Buendía, 25 años

Miguel Ángel Granados Chapa / Plaza Pública

Cuando Manuel Buendía fue asesinado el 30 de mayo de 1984 -el sábado se cumplió un cuarto de siglo del infausto suceso- ya había despachado la Red privada que aparecería al día siguiente, junto con la noticia de su muerte, en Excélsior y los diarios servidos por la Agencia Mexicana de Información. Había titulado "Sociedad enferma" la columna postrera. Se refería a la discusión en curso en esos días de un reglamento de publicidad de licores. Decían así sus líneas iniciales:

"Tal vez el licenciado Miguel de la Madrid no se planteó esto cuando construyó la divisa principal de su campaña política. Pero ahora la pregunta resulta ineludible. ¿Es viable la renovación moral de la sociedad en una población cada vez más alcoholizada?. Una sociedad enferma de un mal degenerativo que avanza aterradoramente, ¿tiene reservas espirituales y físicas para emprender la cuesta arriba de un cambio?".

Esas preguntas podrían reformularse hoy, ante el avance del consumo de drogas prohibidas y su abrumadora secuela de violencia criminal. De hecho, con su don de mirar a lo lejos, hace 25 años Buendía avizoraba el grave problema que se gestaba con el auge del cultivo de marihuana y amapola y sus implicaciones para la seguridad nacional. A partir de una carta pastoral de los obispos de la región Pacífico-Sur, la suya fue la primera voz en alertar contra el creciente narcotráfico y sus implicaciones políticas, que han estallado ahora con la cauda de gobernantes encarcelados por su complicidad con esa rama del crimen organizado. Los obispos sabían desde entonces -y Buendía valoró esa información, dándole status periodístico- que "existe complicidad directa o indirecta de altos funcionarios públicos a nivel estatal y federal", por lo cual los prelados expresaban su temor "no infundado, de que en México llegue a suceder lo que en otros países hermanos, donde estas redes de narcotraficantes han llegado a tener influencia política decisiva".

Esa corrupción había llegado ya entonces a la Dirección Federal de Seguridad, confiada a partir de enero de 1982 -como un anticipo del gobierno de De la Madrid, que por entonces estaba apenas en gira electoral- a José Antonio Zorrilla Pérez, un político hidalguense formado a la sombra de Fernando Gutiérrez Barrios. En 1985, cuando la policía judicial federal pretendió aprehender a los responsables de la muerte del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar, los narcotraficantes con Rafael Caro Quintero a la cabeza se identificaron con credenciales de la DFS y pudieron huir.

Zorrilla Pérez recibía, a cambio de favores como ése, enormes cantidades de dinero. Es probable que por eso, y por otras causas, hubiera resuelto asesinar a Buendía, que se aproximaba al conocimiento de esa relación entre las bandas del narcotráfico -que parecen patrullas de boy scouts comparadas con las que hoy disputan las rutas y el mercado de las drogas en México-. Es probable que también por ese motivo, el temor de que hiciera revelaciones comprometedoras, Zorrilla hubiera mandado asesinar a su amigo de juventud José Luis Esqueda.

Por esos dos homicidios y otros delitos, Zorrilla fue detenido en junio de 1989, en estos días hará 20 años. Había ganado un lustro de impunidad, en que estuvo a punto de ser diputado federal por segunda vez. Y si bien sus jefes, el secretario de Gobernación Manuel Bartlett y el presidente De la Madrid, impidieron que lo fuera, lo protegieron para que pudiera huir a España. Con dinero capaz de mover a eficaces abogados y al aparato de justicia, Zorrilla consiguió que las diversas sentencias en su contra se resumieran en una de 29 años, 4 meses y 15 días. Hace un lustro, cuando apenas había cursado la mitad de esa sentencia, inició sus durante años vanos esfuerzos por obtener la libertad anticipada. Perdió las varias instancias que intentó con ese propósito, hasta que en enero pasado el gobierno del DF nombró director ejecutivo de sanciones penales al doctor Juan Manuel Casaopriego Valenzuela.

Es probable que el nuevo funcionario y Zorrilla se hayan conocido, si no en Gobernación, por lo menos hace 10 años, pues cuando el ex director de la policía política cayó preso, Casaopriego era director de reclusorios del entonces Departamento del Distrito Federal. La presencia de este servidor público que había sobrevivido a la pérdida de la hegemonía política por el PRI significó un cambio en la suerte de Zorrilla. Había comenzado a ver la posibilidad de salir de la cárcel en diciembre del año pasado cuando un juez de amparo lo protegió contra la enésima negativa de libertad anticipada. Zorrilla se quejó de que la resolución respectiva no estaba fundada ni motivada, contra lo que ordena el artículo 16 constitucional. Por eso el juez dispuso declarar insubsistente la resolución reclamada y que se dictara una nueva, en el mismo sentido o en otro. Si el gobierno de la ciudad hubiera sido congruente, habría cumplido la sentencia fundando y motivando la negativa a dejar libre a Zorrilla. Pero hizo lo contrario, en un procedimiento tan plagado de irregularidades que Casaopriego se dirige a Casaopriego para conceder a Zorrilla el beneficio de la remisión parcial de la pena, por lo cual quedó en libertad el 18 de febrero. El director de sanciones saltó por encima de la convicción oficial vigente hasta entonces, según la cual Zorrilla Pérez no había sido readaptado.

Por eso, Casaopriego debería ser llamado a cuentas por sus superiores y Zorrilla debería volver a prisión.

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