La contraproductividad calderonista

JAVIER SICILIA

La contraproductividad podría definirse como aquello que, creado para obtener fines específicos termina, al rebasar ciertos umbrales, por volverse contra ellos. Cuando la escuela lejos de enseñar embrutece o cuando la energía, lejos de aumentar, por ejemplo, la movilidad, la paraliza, podemos decir que hay contraproductividad.

La guerra contra el narcotráfico, que el gobierno de Felipe Calderón creó como uno de los ejes de su administración, corre en este sentido. Nacida de la necesidad de desmantelar las redes del crimen organizado y hacer posible un México seguro, su presencia entre nosotros se ha vuelto contraproductiva en más de un sentido. Lejos de desmantelar las redes criminales y la circulación de las drogas, su presencia ha generado mayor inseguridad entre los ciudadanos, ha multiplicado no sólo las ejecuciones –los muertos por esta guerra son mayores que en zonas de conflictos armados como Irak–, sino también las redes por las que estas organizaciones distribuyen su producto y cooptan a las autoridades; ha creado también miedo en las organizaciones sociales que, so pretexto de esta guerra, son constantemente hostigadas y amenazadas –las denuncias contra el Ejército en la violación de los derechos humanos han ido en aumento. Ha hecho algo peor: está destinando una buena parte del dinero que podría invertirse en educación y cultura –dos rubros importantes para disminuir el consumo de la droga– en inteligencia militar y policiaca, es decir, en actividades para la violencia. Además, con el desempleo que la crisis económica ha generado, con los bajos salarios que se pagan en una buena parte de los empleos que aún quedan, la oferta del crimen organizado se vuelve un sitio atractivo para quienes, bajo el peso de una sociedad de consumo, carecen de salidas.

La guerra de Calderón que perseguía la paz, se ha vuelto en ese sentido una presencia constante de la guerra o, mejor, una presencia constante de la parálisis y de la contraproductividad que garantizan la impunidad. Bajo el pretexto de la seguridad hay que vivir en el terror de encontrarse en medio de una balacera, de ser detenidos –como si estuviéramos en un estado de excepción– por el Ejército o la policía para demostrar nuestra condición de ciudadanos pacíficos, de ser secuestrados, de ver reducidas las partidas destinadas a la producción de cultura y educación en beneficio de la violencia, de mirar el abismo en el que mucha gente, despojada por el sistema, puede encontrar una salida a su desesperación.
Los únicos que han ganado con ella son, al igual que lo fueron los financieros y especuladores, las instituciones contraproductivas de la violencia: policía, Ejército, narcos, gobernantes y jueces corruptos, ciudadanos que lavan dinero e instituciones carcelarias. Esta guerra, como cualquier guerra, define a la ciudadanía como un recurso que –es la lógica del gobierno– hay que proteger a toda costa, o –es la lógica del crimen– que hay que explotar –por el secuestro, la extorsión, el consumo y el miedo– para, en ambos casos, maximizar ganancias improductivas. Esto es lo que ha significado en los tres años de gobierno de Felipe Calderón la guerra contra el narcotráfico: la exclusión brutal del ciudadano que quiere sobrevivir noblemente.
¿Hay alguna salida? Desde mi punto de vista existen dos. El tráfico de drogas es, en el orden del libre mercado –el orden del cinismo–, una empresa más que busca su nicho en la economía. Satanizada por la misma moral que ha exaltado el consumo y el libre mercado y que otrora satanizó otro tipo de empresas que, como la del alcohol, terminó por legalizar, el tráfico de drogas y la contraproductividad que genera su persecución puede desmantelarse legalizándolo. Con ello se controlaría, como he dicho, su calidad para un consumidor que siempre existirá dentro de sociedades basadas en el consumo, y se captarían impuestos que podrían invertirse en salud, en educación y en cultura como medios para reducirlo. La otra sería la que hace poco propuso el vocero de La Familia: negociar.
Desde que la sociedad de consumo sentó sus reales en México, el crimen organizado ha existido. Por mucho tiempo, el gran capo, que fue el Presidente de la República, lo controló con negociaciones que lo mantenían en la periferia. Hoy, frente a la contraproductividad de la guerra y la complejidad jurídica que implica la legalización de la droga, habría que volver a allí. Negociar, como lo hacen las mafias cuando se fracturan, implicaría acuerdos que, sin legitimar los corredores de la droga, no se tocarían a cambio de que las propias mafias mantuvieran intocada a la población: no secuestros, no narcomenudeo. Las mafias tienen códigos de honor nacionales que, bien negociados, reducirían en buena medida la contraproductividad que su combate genera.
No es el bien –el bien implicaría un severo cuestionamiento de la idea de libre mercado, de desarrollo y del monopolio de lo económico–, pero es, dentro de una economía de mercado, el mal menor, un mal que al menos pondría un coto a la tremenda contraproductividad en la que el gobierno de Calderón, contra toda su lógica, se ha empeñado en los últimos tres años.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.

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