Pedro Miguel
El 22 de diciembre de 1997 el zedillato perpetró en Acteal, Chiapas, un crimen de Estado. En una región rigurosamente asfixiada por el Ejército y por las corporaciones policiales estatales y federales, un grupo paramilitar –que no habría podido mover un dedo ni avanzar un metro por los caminos estrechamente vigilados sin el consentimiento y el apoyo de los altos mandos civiles y castrenses– asesinó a 45 integrantes de la organización civil Las Abejas, que no comulgaba con los zapatistas pero tampoco con la estrategia contrainsurgente que se abatía, por órdenes y designio de Los Pinos, sobre las poblaciones indígenas de Los Altos.
Abrumado por las numerosas reacciones de horror y repudio nacionales e internacionales, el régimen zedillista diseñó una política precisa de control de daños: fue entregando a la justicia a los asesinos materiales y días después se inventó, por boca del entonces procurador general de la República, Roberto Madrazo Cuéllar, la tesis de que los homicidios habían sido consecuencia de "conflictos que pueden caracterizarse válidamente como intercomunitarios, e incluso familiares". No había, pues, más culpables que los infelices de filiación priísta que perpetraron la masacre y que fueron consignados de acuerdo con los usos y costumbres de la PGR –es decir, en forma desaseada e inescrupulosa– y juzgados por consigna, como lo hacía, y lo sigue haciendo, el Poder Judicial en este país.
La maniobra y las irregularidades de las imputaciones fueron señaladas desde un primer momento. Andrés Manuel López Obrador, entonces dirigente nacional del PRD, dijo el 26 de diciembre que la investigación de la PGR era "una maniobra de Emilio Chuayffet" que demostraba que las autoridades federales y estatales estaban detrás del baño de sangre y que ponía en evidencia el "país de impunidades". Nueve años más tarde, los académicos e intelectuales orgánicos del paramilitarismo descubrieron, oh, que Madrazo Cuéllar no había hecho bien su trabajo. Y en vez de demandar castigo para los culpables intelectuales, exigieron la exoneración de los materiales.
A ese clavo ardiente se aferraron cuatro de los cinco magistrados de la primera sala de la tremenda corte, para excarcelar a 20 y amparar a 26 de los asesinos, incluso a contrapelo de jurisprudencias del propio organismo, como lo señaló Bárbara Zamora.
Con ese criterio, el máximo tribunal tendría que vaciar todas las cárceles de México: prácticamente no hay homicida, secuestrador, narcotraficante o ladrón sentenciado al que no se le hayan violentado uno o más de sus derechos básicos en el proceso de captura, imputación y juicio. Con su fallo del 12 de agosto, los ministros José de Jesús Gudiño Pelayo, José Ramón Cossío y Olga Sánchez Cordero, remplazaron una justicia muy imperfecta por una injusticia perfecta: a partir de ese día, la masacre de Acteal carece de responsables legales.
Tal vez sea una coincidencia (porque alguna autonomía conservarán los monitos togados) que este gran tributo a las políticas criminales del que "sabía cómo hacerlo" se presente durante el gobierno de éste que, en varios aspectos, parece una copia corregida pero disminuida (por su problema de ilegitimidad) de Ernesto Zedillo: qué poder de evocación guardan la personalidad gris, la torpeza administrativa, la pasión por las trasnacionales y, sobre todo, el extravío que pretende resolver mediante el terror militar problemas de matriz social, económica y política.
Qué bien: en lugar de identificar y sancionar a los funcionarios que cometieron las irregularidades contra los sentenciados, este sistema judicial regala impunidad a unos y a otros. Y por supuesto, ni siquiera se hace preguntas en torno a las responsabilidades de Zedillo –quien aplicó el esquema contrainsurgente y paramilitar que hizo posible el crimen–, de Emilio Chuayffet –aquel secretario de Gobernación que se refugiaba en el anís para eludir sus compromisos–, de Julio César Ruiz Ferro –el gobernador chiapaneco que andaba por San Francisco el día de la masacre– y del propio Madrazo Cuéllar, quien escribió el primer borrador de aquellos "conflictos intercomunitarios" desarrollado años después por algunos intelectuales en una prosa elegante que ahora cae como un chorro de orina políticamente correcta sobre las tumbas de los asesinados.
