Javier Sicilia
La reciente campaña para anular el voto –el único ejercicio democrático de dignidad ciudadana en estos tiempos miserables– tiene razones poderosas: la descomposición del gobierno, la violencia del crimen organizado y del Estado contra la ciudadanía, la corrupción de los partidos, la reducción de lo político a campañas electorales basadas –en el país de la miseria– en millonarias inversiones publicitarias –el eslogan de pésima calidad y la imposición totalitaria de los rostros de sus candidatos–, el sometimiento del Estado a los intereses del Mercado; en síntesis, el pudrimiento de la vida política; lo político reducido a la corrupción de una clase parásita que le cuesta demasiado a un país empobrecido por ella.
Sin embargo, estas razones de orden ético no son la causa, sino síntomas de dos realidades que en menos de 10 años han conducido al mundo a una crisis global: la economía como el único valor al cual se ha supeditado el complejo tejido social, y la desproporción del Estado como principio rector de la conformación social. Del primero me he ocupado abundantemente en estas páginas. Del segundo he hablado menos. Recurro a un teórico olvidado y actual, Leopold Kohr, y a un pensador mexicano, Roberto Ochoa, que próximamente publicará un libro fundamental, Muerte al Leviatán.
Así como en biología Haldman y Thompson formularon la teoría de la morfología biológica, cuyo tema es la proporción que existe entre el tamaño y la forma de los seres vivos –tal forma y tal ser sólo pueden existir a cierta escala, pues pasado cierto umbral en el crecimiento o la disminución de su tamaño los haría perecer–, Kohr y Ochoa muestran que la descomposición de un país –cuyas causas en el nuestro llevan a la campaña de anulación del voto– se basa en un crecimiento desproporcionado del Estado que sólo puede mantener su existencia mediante todas las formas posibles de violencia –desde la guerra sucia y la manipulación mediática hasta la represión y el crimen.
Para que una democracia sea, es necesario que permanezca en una escala en la que –como en la Grecia de Pericles o en el zapatismo y sus Caracoles– la vida política sea la de un mundo en donde todos se conocen. Pasado ese umbral, la lógica de la soberanía que hace perder la proporción y la diferencia sólo encuentra sustento en la escalada de poder; así, un Estado utilizará cualquier tipo de violencia que le permita acumularlo. De esa manera, la vida política deja de ser el sitio del común para convertirse en el de la guerra por el poder, el sitio para el crecimiento desmesurado en contra de cualquier bien.
Esta idea del crecimiento permanente, que tiene su rostro más claro en la noción de desarrollo que el Estado auspicia, es absolutamente moderna en la medida en que, escribe Ochoa, sólo en la modernidad “el hombre se considera soberano del mundo y señor de la naturaleza (y) piensa que los límites son sólo obstáculos” que puede superar por la fuerza. “El Leviatán (la invención de Hobbes que nuestra modernidad toma como un axioma y no como una construcción histórica que ha entrado en una crisis fatal) ha borrado los márgenes físicos dentro de los cuales (el cuerpo de la vida social, el común) encuentra su tamaño apropiado, (ha creado un) espacio neutro y abstracto en el que aquí y allá ya no son proporcionales, sino iguales (y piensa) que desde aquí (un locus proporcional) puede extenderse siempre ‘más allá’ sin consecuencias: ocupar, conquistar y dominar”, bajo la máscara de la administración y no de la política. Así es como la vida democrática –reducida al voto– destruye el común e instaura la tiranía de los partidos, de las corrupciones, de la violencia de Estado, de las guerras intestinas por el poder y el uso del Mercado, de la distancia entre el gobierno y la vida ciudadana, y de la utilización de esa vida como mera carne electoral que legitime la condición parásita de los partidos.
La llamada a la anulación del voto es así una protesta oscura que habla del desfondamiento no sólo de un modelo económico que ha llegado al más alto grado de su contraproductividad, sino de un modelo político que en su gigantismo también ha dado de sí y se ha vuelto apolítico. Con ese “No” en las urnas, los ciudadanos no debemos buscar la recomposición del Estado y sus instituciones –es precisamente su desmesurado tamaño el que ha generado la descomposición de la vida política que provoca nuestro hartazgo–, sino acotar su ambicioso poder de dominación y construir una nueva Constitución basada – como lo propone lo mejor del zapatismo– en la proporción, en los límites, en las autonomías, donde la confianza mutua permite el florecimiento de las verdaderas democracias y las verdaderas economías. Se trata –vuelvo a Ochoa– de redefinir umbrales, esos lindes que, acotando el poder, separan “el terreno inhóspito del habitable (y a partir de los cuales) podemos edificar un ‘techo común’ que nos resguarde y nos permita hermanarnos”.
