Arnaldo Córdova
Es un hecho que en los comicios del 5 de julio ganaron los que siempre ganan –independientemente de a qué siglas partidistas se asignan los votos–, desde hace por lo menos 20 años. Son los poseedores de la riqueza y del poderío ideológico, mediático, religioso y cultural del país, que forman el bloque en el poder. Son los herederos de los 300 de Legorreta, que en 1987 fueron definidos por este banquero como las fuerzas motoras de la vida nacional. Como dije en una entrega reciente, para este efecto es irrelevante saber si el ganador fue el PRI o el PAN, los partidos a través de los cuales ejerce el poder ese bloque, con algunos agregados de ocasión como el PVEM.
Lo verdaderamente crucial en este momento es, por tanto, saber en qué se vio afectada la dominación sobre la sociedad mexicana de ese bloque en el poder y es un dato que estamos obligados a registrar. En los últimos 10 años, todo mundo lo ha podido ver, ese bloque ejerció el poder político a través del PAN y sus grupos gobernantes. Ese partido ha fallado ostensiblemente en su tarea y es hora de que esa dominación pase a ejercerse por el otro partido, el PRI que, más que cambiar como tal, como organización política, se ha visto fortalecido por el mal gobierno del PAN y ahora toma la estafeta. Se trata, en sí, de un cambio muy importante, porque está probado que ambos partidos desarrollan funciones peculiares a cada uno.
Lejos está de mi ánimo, empero, afirmar que las elecciones fueron una farsa insustancial y sin importancia. Las elecciones son siempre competencias en las que se opera una redistribución del poder político y una particular hegemonía partidista. El PRI se levantó con una victoria de verdad espectacular, aunque ya esperada y pronosticada. Pocos pensaron, sin embargo, que, si bien en alianza con el PVEM en 50 distritos, se llevaría una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Ese partido feudalizado en los cotos de poder de sus gobernadores, en los aparatos corporativos (ahora auténticos negocios empresariales) y en sus grupos de poder nacional que sólo cumplen funciones de coordinación entre los primeros, supo actuar unido y con su poderío territorial arrolló a todos sus contendientes, arrebatándoles bastiones que parecían inconquistables. En las elecciones de 2000 los priístas, traumatizados por la pérdida de la Presidencia de la República, se dieron cuenta de que su último refugio eran sus gubernaturas y ese poder territorial que ellas representaban. Si en esa ocasión hubieran perdido una buena mayoría de los estados, su desaparición habría sido inevitable.
La pugna por la transferencia de cada vez mayores recursos federales, fiscales y petroleros y de obra pública, por ejemplo, en lo que los gobiernos panistas, ya aliados históricos de los priístas, fueron extremadamente obsequiosos, fortalecieron desmedidamente a los gobernadores priístas, en ciertos casos, más que a los mismos panistas. Con ello el Revolucionario Institucional preparó su nuevo despegue, que ahora se ha consumado. Ya es muy difícil saberlo con exactitud, pero el peso del dinero en los comicios recientes fue abrumador y por todos lados se ha podido ver. Los gobernantes, hay que decirlo, no obedecieron a sus intereses partidarios, sino a sus compromisos históricos con el gran aliado priísta. Era la hora del PRI.
Lo que impresiona en el actual escenario es la capacidad de relevo pacífica, sin roces dañinos y sin aristas, de los dos grandes partidos del bloque dominante. No creo que alguien les diga qué es lo que deben hacer. Más bien actúan hasta ganar la última batalla en cada caso y, por instinto, me atrevería a decir, ceden el turno al contrincante cuando se saben perdedores. Los casos de Nuevo León y Sonora lo ilustran palmariamente. En Nuevo León, evidentemente, los poderes locales pertenecientes al bloque, los que mandan, entre otros los herederos del viejo Grupo Monterrey, dejaron que los contendientes dirimieran la contienda según sus fuerzas reales. Los priístas ganaron.
En Sonora, el diablo metió la cola, dando a los panistas una oportunidad de oro para vencer al PRI, con el siniestro incidente de los 48 niños intoxicados e incinerados en una bodega habilitada como guardería infantil. Ese crimen incalificable fue tolerado increíblemente por el gobierno federal panista y protegido por la abyecta acción del procurador general. El jefe del bloque económica y políticamente dominante, el gobernador priísta, no pudo responder a la ola inaudita de indignación que recorriendo la República y el mundo. El candidato panista, se dice que apoyado por Manlio Fabio Beltrones, en riña con Eduardo Bours, ganó la gubernatura. Todo se resolvió en un litigio de familia, dentro del mismo bloque.
