John M. Ackerman
Estrictamente hablando, el acto de votar es irracional, es más un acto de fe que un cálculo pragmático. Por muy cerradas que se hayan vuelto las competencias electorales en los últimos años, es casi imposible que las elecciones masivas se decidan por un voto. Estadísticamente, la boleta que usted, su vecino o un servidor depositemos en la urna electoral tiene nulas posibilidades de incidir en el resultado final de la elección.
Pero exactamente lo mismo se aplica a la anulación del voto. Un voto en blanco tiene mínimas probabilidades de impactar el desenlace de la elección. Un voto en blanco tampoco será contabilizado como un voto de protesta debido a la total opacidad respecto del contenido de los votos nulos que exige nuestra legislación electoral. El ilegal e inmoral rechazo del acceso ciudadano a las boletas también asegura que el tamaño real de la anulación activa se mantenga en secreto.
El airado intercambio entre los que abogan por la anulación del voto y los que defienden el ejercicio del sufragio es un debate falso. La triste realidad es que, dado el sistema electoral que actualmente tenemos, las acciones individuales simplemente no cuentan.
Lo verdaderamente importante no es lo que hagamos en solitario y en secreto dentro de la casilla electoral, sino lo que nos atrevamos a expresar en colectivo en las plazas y foros públicos. Si lo que queremos es cambiar la cultura política del país, los ciudadanos tenemos que construir una alternativa independiente que de una vez por todas obligue a las autoridades a rendir cuentas y a responder a nuestras demandas.
Una de las lecciones más evidentes de las últimas décadas es que las reformas significativas no surgen de la buena voluntad de los políticos, sino que se construyen a través de vigorosos movimientos sociales. La reforma política de 1996 fue el resultado directo del levantamiento armado en Chiapas y la acción política del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La reforma electoral de 2007 y las modificaciones a la reforma petrolera de 2008 son victorias atribuibles a la acción ciudadana y política encabezada por Andrés Manuel López Obrador.
A pesar de la desinformación generada a través los principales medios electrónicos, el pueblo mexicano es muy inteligente y cuando entra en acción de manera colectiva tiene el potencial de impactar directamente en el desarrollo de la política nacional.
Sin embargo, falta articular un movimiento social independiente y dinámico que revitalice nuestra fallida democracia. En particular los jóvenes tendrían que asumir un liderazgo central en esta nueva etapa de la vida política del país. La renovación generacional de la política es una tarea impostergable. Los representantes políticos, cívicos, intelectuales y periodistas que típicamente encabezan estos esfuerzos deben entender que el país reclama un relevo generacional que permita el florecimiento de nuevas ideas y nuevos voceros del movimiento democrático nacional.
Los movimientos estudiantiles de 1968 y 1986, así como los primeros años del movimiento zapatista iniciado en 1994, son ejemplos históricos de lo que una juventud movilizada y consciente es capaz de lograr. Quizás en esta ocasión sean los jóvenes militantes de la contracultura los que nos enseñen el camino hacia una nueva forma de hacer política. O tal vez los jóvenes rechazados de las escuelas públicas encontrarán la forma de organizarse para demandar un cambio estructural al sistema de desarrollo excluyente que predomina en el país.
No sabemos de dónde surgirá la esperanza en este momento tan crítico y desolador del desarrollo de nuestra nación. Pero lo que sí queda claro es que el reto más importante es escuchar atentamente las inquietudes sociales y encontrar maneras de movilizar y canalizar la frustración social. Los movimientos sociales no surgen solos, pero tampoco se generan por decreto.
El descontento ciudadano es un hecho. Lo que falta es la conversión de la desesperación pasiva en un plan de acción concreto para la renovación política del país.
La televisión y los poderes fácticos apuestan al desencanto ciudadano y a las reacciones individualizadas ante las crisis política, económica y social. Para estos actores, el abstencionismo sería la perfecta válvula de escape para la frustración creciente del pueblo mexicano. Pero lo que realmente pondría a temblar a un sistema tan corrupto e injusto como el que nos gobierna no es la protesta silenciosa dentro de la casilla electoral, sino la toma del espacio público por una nueva generación harta del engaño y la mentira.
