Ramón Alfonso Sallard / El Periódico
Quien odia no reconoce virtudes en el ser odiado. Quien ama no detecta defectos en la persona amada. Eso sucede también en política. Está absolutamente equivocado aquel que crea que en este campo impera la razón: lo que prevalece es la pasión, el sentimiento. Lo ocurrido en Iztapalapa es un claro ejemplo de los binomios odio-amor y razón-pasión.
A nadie extraña que los actores políticos vean las cosas en blanco y negro. Lo novedoso es que buena parte de los analistas compartan esa visión sin matices, y se ubiquen de un lado o de otro. Desde luego, la opinión pública refleja con nitidez tal estado de cosas. Así de polarizado está el país.
Cada vez son más los políticos que se muestran públicamente fuera de sus casillas. Actitudes o palabras que antes se reservaban al ámbito de lo privado, ahora que impera la pasión son exhibidas en mítines o conferencias de prensa. En esta vorágine muy pocos piensan en el concepto ganar-ganar. Priorizan el ganar-perder, con el riesgo de que esa vía pueda derivar en un contundente perder-perder.
El punto de disputa ha sido, es y seguirá siendo Andrés Manuel López Obrador.
Tiene la habilidad de ser siempre el tema. Él es la fortaleza del PRD, pero al mismo tiempo su debilidad. Cohesiona o repele, dependiendo de quién se trate. El ciudadano común simplifica el problema: o estás con él o contra él; lo amas o lo odias. Nada de medias tintas.
El fenómeno ocurre con todos los líderes carismáticos. Por eso en 2006, ante la ausencia de liderazgos similares en la derecha, fue necesaria la formación de una coalición de intereses conservadora para enfrentarlo. Felipe Calderón, el beneficiario, vio claro el panorama desde el principio. En diciembre de 2005 se reunió con empresarios y les dijo que aquello era una guerra y las guerras, como bien decía Napoleón, se ganan con tres cosas: dinero, dinero y dinero.
Calderón está en guerra desde entonces. La Presidencia, a fin de cuentas, sólo fue una batalla más, no la decisiva. Tan claro está, que López Obrador no ha sido destruido. Si en política no hay derrotas definitivas ni victorias para siempre, con más razón se puede apelar a este argumento cuando lo que está en disputa es el modelo de país. En ese campo la lucha ha sido, es y será a largo plazo. Y en eso están los dos grandes polos, que en ocasiones se ven fortalecidos o disminuidos por segmentos moderados.
Me detengo en ese punto: los moderados. En la izquierda, a fin de cuentas, existe también una confrontación interna. Aunque las dos grandes visiones coinciden en las causas y en la mayor parte de las metas y objetivos, difieren en la estrategia y en la táctica. No es algo nuevo, aunque había estado un tanto oculto o soterrado para la gran masa. Pero después del 2006, las divergencias se han hecho cada vez más públicas y los señalamientos han subido de tono. He ahí la importancia de estos comicios intermedios del 2009.
El 5 de julio se podrá responder cuál de las dos estrategias obtuvo mayor respaldo del elector: la que apuesta por la moderación en el discurso y el acercamiento con el gobierno, o la radical que cree en la movilización social y en el desconocimiento del gobierno. Claro: también puede ocurrir que los votantes castiguen ambas opciones.
Regreso al tema Iztapalapa. Los críticos obradoristas censuran que el líder haya llamado –y también la forma en que lo hizo-- a votar por un candidato de paja del PT, para que éste renuncie una vez ganada la contienda, y los legisladores locales y el jefe de Gobierno designen a Clara Brugada, la candidata desconocida por el tribunal electoral, cuando quedan unos cuantos días para que se realice la elección, y con su nombre ya impreso en las boletas electorales. Los seguidores del tabasqueño, en cambio, argumentan que el fondo es la subordinación del TEPJF al gobierno, y lo otro son consecuencias. Que no pueden permitir la jugarreta.