Los gobernadores priístas en todo el país apabullaron a los contrincantes con manejos ilegales de dinero y de influencias políticas. De ellos será la mayoría de los diputados federales electos. A la dirección nacional, acompañada por los viejos organismos corporativos sindicales y de masas, se les deja una buena mayoría de los diputados de elección proporcional. No es difícil saber quién va a marcar la ruta en el próximo trienio. Tal vez Beatriz Paredes sea la próxima lideresa de la bancada priísta en la Cámara. Ha hecho bien su papel de coordinadora y de árbitra de los intereses feudales de su partido, aunque aceptando siempre lo que se le impone de todos lados.
El PAN ha cosechado una derrota de tal calibre que será difícil que recomponga sus filas y recobre el ánimo de lucha. La idiotez autoritaria de su dirigencia nacional (encabezada por el propio presidente) deshilachó al partido y lo sumió en confusiones y divisiones como no se habían visto antes. La principal tarea de su próximo dirigente será darle una real autonomía al PAN, también muy feudalizado y regionalizado y, a través de ella, recomponer el tejido interno de la organización partidaria y un reacomodo de los intereses locales y de grupo.
Los poderosos miembros del bloque dominante deben estar felices. Sus dos partidos les han funcionado de maravilla para sus intereses y, además, saben comportarse. Los dueños de las televisoras, por si fuera poco, se han hecho de un nuevo instrumento, el PVEM, cuyo éxito es innegable y puede servir para futuras tareas sucias que les interesen. De cómo le vaya por el resto del sexenio a Felipe Calderón no parece importarles, pues de todas maneras el poder del Estado sigue en sus manos. Ya se verá cómo sobrellevar su ineptitud y sus costosos errores. De la izquierda ni se preocupan. Fue derrotada en toda la línea. Por lo menos, eso creen. Lo trataré en mi próxima entrega.
Es un hecho que en los comicios del 5 de julio ganaron los que siempre ganan –independientemente de a qué siglas partidistas se asignan los votos–, desde hace por lo menos 20 años. Son los poseedores de la riqueza y del poderío ideológico, mediático, religioso y cultural del país, que forman el bloque en el poder. Son los herederos de los 300 de Legorreta, que en 1987 fueron definidos por este banquero como las fuerzas motoras de la vida nacional. Como dije en una entrega reciente, para este efecto es irrelevante saber si el ganador fue el PRI o el PAN, los partidos a través de los cuales ejerce el poder ese bloque, con algunos agregados de ocasión como el PVEM.
Lo verdaderamente crucial en este momento es, por tanto, saber en qué se vio afectada la dominación sobre la sociedad mexicana de ese bloque en el poder y es un dato que estamos obligados a registrar. En los últimos 10 años, todo mundo lo ha podido ver, ese bloque ejerció el poder político a través del PAN y sus grupos gobernantes. Ese partido ha fallado ostensiblemente en su tarea y es hora de que esa dominación pase a ejercerse por el otro partido, el PRI que, más que cambiar como tal, como organización política, se ha visto fortalecido por el mal gobierno del PAN y ahora toma la estafeta. Se trata, en sí, de un cambio muy importante, porque está probado que ambos partidos desarrollan funciones peculiares a cada uno.
Lejos está de mi ánimo, empero, afirmar que las elecciones fueron una farsa insustancial y sin importancia. Las elecciones son siempre competencias en las que se opera una redistribución del poder político y una particular hegemonía partidista. El PRI se levantó con una victoria de verdad espectacular, aunque ya esperada y pronosticada. Pocos pensaron, sin embargo, que, si bien en alianza con el PVEM en 50 distritos, se llevaría una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Ese partido feudalizado en los cotos de poder de sus gobernadores, en los aparatos corporativos (ahora auténticos negocios empresariales) y en sus grupos de poder nacional que sólo cumplen funciones de coordinación entre los primeros, supo actuar unido y con su poderío territorial arrolló a todos sus contendientes, arrebatándoles bastiones que parecían inconquistables. En las elecciones de 2000 los priístas, traumatizados por la pérdida de la Presidencia de la República, se dieron cuenta de que su último refugio eran sus gubernaturas y ese poder territorial que ellas representaban. Si en esa ocasión hubieran perdido una buena mayoría de los estados, su desaparición habría sido inevitable.
