Diego Valadés
Yo no voy a anular mi voto; mi voto lo anularon los partidos. No me considero un mal ciudadano por no ver en los partidos opciones convincentes por las cuales votar. Iré a la casilla que me corresponda, pero no tengo por qué allanarme ante la confusión de las propuestas ni ante la mediocridad de los propuestos.
Por décadas, en mis libros, conferencias, declaraciones y artículos de prensa, he sostenido que sin partidos no hay democracia posible; lo grave es que tampoco puede haber democracia con un elenco de partidos que actúan como franquicia electoral o movidos por una visión patrimonialista del poder.
Los partidos nos privaron a los ciudadanos del derecho a evaluarlos. No aceptaron darnos la oportunidad de acudir a las urnas para decidir a quiénes aprobamos y ratificamos para un nuevo período, o a quienes, por su desempeño insuficiente, los enviamos de regreso a casa.
Los mexicanos estamos sujetos a toda suerte de monopolios. Así como nos hemos habituado a firmar contratos de adhesión para recibir servicios, ahora se quiere que emitamos sufragios de adhesión para ungir representantes soberanos: que votemos por lo que tengamos enfrente, aunque no sepamos quién recibe nuestro voto ni qué hará con él.
Entre los candidatos de todos los partidos hay algunos a los que respeto, pero el sistema electoral, de listas cerradas, no me permite emitir un voto consciente a favor de quien o de quienes considero aptos para representarme. Por el contrario, hay muchos a los que desconozco, y no puedo votar por ellos, y hay otros a los que conozco, y no debo votar por ellos.
Comprendo las razones aducidas por distinguidos colegas que señalan el peligro de no votar o de anular el voto. Tienen razón cuando dicen que poner en crisis a los partidos es abrir un espacio más para el autoritarismo. En esto coincido; pero a continuación pregunto si no son los partidos mismos los que han abdicado sus responsabilidades en cuanto a reconstruir la vida institucional del país. Como ciudadano consciente de mis derechos y de mis deberes, no me conformo con la posición de que, ante los partidos, todos los derechos los tengan ellos y todos los deberes los tengamos los ciudadanos. Es cierto: sin partidos no se construye una democracia, pero con partidos dominados por el pragmatismo, tampoco.
La disyuntiva es: acudir a votar por el menos malo, para continuar con una ficción que sólo aplaza pero no evita una crisis institucional, o utilizar el único instrumento de expresión pacífica que nos queda a los ciudadanos para decir a los partidos que, así, no nos gustan.
Sin importar la posición que cada partido ocupa en el espectro político, ninguno cumplió con su obligación, en el Congreso, de exigir información a las autoridades sanitarias con motivo de la reciente epidemia; ninguno ha defendido al Estado secular ante la ofensiva del clero; ninguno ha denunciado que avanzamos hacia un Estado policial; ninguno se ha vuelto a acordar de un asunto llamado reforma del Estado; ninguno ha rechazado con firmeza las restricciones a la libertad de las mujeres adoptadas por casi la mitad de los Congresos locales del país; ninguno ha impulsado el seguro de desempleo aunque todos dicen defender a la sociedad. Sólo señalo algunos ejemplos.
Mi disyuntiva es no votar o votar no. Es el dilema de muchos. Tal vez votar “no” sea hacer el juego a posiciones que no comparto; pero votar “sí” es hacer el juego a intereses que no acepo. Yo votaré no: no más mediocridad; no más claudicación del Estado laico; no más abatimiento de las instituciones. No más postración cívica.
*Miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Yo no voy a anular mi voto; mi voto lo anularon los partidos. No me considero un mal ciudadano por no ver en los partidos opciones convincentes por las cuales votar. Iré a la casilla que me corresponda, pero no tengo por qué allanarme ante la confusión de las propuestas ni ante la mediocridad de los propuestos.
Por décadas, en mis libros, conferencias, declaraciones y artículos de prensa, he sostenido que sin partidos no hay democracia posible; lo grave es que tampoco puede haber democracia con un elenco de partidos que actúan como franquicia electoral o movidos por una visión patrimonialista del poder.
Los partidos nos privaron a los ciudadanos del derecho a evaluarlos. No aceptaron darnos la oportunidad de acudir a las urnas para decidir a quiénes aprobamos y ratificamos para un nuevo período, o a quienes, por su desempeño insuficiente, los enviamos de regreso a casa.
Los mexicanos estamos sujetos a toda suerte de monopolios. Así como nos hemos habituado a firmar contratos de adhesión para recibir servicios, ahora se quiere que emitamos sufragios de adhesión para ungir representantes soberanos: que votemos por lo que tengamos enfrente, aunque no sepamos quién recibe nuestro voto ni qué hará con él.
Entre los candidatos de todos los partidos hay algunos a los que respeto, pero el sistema electoral, de listas cerradas, no me permite emitir un voto consciente a favor de quien o de quienes considero aptos para representarme. Por el contrario, hay muchos a los que desconozco, y no puedo votar por ellos, y hay otros a los que conozco, y no debo votar por ellos.
Comprendo las razones aducidas por distinguidos colegas que señalan el peligro de no votar o de anular el voto. Tienen razón cuando dicen que poner en crisis a los partidos es abrir un espacio más para el autoritarismo. En esto coincido; pero a continuación pregunto si no son los partidos mismos los que han abdicado sus responsabilidades en cuanto a reconstruir la vida institucional del país. Como ciudadano consciente de mis derechos y de mis deberes, no me conformo con la posición de que, ante los partidos, todos los derechos los tengan ellos y todos los deberes los tengamos los ciudadanos. Es cierto: sin partidos no se construye una democracia, pero con partidos dominados por el pragmatismo, tampoco.
La disyuntiva es: acudir a votar por el menos malo, para continuar con una ficción que sólo aplaza pero no evita una crisis institucional, o utilizar el único instrumento de expresión pacífica que nos queda a los ciudadanos para decir a los partidos que, así, no nos gustan.
Sin importar la posición que cada partido ocupa en el espectro político, ninguno cumplió con su obligación, en el Congreso, de exigir información a las autoridades sanitarias con motivo de la reciente epidemia; ninguno ha defendido al Estado secular ante la ofensiva del clero; ninguno ha denunciado que avanzamos hacia un Estado policial; ninguno se ha vuelto a acordar de un asunto llamado reforma del Estado; ninguno ha rechazado con firmeza las restricciones a la libertad de las mujeres adoptadas por casi la mitad de los Congresos locales del país; ninguno ha impulsado el seguro de desempleo aunque todos dicen defender a la sociedad. Sólo señalo algunos ejemplos.
Mi disyuntiva es no votar o votar no. Es el dilema de muchos. Tal vez votar “no” sea hacer el juego a posiciones que no comparto; pero votar “sí” es hacer el juego a intereses que no acepo. Yo votaré no: no más mediocridad; no más claudicación del Estado laico; no más abatimiento de las instituciones. No más postración cívica.
*Miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Comentarios