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El 22 de diciembre de 1997 el zedillato perpetró en Acteal, Chiapas, un crimen de Estado. En una región rigurosamente asfixiada por el Ejército y por las corporaciones policiales estatales y federales, un grupo paramilitar –que no habría podido mover un dedo ni avanzar un metro por los caminos estrechamente vigilados sin el consentimiento y el apoyo de los altos mandos civiles y castrenses– asesinó a 45 integrantes de la organización civil Las Abejas, que no comulgaba con los zapatistas pero tampoco con la estrategia contrainsurgente que se abatía, por órdenes y designio de Los Pinos, sobre las poblaciones indígenas de Los Altos.
Abrumado por las numerosas reacciones de horror y repudio nacionales e internacionales, el régimen zedillista diseñó una política precisa de control de daños: fue entregando a la justicia a los asesinos materiales y días después se inventó, por boca del entonces procurador general de la República, Roberto Madrazo Cuéllar, la tesis de que los homicidios habían sido consecuencia de "conflictos que pueden caracterizarse válidamente como intercomunitarios, e incluso familiares". No había, pues, más culpables que los infelices de filiación priísta que perpetraron la masacre y que fueron consignados de acuerdo con los usos y costumbres de la PGR –es decir, en forma desaseada e inescrupulosa– y juzgados por consigna, como lo hacía, y lo sigue haciendo, el Poder Judicial en este país.
La maniobra y las irregularidades de las imputaciones fueron señaladas desde un primer momento. Andrés Manuel López Obrador, entonces dirigente nacional del PRD, dijo el 26 de diciembre que la investigación de la PGR era "una maniobra de Emilio Chuayffet" que demostraba que las autoridades federales y estatales estaban detrás del baño de sangre y que ponía en evidencia el "país de impunidades". Nueve años más tarde, los académicos e intelectuales orgánicos del paramilitarismo descubrieron, oh, que Madrazo Cuéllar no había hecho bien su trabajo. Y en vez de demandar castigo para los culpables intelectuales, exigieron la exoneración de los materiales.
A ese clavo ardiente se aferraron cuatro de los cinco magistrados de la primera sala de la tremenda corte, para excarcelar a 20 y amparar a 26 de los asesinos, incluso a contrapelo de jurisprudencias del propio organismo, como lo señaló Bárbara Zamora.
Con ese criterio, el máximo tribunal tendría que vaciar todas las cárceles de México: prácticamente no hay homicida, secuestrador, narcotraficante o ladrón sentenciado al que no se le hayan violentado uno o más de sus derechos básicos en el proceso de captura, imputación y juicio. Con su fallo del 12 de agosto, los ministros José de Jesús Gudiño Pelayo, José Ramón Cossío y Olga Sánchez Cordero, remplazaron una justicia muy imperfecta por una injusticia perfecta: a partir de ese día, la masacre de Acteal carece de responsables legales.
Tal vez sea una coincidencia (porque alguna autonomía conservarán los monitos togados) que este gran tributo a las políticas criminales del que "sabía cómo hacerlo" se presente durante el gobierno de éste que, en varios aspectos, parece una copia corregida pero disminuida (por su problema de ilegitimidad) de Ernesto Zedillo: qué poder de evocación guardan la personalidad gris, la torpeza administrativa, la pasión por las trasnacionales y, sobre todo, el extravío que pretende resolver mediante el terror militar problemas de matriz social, económica y política.
Qué bien: en lugar de identificar y sancionar a los funcionarios que cometieron las irregularidades contra los sentenciados, este sistema judicial regala impunidad a unos y a otros. Y por supuesto, ni siquiera se hace preguntas en torno a las responsabilidades de Zedillo –quien aplicó el esquema contrainsurgente y paramilitar que hizo posible el crimen–, de Emilio Chuayffet –aquel secretario de Gobernación que se refugiaba en el anís para eludir sus compromisos–, de Julio César Ruiz Ferro –el gobernador chiapaneco que andaba por San Francisco el día de la masacre– y del propio Madrazo Cuéllar, quien escribió el primer borrador de aquellos "conflictos intercomunitarios" desarrollado años después por algunos intelectuales en una prosa elegante que ahora cae como un chorro de orina políticamente correcta sobre las tumbas de los asesinados.
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