La pugna por la transferencia de cada vez mayores recursos federales, fiscales y petroleros y de obra pública, por ejemplo, en lo que los gobiernos panistas, ya aliados históricos de los priístas, fueron extremadamente obsequiosos, fortalecieron desmedidamente a los gobernadores priístas, en ciertos casos, más que a los mismos panistas. Con ello el Revolucionario Institucional preparó su nuevo despegue, que ahora se ha consumado. Ya es muy difícil saberlo con exactitud, pero el peso del dinero en los comicios recientes fue abrumador y por todos lados se ha podido ver. Los gobernantes, hay que decirlo, no obedecieron a sus intereses partidarios, sino a sus compromisos históricos con el gran aliado priísta. Era la hora del PRI.
Lo que impresiona en el actual escenario es la capacidad de relevo pacífica, sin roces dañinos y sin aristas, de los dos grandes partidos del bloque dominante. No creo que alguien les diga qué es lo que deben hacer. Más bien actúan hasta ganar la última batalla en cada caso y, por instinto, me atrevería a decir, ceden el turno al contrincante cuando se saben perdedores. Los casos de Nuevo León y Sonora lo ilustran palmariamente. En Nuevo León, evidentemente, los poderes locales pertenecientes al bloque, los que mandan, entre otros los herederos del viejo Grupo Monterrey, dejaron que los contendientes dirimieran la contienda según sus fuerzas reales. Los priístas ganaron.
En Sonora, el diablo metió la cola, dando a los panistas una oportunidad de oro para vencer al PRI, con el siniestro incidente de los 48 niños intoxicados e incinerados en una bodega habilitada como guardería infantil. Ese crimen incalificable fue tolerado increíblemente por el gobierno federal panista y protegido por la abyecta acción del procurador general. El jefe del bloque económica y políticamente dominante, el gobernador priísta, no pudo responder a la ola inaudita de indignación que recorriendo la República y el mundo. El candidato panista, se dice que apoyado por Manlio Fabio Beltrones, en riña con Eduardo Bours, ganó la gubernatura. Todo se resolvió en un litigio de familia, dentro del mismo bloque.
Los gobernadores priístas en todo el país apabullaron a los contrincantes con manejos ilegales de dinero y de influencias políticas. De ellos será la mayoría de los diputados federales electos. A la dirección nacional, acompañada por los viejos organismos corporativos sindicales y de masas, se les deja una buena mayoría de los diputados de elección proporcional. No es difícil saber quién va a marcar la ruta en el próximo trienio. Tal vez Beatriz Paredes sea la próxima lideresa de la bancada priísta en la Cámara. Ha hecho bien su papel de coordinadora y de árbitra de los intereses feudales de su partido, aunque aceptando siempre lo que se le impone de todos lados.
El PAN ha cosechado una derrota de tal calibre que será difícil que recomponga sus filas y recobre el ánimo de lucha. La idiotez autoritaria de su dirigencia nacional (encabezada por el propio presidente) deshilachó al partido y lo sumió en confusiones y divisiones como no se habían visto antes. La principal tarea de su próximo dirigente será darle una real autonomía al PAN, también muy feudalizado y regionalizado y, a través de ella, recomponer el tejido interno de la organización partidaria y un reacomodo de los intereses locales y de grupo.
Los poderosos miembros del bloque dominante deben estar felices. Sus dos partidos les han funcionado de maravilla para sus intereses y, además, saben comportarse. Los dueños de las televisoras, por si fuera poco, se han hecho de un nuevo instrumento, el PVEM, cuyo éxito es innegable y puede servir para futuras tareas sucias que les interesen. De cómo le vaya por el resto del sexenio a Felipe Calderón no parece importarles, pues de todas maneras el poder del Estado sigue en sus manos. Ya se verá cómo sobrellevar su ineptitud y sus costosos errores. De la izquierda ni se preocupan. Fue derrotada en toda la línea. Por lo menos, eso creen. Lo trataré en mi próxima entrega.
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