Eduardo Ibarra Aguirre
Conforme se acerca la cita del 5 de julio, crece la polémica, más bien la propaganda, a favor de votar por uno o varios de los postulados por los ocho partidos políticos, por los que suscriban la Plataforma constitucional de los candidatos de la izquierda , por los aspirantes independientes, por sí mismo o una persona admirada, cruzar toda la boleta para anular el voto o bien botar el derecho al sufragio y el monopolio de la partidocracia para presentar candidatos.
Los caminos son múltiples, aunque uno será el que seguramente predomine y tampoco es una novedad en México, por lo menos en elecciones intermedias y locales: la abstención ciudadana por atávico desinterés cívico, desilusión o como forma de protesta. Imposible saber la razón. Pero se equivocará quien haga cuentas alegres, mezclándolas, para argüir el triunfo de su propuesta.
Durante enero-julio de 1970, unos cuantos millares de jóvenes y veteranos impulsamos la política de la abstención activa frente a la candidatura presidencial de Luis Echeverría Álvarez , la ausencia de derechos electorales para una franja de ciudadanos que no se percibían representados por los partidos llamados paraestatales y el asfixiante clima político que aprisionaba al país tras la derrota del movimiento estudiantil y popular de 1968.
Fue una jornada propagandística, pero también de expresiones sociales de descontento y de reclamos al candidato del “partido prácticamente único” ( Carlos Salinas de Gortari dixit ) por núcleos estudiantiles, campesinos y de colonos. Pero muy lejos estuvieron de las cuentas que presentaba La Voz de México para exhibir al posterior autor intelectual de la matanza del 10 de junio de 1971, como el presidente por el que no votó la mayoría de los ciudadanos.
Ponderar la abstención de un sector enorme de la sociedad como una forma de rechazo al tan arcaico como cada vez más desfasado sistema político respecto del México real, es un autoengaño. Y los engaños nada aportan a la impostergable tarea de ciudadanizar cada vez más a la política, para que deje de ser quehacer de los profesionales, de los aparatos y de los activistas, recompensados con sueldos de muy distinta cuantía, pero que la convierten en un modo de vida y de operación. Y en negocio familiar como el Partido Verde Ecologista de México y franquicia de presidenta magisterial vitalicia como el Partido de la Nueva Transa , como lo denomina Andrés Manuel López Obrador .
La longeva transición a la democracia arrojó un sistema de partidos que se sobreponen a la sociedad con el monopolio de las candidaturas –negando a la misma Constitución-- y la alternancia en el Ejecutivo para inaugurar los gobiernos del Anpri, en sustitución del Prian, y que significaron la reproducción del mismo rumbo, socialmente excluyente, que se desbrozó a partir de 1982.
Esto es así porque los partidos sólo son la correa de transmisión, o si se prefiere el mensajero, de intereses económicos, sociales y políticos que están por encima de ellos, de sus dirigencias y proyectos.
Los que influyen en forma determinante en el trazo de los rumbos nacionales y las políticas macroeconómicas se localizan en latitudes diversas, en un entramado complejo de intereses que cruzan por la Casa Blanca y el Pentágono (apuntalados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), las 200 trasnacionales más importantes de la aldea global y que controlan gobiernos completos, y los 39 dueños de México.
La partidocracia fue convertida en una suerte de péguenle al negro, igual que el Poder Legislativo, en demérito de la crítica y la denuncia puntuales de los decisivos poderes fácticos y del mismo titular del Ejecutivo federal. Hoy cualquier lorocutor hace escarnio de los primeros pero se inclina servilmente ante el segundo y la plutocracia.
Conforme se acerca la cita del 5 de julio, crece la polémica, más bien la propaganda, a favor de votar por uno o varios de los postulados por los ocho partidos políticos, por los que suscriban la Plataforma constitucional de los candidatos de la izquierda , por los aspirantes independientes, por sí mismo o una persona admirada, cruzar toda la boleta para anular el voto o bien botar el derecho al sufragio y el monopolio de la partidocracia para presentar candidatos.
Los caminos son múltiples, aunque uno será el que seguramente predomine y tampoco es una novedad en México, por lo menos en elecciones intermedias y locales: la abstención ciudadana por atávico desinterés cívico, desilusión o como forma de protesta. Imposible saber la razón. Pero se equivocará quien haga cuentas alegres, mezclándolas, para argüir el triunfo de su propuesta.
Durante enero-julio de 1970, unos cuantos millares de jóvenes y veteranos impulsamos la política de la abstención activa frente a la candidatura presidencial de Luis Echeverría Álvarez , la ausencia de derechos electorales para una franja de ciudadanos que no se percibían representados por los partidos llamados paraestatales y el asfixiante clima político que aprisionaba al país tras la derrota del movimiento estudiantil y popular de 1968.
Fue una jornada propagandística, pero también de expresiones sociales de descontento y de reclamos al candidato del “partido prácticamente único” ( Carlos Salinas de Gortari dixit ) por núcleos estudiantiles, campesinos y de colonos. Pero muy lejos estuvieron de las cuentas que presentaba La Voz de México para exhibir al posterior autor intelectual de la matanza del 10 de junio de 1971, como el presidente por el que no votó la mayoría de los ciudadanos.
Ponderar la abstención de un sector enorme de la sociedad como una forma de rechazo al tan arcaico como cada vez más desfasado sistema político respecto del México real, es un autoengaño. Y los engaños nada aportan a la impostergable tarea de ciudadanizar cada vez más a la política, para que deje de ser quehacer de los profesionales, de los aparatos y de los activistas, recompensados con sueldos de muy distinta cuantía, pero que la convierten en un modo de vida y de operación. Y en negocio familiar como el Partido Verde Ecologista de México y franquicia de presidenta magisterial vitalicia como el Partido de la Nueva Transa , como lo denomina Andrés Manuel López Obrador .
La longeva transición a la democracia arrojó un sistema de partidos que se sobreponen a la sociedad con el monopolio de las candidaturas –negando a la misma Constitución-- y la alternancia en el Ejecutivo para inaugurar los gobiernos del Anpri, en sustitución del Prian, y que significaron la reproducción del mismo rumbo, socialmente excluyente, que se desbrozó a partir de 1982.
Esto es así porque los partidos sólo son la correa de transmisión, o si se prefiere el mensajero, de intereses económicos, sociales y políticos que están por encima de ellos, de sus dirigencias y proyectos.
Los que influyen en forma determinante en el trazo de los rumbos nacionales y las políticas macroeconómicas se localizan en latitudes diversas, en un entramado complejo de intereses que cruzan por la Casa Blanca y el Pentágono (apuntalados por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), las 200 trasnacionales más importantes de la aldea global y que controlan gobiernos completos, y los 39 dueños de México.
La partidocracia fue convertida en una suerte de péguenle al negro, igual que el Poder Legislativo, en demérito de la crítica y la denuncia puntuales de los decisivos poderes fácticos y del mismo titular del Ejecutivo federal. Hoy cualquier lorocutor hace escarnio de los primeros pero se inclina servilmente ante el segundo y la plutocracia.
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