Javier Sicilia
La crisis por la que atraviesa la izquierda mexicana no es nueva. Es un sino que la ha acompañado siempre. No bien logra unificarse cuando inmediatamente se fractura para recaer en toda suerte de pleitos internos, contradicciones y contrasentidos. Del PMT –para hablar de articulaciones que fueron esperanzadoras– al PRD, pasando por el PSUM, la vida de la izquierda ha sido la historia de su incapacidad para permanecer unida. Como una especie de condena de Sísifo, a sus mayores triunfos suceden siempre fracasos que vuelven a colocarla al pie de la montaña.
Sin embargo, mientras a Sísifo lo castigan los dioses por querer robarse la inmortalidad, la izquierda mexicana se castiga a sí misma. Aunque los poderes del mundo neoliberal hacen siempre lo posible por arrojarla al pie de la montaña, su verdadero fracaso radica en su incapacidad para mantener un proyecto. Unificada, en sus mejores momentos, alrededor de una figura carismática –Heberto Castillo, Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador, el Subcomandante Marcos–, los equívocos de sus líderes o sus empecinamientos la decepcionan y fracturan. Aunque el proyecto exista y sea sólido –pienso en el zapatismo y su lenta construcción antes de ocupar la palestra y pelearse con sus interlocutores naturales–, la izquierda no se unifica allí. Un fracaso, un trastabilleo, una crítica bastan para que lo pierda de vista.
La razón es que la mayor parte de la izquierda es incapaz de soportar la frustración, de mantenerse fiel a un proyecto y vivir seriamente la autocrítica para reorientarlo. El todo o la fractura han sido su destino.
Lo que esta actitud deja entrever es que la izquierda nunca ha logrado pensar bien lo que quiere. Con la única intuición de que hay que acabar con el capitalismo, su lucha oscila entre domesticar al capital mediante el poder, lo que sabemos es imposible –por ese camino sólo se llega a la dictadura o, como sucede con las izquierdas europeas, a la sumisión bovina al capital–, o, en un gesto romántico y anacrónico, hacerle la guerra por todos los medios para instaurar otro poder que se convertirá en dictadura. Entre uno y otro extremo, la izquierda se desespera y se atomiza.
En estas actitudes veo lo que Marx llamó la mitificación –la falsificación– que quiere creer y hacernos creer que una política de poder puede, por el simple hecho de que la encabeza una verdad de izquierda, traernos una sociedad mejor en la que por fin se realice la liberación social. Pero una política de poder sólo significa la preparación para la guerra, y en esa guerra, porque la izquierda quiere el todo o la nada, termina, cuando no obtiene todo, por volverse contra sí misma y dividirse en facciones. Esto es absurdo y, sin embargo, ahí están sus reiteradas crisis para mostrarlo.
Si yo fuera marxista, habría sacado de la gran noción de mitificación la idea de que las mejores intenciones pueden ser mitificadas. Lo que olvida la izquierda, ciega ante el dogma de que sólo desde el poder se puede transformar el mundo, es que en Marx había, además de la radicalidad, la modestia del hombre atento: la sumisión a la realidad y la humildad ante la experiencia. Esas características lo habrían llevado sin duda a revisar algunos puntos de vista con respecto al poder, la industrialización y la repartición de las riquezas que sus discípulos de hoy quieren mantener en la esclerosis del dogma. Creo que Marx, ante el nefasto poder de la técnica, de la dictadura totalitaria de los regímenes nacidos del sovietismo, de las consecuencias catastróficas del arrasamiento del campo, de los campesinos y de la globalización, habría reconocido que los datos objetivos para la liberación social habían cambiado y que era preciso pensar en luchas libertarias que, negándose al poder y al faccionalismo, fueran construyendo para el hombre una verdadera libertad social. Pero Marx amaba a los hombres reales, y la izquierda ama la abstracción y el dogma. Prefiere sacrificar la libertad de los otros en nombre de abstracciones políticas que ponerse al servicio de su libertad.
Al igual que en el pasado los estalinistas satanizaban a los trotskistas, a los maoístas, a los revisionistas, y viceversa, hoy, en forma más degradada, los “chuchos”, después del fracaso de López Obrador, satanizan a los lopezobradoristas, ven con desdén a Cárdenas, desprecian a los zapatistas y al EPR, le dan la espalda a movimientos de resistencia social ajenos a sus intereses, y viceversa. A pesar de sus discursos, la izquierda no se abre a una búsqueda real de la justicia. Lo que busca es lo mismo que los liberales: el mito prodigioso del poder que repartirá la riqueza a los hombres. Pero en la medida en que no es su objetivo real, sino mitificado, fracasa. Si la izquierda quiere realmente servir al hombre, debe volver la vista no hacia Marcos, sino hacia el zapatismo, es decir, hacia la renuncia al poder y a la construcción de espacios donde la gente le pone límites y, a partir de sus propias experiencias, construye procesos autónomos, libres y de cooperación. Pero para ello tendría que renunciar al poder, a los dogmas, a las mitificaciones y a las trampas, y ponerse al servicio de una justicia que tiene mil rostros. Si no lo hace, la veremos siempre ascender y regresar, como un Sísifo, a las profundidades, para inútilmente volver a subir la inmensa piedra de la justicia.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
La crisis por la que atraviesa la izquierda mexicana no es nueva. Es un sino que la ha acompañado siempre. No bien logra unificarse cuando inmediatamente se fractura para recaer en toda suerte de pleitos internos, contradicciones y contrasentidos. Del PMT –para hablar de articulaciones que fueron esperanzadoras– al PRD, pasando por el PSUM, la vida de la izquierda ha sido la historia de su incapacidad para permanecer unida. Como una especie de condena de Sísifo, a sus mayores triunfos suceden siempre fracasos que vuelven a colocarla al pie de la montaña.