Iztapalapa hizo que Jesús Ortega, presidente nacional del PRD, amenazara con expulsar, después de los comicios, a todo aquel militante que apoye a otros partidos. Abrió la polémica en plena etapa electoral, lo cual no parece muy racional. ¿La dirigencia de ese partido se atreverá a expulsar de sus filas a López Obrador? Eso está por verse. Depende del costo-beneficio de tal acción.
Algunos datos: en las elecciones presidenciales de 2006, el PRD tuvo su nivel electoral máximo con 35.3% de votos, casi 18% arriba de la votación promedio que obtuvo en comicios presidenciales anteriores. Este porcentaje se debe en gran medida a los sufragios que atrajo López Obrador. En las elecciones presidenciales de 1994 y 2000 el PRD obtuvo una votación en torno a 16.5%. En las intermedias para diputados federales durante el período de 1991 a 2003 el promedio fue de 17.2%, contando que en 1997 tuvo un pico de 25.7%, muy arriba de su promedio. En ese tiempo, el dirigente nacional del perredismo era López Obrador.
Todas las encuestas conocidas hasta hoy coinciden en que el ex jefe de Gobierno del DF ha perdido adeptos. Parte del capital político de que dispuso en 2006 ha regresado al PRI o pugna hoy por el voto nulo o en blanco. El porcentaje es aún incierto. La otra duda es si el capital de que aún dispone, o qué parte de él, puede pasar a PT y Convergencia. De nueva cuenta: el porcentaje está por verse.
Sea cual fuere el resultado de los comicios del próximo 5 de julio, con todo y las diferencias estratégicas y tácticas, y aún con las amenazas y agravios mutuos, es obligado iniciar la gran discusión, tantas veces pospuesta, del presente y futuro de las izquierdas. ¿Es posible la unidad? ¿Es viable el Partido-Frente, como lo propuso hace algunos meses Foro Nuevo Sol, la expresión del PRD encabezada por la gobernadora de Zacatecas, Amalia García? En este momento no parece un dilema. La respuesta es no. Pero de aquí al 2012 aún queda un largo camino por recorrer.
Quien odia no reconoce virtudes en el ser odiado. Quien ama no detecta defectos en la persona amada. Eso sucede también en política. Está absolutamente equivocado aquel que crea que en este campo impera la razón: lo que prevalece es la pasión, el sentimiento. Lo ocurrido en Iztapalapa es un claro ejemplo de los binomios odio-amor y razón-pasión.
A nadie extraña que los actores políticos vean las cosas en blanco y negro. Lo novedoso es que buena parte de los analistas compartan esa visión sin matices, y se ubiquen de un lado o de otro. Desde luego, la opinión pública refleja con nitidez tal estado de cosas. Así de polarizado está el país.
Cada vez son más los políticos que se muestran públicamente fuera de sus casillas. Actitudes o palabras que antes se reservaban al ámbito de lo privado, ahora que impera la pasión son exhibidas en mítines o conferencias de prensa. En esta vorágine muy pocos piensan en el concepto ganar-ganar. Priorizan el ganar-perder, con el riesgo de que esa vía pueda derivar en un contundente perder-perder.
El punto de disputa ha sido, es y seguirá siendo Andrés Manuel López Obrador.
Tiene la habilidad de ser siempre el tema. Él es la fortaleza del PRD, pero al mismo tiempo su debilidad. Cohesiona o repele, dependiendo de quién se trate. El ciudadano común simplifica el problema: o estás con él o contra él; lo amas o lo odias. Nada de medias tintas.
El fenómeno ocurre con todos los líderes carismáticos. Por eso en 2006, ante la ausencia de liderazgos similares en la derecha, fue necesaria la formación de una coalición de intereses conservadora para enfrentarlo. Felipe Calderón, el beneficiario, vio claro el panorama desde el principio. En diciembre de 2005 se reunió con empresarios y les dijo que aquello era una guerra y las guerras, como bien decía Napoleón, se ganan con tres cosas: dinero, dinero y dinero.
