plano se le va encima y lo derriba. Otros manifestantes lo protegen. Es la orden de arranque.
Policías y soldados rompen filas. El grueso de la marcha no se da por enterada. Lo que es primero un enfrentamiento de gases lacrimógenos contra piedras se convierte pronto en una cacería. Policías y soldados avanzan por las calles para cercar y separar a los marchistas. Los comercios cierran sus puertas. Un helicóptero no deja de tronar sobre las cabezas. Uno de los primeros en caer, víctima de tremenda golpiza según testigos, es el diputado Marvin Ponce, de Unificación Democrática.
El cable de Notimex dirá horas más tarde que los zelayistas intentaron "entrar por la fuerza" al Congreso, aunque ni lo pretendieron ni podrían haberlo logrado.
Durante cerca de dos horas los policías van de un lado a otro, cercando a los marchistas y deteniendo a los que se desvalagan. Las estaciones de policía se llenan de presos. Algunos grupos de jóvenes no dejan de lanzar piedras contra las fuerzas del orden, pero también contra edificios y automóviles.
–Me preocupa usted, porque no puede correr– le dice un hombre a una anciana.
–Por eso me gusta andar sola, para que nadie se preocupe– responde la mujer, en la suma de absurdos en medio de la batalla.
Los rezos
"¡Agua, agua!", dice un hombre que, muy tranquilo, reparte bolsas del líquido sin ocuparse del gas lanzado a tres metros de sus pies. Un contingente de soldados avanza: todos pertrechados con tubos, escudos y un M-16. Pero uno de ellos carga un extintor… y un palo de escoba.
Cada tanto, personas vuelven a reunirse frente al Congreso. Y cada tanto policías y soldados los desalojan blandiendo sus toletes. Un policía hace el ademán de golpear a unos muchachitos de secundaria con todo y sus unifomes: “¡Estudien para que no sean chepos!” (lo mismo policías que soldados son llamados así).
Los militares con rango miran la escena desde arriba, como quien dirige una batalla contra un peligroso enemigo de la patria. Lentes negros, brazos cruzados, barbilla alzada, y un brazo que indica dónde o a quién tundir.
Las sirenas de las ambulancias completan el panorama. Los heridos con suerte son sacados en camillas. Un taxista que trabaja en la zona observa que los detenidos del Congreso son sacados y subidos a un camión del ejército. Sigue al camión y luego se va a Radio Globo, donde cuenta: "Eran 33, los sacaron por el portón de abajo y los llevaron al Fuerte General Cabañas".
Corre de una calle a otra la profesora Hedmé Castro, y señala los edificios aledaños desde donde, dice, lanzan el gas lacrimógeno.
El hombre de los bigotes está entregado, indefenso. Su pecado: llevar un sombrero como el que usa el presidente Manuel Zelaya. El policía que lo lleva asido de la camisa lo zarandea, otro le quita la mochila y la estrella en el suelo. Lo avientan al centro de un grupo de cobras. Llueven los toletazos. Los manifestantes que se atreven todavía a andar por ahí gritan: "¡Déjenlo, déjenlo, ya no le peguen!"
A la misma hora, policías y soldados toman control de la Universidad Pedagógica donde, según un informe oficial, detienen a 95 personas. El objetivo es que los marchistas venidos de otros lugares del país no tengan donde dormir.
Poco antes de que llegue la marcha, la diputada María Eugenia Landa ha exigido una "reunión de emergencia para tomar medidas inmediatas para rescatar a nuestra ciudad del vandalismo". La diputada se lamenta: "Me indigna la manera como han dañado el ornato de la capital. Por doquier hallamos letreros que desmoralizan y ya es hora de que depongamos esa violencia".
Le hacen caso de inmediato, aunque el resultado sea, según denuncia el Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Honduras (Codadeh), "veinte personas con lesiones, dos de ellas totalmente deformadas por los golpes y que no se sabe si sobrevivirán".
A las cinco de la tarde, dos horas antes de inicio del encuentro de futbol, también les tunden a los manifestantes en San Pedro Sula. "Estos traidores a la patria deben entender que los hondureños no nos vamos a doblegar", dice desde esa ciudad la diputada Silvia Ayala.
Las acciones para "poner orden" habían comenzado antes. En la madrugada, pese al toque de queda, las oficinas de Vía Campesina, del Sindicato de Trabajadores de la Industria de las Bebidas y la UPN son tiroteadas por desconocidos que sólo causan daños materiales.
Diez minutos antes de que comience el partido de futbol entre Honduras y Costa Rica, Roberto Micheletti aparece en cadena nacional para denunciar el "hostigamiento externo" acompañado de "brotes de violencia interna". Promete que respetará los derechos humanos. Denuncia el financiamiento con dólares del exterior de "pequeños grupos de oposición" e invita a la ciudadanía a denunciar a "extranjeros sospechosos". Para cerrar, pide a todos los hondureños orar "porque ganemos este partido".
Cuando cae la noche y se juega el crucial encuentro, el dramaturgo Tito Ochoa pide ayuda para encontrar a su hermana, la agrónoma Alba Leticia, pues en todas las estaciones de policía se la niegan.
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