Sin embargo, mientras a Sísifo lo castigan los dioses por querer robarse la inmortalidad, la izquierda mexicana se castiga a sí misma. Aunque los poderes del mundo neoliberal hacen siempre lo posible por arrojarla al pie de la montaña, su verdadero fracaso radica en su incapacidad para mantener un proyecto. Unificada, en sus mejores momentos, alrededor de una figura carismática –Heberto Castillo, Cuauhtémoc Cárdenas, Andrés Manuel López Obrador, el Subcomandante Marcos–, los equívocos de sus líderes o sus empecinamientos la decepcionan y fracturan. Aunque el proyecto exista y sea sólido –pienso en el zapatismo y su lenta construcción antes de ocupar la palestra y pelearse con sus interlocutores naturales–, la izquierda no se unifica allí. Un fracaso, un trastabilleo, una crítica bastan para que lo pierda de vista.
La razón es que la mayor parte de la izquierda es incapaz de soportar la frustración, de mantenerse fiel a un proyecto y vivir seriamente la autocrítica para reorientarlo. El todo o la fractura han sido su destino.
Lo que esta actitud deja entrever es que la izquierda nunca ha logrado pensar bien lo que quiere. Con la única intuición de que hay que acabar con el capitalismo, su lucha oscila entre domesticar al capital mediante el poder, lo que sabemos es imposible –por ese camino sólo se llega a la dictadura o, como sucede con las izquierdas europeas, a la sumisión bovina al capital–, o, en un gesto romántico y anacrónico, hacerle la guerra por todos los medios para instaurar otro poder que se convertirá en dictadura. Entre uno y otro extremo, la izquierda se desespera y se atomiza.
En estas actitudes veo lo que Marx llamó la mitificación –la falsificación– que quiere creer y hacernos creer que una política de poder puede, por el simple hecho de que la encabeza una verdad de izquierda, traernos una sociedad mejor en la que por fin se realice la liberación social. Pero una política de poder sólo significa la preparación para la guerra, y en esa guerra, porque la izquierda quiere el todo o la nada, termina, cuando no obtiene todo, por volverse contra sí misma y dividirse en facciones. Esto es absurdo y, sin embargo, ahí están sus reiteradas crisis para mostrarlo.
Si yo fuera marxista, habría sacado de la gran noción de mitificación la idea de que las mejores intenciones pueden ser mitificadas. Lo que olvida la izquierda, ciega ante el dogma de que sólo desde el poder se puede transformar el mundo, es que en Marx había, además de la radicalidad, la modestia del hombre atento: la sumisión a la realidad y la humildad ante la experiencia. Esas características lo habrían llevado sin duda a revisar algunos puntos de vista con respecto al poder, la industrialización y la repartición de las riquezas que sus discípulos de hoy quieren mantener en la esclerosis del dogma. Creo que Marx, ante el nefasto poder de la técnica, de la dictadura totalitaria de los regímenes nacidos del sovietismo, de las consecuencias catastróficas del arrasamiento del campo, de los campesinos y de la globalización, habría reconocido que los datos objetivos para la liberación social habían cambiado y que era preciso pensar en luchas libertarias que, negándose al poder y al faccionalismo, fueran construyendo para el hombre una verdadera libertad social. Pero Marx amaba a los hombres reales, y la izquierda ama la abstracción y el dogma. Prefiere sacrificar la libertad de los otros en nombre de abstracciones políticas que ponerse al servicio de su libertad.
Al igual que en el pasado los estalinistas satanizaban a los trotskistas, a los maoístas, a los revisionistas, y viceversa, hoy, en forma más degradada, los “chuchos”, después del fracaso de López Obrador, satanizan a los lopezobradoristas, ven con desdén a Cárdenas, desprecian a los zapatistas y al EPR, le dan la espalda a movimientos de resistencia social ajenos a sus intereses, y viceversa. A pesar de sus discursos, la izquierda no se abre a una búsqueda real de la justicia. Lo que busca es lo mismo que los liberales: el mito prodigioso del poder que repartirá la riqueza a los hombres. Pero en la medida en que no es su objetivo real, sino mitificado, fracasa. Si la izquierda quiere realmente servir al hombre, debe volver la vista no hacia Marcos, sino hacia el zapatismo, es decir, hacia la renuncia al poder y a la construcción de espacios donde la gente le pone límites y, a partir de sus propias experiencias, construye procesos autónomos, libres y de cooperación. Pero para ello tendría que renunciar al poder, a los dogmas, a las mitificaciones y a las trampas, y ponerse al servicio de una justicia que tiene mil rostros. Si no lo hace, la veremos siempre ascender y regresar, como un Sísifo, a las profundidades, para inútilmente volver a subir la inmensa piedra de la justicia.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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