Es la única salida frente a las desmesuras del Estado y el Mercado. Una salida dolorosa, como todo aquello que quiere la salud. Buscar paliativos es sólo alimentar la enfermedad que nos llevará a la muerte y a perder de vista la sustancia de lo que puede salvarnos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
La reciente campaña para anular el voto –el único ejercicio democrático de dignidad ciudadana en estos tiempos miserables– tiene razones poderosas: la descomposición del gobierno, la violencia del crimen organizado y del Estado contra la ciudadanía, la corrupción de los partidos, la reducción de lo político a campañas electorales basadas –en el país de la miseria– en millonarias inversiones publicitarias –el eslogan de pésima calidad y la imposición totalitaria de los rostros de sus candidatos–, el sometimiento del Estado a los intereses del Mercado; en síntesis, el pudrimiento de la vida política; lo político reducido a la corrupción de una clase parásita que le cuesta demasiado a un país empobrecido por ella.
Sin embargo, estas razones de orden ético no son la causa, sino síntomas de dos realidades que en menos de 10 años han conducido al mundo a una crisis global: la economía como el único valor al cual se ha supeditado el complejo tejido social, y la desproporción del Estado como principio rector de la conformación social. Del primero me he ocupado abundantemente en estas páginas. Del segundo he hablado menos. Recurro a un teórico olvidado y actual, Leopold Kohr, y a un pensador mexicano, Roberto Ochoa, que próximamente publicará un libro fundamental, Muerte al Leviatán.
Así como en biología Haldman y Thompson formularon la teoría de la morfología biológica, cuyo tema es la proporción que existe entre el tamaño y la forma de los seres vivos –tal forma y tal ser sólo pueden existir a cierta escala, pues pasado cierto umbral en el crecimiento o la disminución de su tamaño los haría perecer–, Kohr y Ochoa muestran que la descomposición de un país –cuyas causas en el nuestro llevan a la campaña de anulación del voto– se basa en un crecimiento desproporcionado del Estado que sólo puede mantener su existencia mediante todas las formas posibles de violencia –desde la guerra sucia y la manipulación mediática hasta la represión y el crimen.
Para que una democracia sea, es necesario que permanezca en una escala en la que –como en la Grecia de Pericles o en el zapatismo y sus Caracoles– la vida política sea la de un mundo en donde todos se conocen. Pasado ese umbral, la lógica de la soberanía que hace perder la proporción y la diferencia sólo encuentra sustento en la escalada de poder; así, un Estado utilizará cualquier tipo de violencia que le permita acumularlo. De esa manera, la vida política deja de ser el sitio del común para convertirse en el de la guerra por el poder, el sitio para el crecimiento desmesurado en contra de cualquier bien.
Esta idea del crecimiento permanente, que tiene su rostro más claro en la noción de desarrollo que el Estado auspicia, es absolutamente moderna en la medida en que, escribe Ochoa, sólo en la modernidad “el hombre se considera soberano del mundo y señor de la naturaleza (y) piensa que los límites son sólo obstáculos” que puede superar por la fuerza. “El Leviatán (la invención de Hobbes que nuestra modernidad toma como un axioma y no como una construcción histórica que ha entrado en una crisis fatal) ha borrado los márgenes físicos dentro de los cuales (el cuerpo de la vida social, el común) encuentra su tamaño apropiado, (ha creado un) espacio neutro y abstracto en el que aquí y allá ya no son proporcionales, sino iguales (y piensa) que desde aquí (un locus proporcional) puede extenderse siempre ‘más allá’ sin consecuencias: ocupar, conquistar y dominar”, bajo la máscara de la administración y no de la política. Así es como la vida democrática –reducida al voto– destruye el común e instaura la tiranía de los partidos, de las corrupciones, de la violencia de Estado, de las guerras intestinas por el poder y el uso del Mercado, de la distancia entre el gobierno y la vida ciudadana, y de la utilización de esa vida como mera carne electoral que legitime la condición parásita de los partidos.
La llamada a la anulación del voto es así una protesta oscura que habla del desfondamiento no sólo de un modelo económico que ha llegado al más alto grado de su contraproductividad, sino de un modelo político que en su gigantismo también ha dado de sí y se ha vuelto apolítico. Con ese “No” en las urnas, los ciudadanos no debemos buscar la recomposición del Estado y sus instituciones –es precisamente su desmesurado tamaño el que ha generado la descomposición de la vida política que provoca nuestro hartazgo–, sino acotar su ambicioso poder de dominación y construir una nueva Constitución basada – como lo propone lo mejor del zapatismo– en la proporción, en los límites, en las autonomías, donde la confianza mutua permite el florecimiento de las verdaderas democracias y las verdaderas economías. Se trata –vuelvo a Ochoa– de redefinir umbrales, esos lindes que, acotando el poder, separan “el terreno inhóspito del habitable (y a partir de los cuales) podemos edificar un ‘techo común’ que nos resguarde y nos permita hermanarnos”.
Es la única salida frente a las desmesuras del Estado y el Mercado. Una salida dolorosa, como todo aquello que quiere la salud. Buscar paliativos es sólo alimentar la enfermedad que nos llevará a la muerte y a perder de vista la sustancia de lo que puede salvarnos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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