Calderón está en guerra desde entonces. La Presidencia, a fin de cuentas, sólo fue una batalla más, no la decisiva. Tan claro está, que López Obrador no ha sido destruido. Si en política no hay derrotas definitivas ni victorias para siempre, con más razón se puede apelar a este argumento cuando lo que está en disputa es el modelo de país. En ese campo la lucha ha sido, es y será a largo plazo. Y en eso están los dos grandes polos, que en ocasiones se ven fortalecidos o disminuidos por segmentos moderados.
Me detengo en ese punto: los moderados. En la izquierda, a fin de cuentas, existe también una confrontación interna. Aunque las dos grandes visiones coinciden en las causas y en la mayor parte de las metas y objetivos, difieren en la estrategia y en la táctica. No es algo nuevo, aunque había estado un tanto oculto o soterrado para la gran masa. Pero después del 2006, las divergencias se han hecho cada vez más públicas y los señalamientos han subido de tono. He ahí la importancia de estos comicios intermedios del 2009.
El 5 de julio se podrá responder cuál de las dos estrategias obtuvo mayor respaldo del elector: la que apuesta por la moderación en el discurso y el acercamiento con el gobierno, o la radical que cree en la movilización social y en el desconocimiento del gobierno. Claro: también puede ocurrir que los votantes castiguen ambas opciones.
Regreso al tema Iztapalapa. Los críticos obradoristas censuran que el líder haya llamado –y también la forma en que lo hizo-- a votar por un candidato de paja del PT, para que éste renuncie una vez ganada la contienda, y los legisladores locales y el jefe de Gobierno designen a Clara Brugada, la candidata desconocida por el tribunal electoral, cuando quedan unos cuantos días para que se realice la elección, y con su nombre ya impreso en las boletas electorales. Los seguidores del tabasqueño, en cambio, argumentan que el fondo es la subordinación del TEPJF al gobierno, y lo otro son consecuencias. Que no pueden permitir la jugarreta.
Iztapalapa hizo que Jesús Ortega, presidente nacional del PRD, amenazara con expulsar, después de los comicios, a todo aquel militante que apoye a otros partidos. Abrió la polémica en plena etapa electoral, lo cual no parece muy racional. ¿La dirigencia de ese partido se atreverá a expulsar de sus filas a López Obrador? Eso está por verse. Depende del costo-beneficio de tal acción.
Algunos datos: en las elecciones presidenciales de 2006, el PRD tuvo su nivel electoral máximo con 35.3% de votos, casi 18% arriba de la votación promedio que obtuvo en comicios presidenciales anteriores. Este porcentaje se debe en gran medida a los sufragios que atrajo López Obrador. En las elecciones presidenciales de 1994 y 2000 el PRD obtuvo una votación en torno a 16.5%. En las intermedias para diputados federales durante el período de 1991 a 2003 el promedio fue de 17.2%, contando que en 1997 tuvo un pico de 25.7%, muy arriba de su promedio. En ese tiempo, el dirigente nacional del perredismo era López Obrador.
Todas las encuestas conocidas hasta hoy coinciden en que el ex jefe de Gobierno del DF ha perdido adeptos. Parte del capital político de que dispuso en 2006 ha regresado al PRI o pugna hoy por el voto nulo o en blanco. El porcentaje es aún incierto. La otra duda es si el capital de que aún dispone, o qué parte de él, puede pasar a PT y Convergencia. De nueva cuenta: el porcentaje está por verse.
Sea cual fuere el resultado de los comicios del próximo 5 de julio, con todo y las diferencias estratégicas y tácticas, y aún con las amenazas y agravios mutuos, es obligado iniciar la gran discusión, tantas veces pospuesta, del presente y futuro de las izquierdas. ¿Es posible la unidad? ¿Es viable el Partido-Frente, como lo propuso hace algunos meses Foro Nuevo Sol, la expresión del PRD encabezada por la gobernadora de Zacatecas, Amalia García? En este momento no parece un dilema. La respuesta es no. Pero de aquí al 2012 aún queda un largo camino por recorrer.
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