Educar para la paz

Lydia Cacho

Cada vez que una lectora o un lector escribe sus opiniones en este diario, me recuerda la responsabilidad ética del periodismo.

Últimamente encuentro más evidente un sentimiento colectivo de hartazgo, de rabia, de enojo. Cada vez más personas creen que asesinar a los narcotraficantes, ya sean capos o vecinos menudistas, es la solución. Otras aseguran que la violencia genera más ira y descomposición social. Algunas entienden que las cárceles no alcanzan y que no existe voluntad política para crear un modelo carcelario de rehabilitación social efectiva.

Lo que nos queda claro es que el país está en duelo; nosotros, ustedes, todos estamos en duelo. No es para menos, al principio el pueblo se horrorizaba e indignaba con el primer muerto, el primer secuestrado, la mujer violada, el cura pederasta, el góber precioso.

Poco a poco normalizamos esa realidad; entendemos que no se puede vivir eternamente en vilo, que la impotencia genera desesperación y ésta produce enojo y que no todo el mundo sabe qué hacer con él.

Las y los especialistas en intervención social en situación de guerra nos enseñan que las conclusiones fatalistas nunca resuelven el problema. La pena de muerte y la incitación al odio generan incertidumbre, incluso en quien las propone.

El sicólogo austriaco Viktor Frankl, autor de La voluntad del sentido, nos dice que en situaciones de guerra la conducta de las persona no es dictada por las condiciones en que se encuentran, sino por las decisiones que toman y su conciencia de que deciden libremente.

No está en nuestras manos detener la guerra ni hacer justicia; sin embargo, trabajar en nuestra comunidad la negociación de conflictos y la prevención de adicciones es un acto profundamente político. Urge trabajar en educación para la paz con la infancia, para que esas generaciones no pierdan la fe en el futuro y la esperanza.


Comentarios