Estrictamente hablando, el acto de votar es irracional, es más un acto de fe que un cálculo pragmático. Por muy cerradas que se hayan vuelto las competencias electorales en los últimos años, es casi imposible que las elecciones masivas se decidan por un voto. Estadísticamente, la boleta que usted, su vecino o un servidor depositemos en la urna electoral tiene nulas posibilidades de incidir en el resultado final de la elección.
Pero exactamente lo mismo se aplica a la anulación del voto. Un voto en blanco tiene mínimas probabilidades de impactar el desenlace de la elección. Un voto en blanco tampoco será contabilizado como un voto de protesta debido a la total opacidad respecto del contenido de los votos nulos que exige nuestra legislación electoral. El ilegal e inmoral rechazo del acceso ciudadano a las boletas también asegura que el tamaño real de la anulación activa se mantenga en secreto.
El airado intercambio entre los que abogan por la anulación del voto y los que defienden el ejercicio del sufragio es un debate falso. La triste realidad es que, dado el sistema electoral que actualmente tenemos, las acciones individuales simplemente no cuentan.
Lo verdaderamente importante no es lo que hagamos en solitario y en secreto dentro de la casilla electoral, sino lo que nos atrevamos a expresar en colectivo en las plazas y foros públicos. Si lo que queremos es cambiar la cultura política del país, los ciudadanos tenemos que construir una alternativa independiente que de una vez por todas obligue a las autoridades a rendir cuentas y a responder a nuestras demandas.
Una de las lecciones más evidentes de las últimas décadas es que las reformas significativas no surgen de la buena voluntad de los políticos, sino que se construyen a través de vigorosos movimientos sociales. La reforma política de 1996 fue el resultado directo del levantamiento armado en Chiapas y la acción política del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). La reforma electoral de 2007 y las modificaciones a la reforma petrolera de 2008 son victorias atribuibles a la acción ciudadana y política encabezada por Andrés Manuel López Obrador.
A pesar de la desinformación generada a través los principales medios electrónicos, el pueblo mexicano es muy inteligente y cuando entra en acción de manera colectiva tiene el potencial de impactar directamente en el desarrollo de la política nacional.
Sin embargo, falta articular un movimiento social independiente y dinámico que revitalice nuestra fallida democracia. En particular los jóvenes tendrían que asumir un liderazgo central en esta nueva etapa de la vida política del país. La renovación generacional de la política es una tarea impostergable. Los representantes políticos, cívicos, intelectuales y periodistas que típicamente encabezan estos esfuerzos deben entender que el país reclama un relevo generacional que permita el florecimiento de nuevas ideas y nuevos voceros del movimiento democrático nacional.
Los movimientos estudiantiles de 1968 y 1986, así como los primeros años del movimiento zapatista iniciado en 1994, son ejemplos históricos de lo que una juventud movilizada y consciente es capaz de lograr. Quizás en esta ocasión sean los jóvenes militantes de la contracultura los que nos enseñen el camino hacia una nueva forma de hacer política. O tal vez los jóvenes rechazados de las escuelas públicas encontrarán la forma de organizarse para demandar un cambio estructural al sistema de desarrollo excluyente que predomina en el país.
No sabemos de dónde surgirá la esperanza en este momento tan crítico y desolador del desarrollo de nuestra nación. Pero lo que sí queda claro es que el reto más importante es escuchar atentamente las inquietudes sociales y encontrar maneras de movilizar y canalizar la frustración social. Los movimientos sociales no surgen solos, pero tampoco se generan por decreto.
El descontento ciudadano es un hecho. Lo que falta es la conversión de la desesperación pasiva en un plan de acción concreto para la renovación política del país.
La televisión y los poderes fácticos apuestan al desencanto ciudadano y a las reacciones individualizadas ante las crisis política, económica y social. Para estos actores, el abstencionismo sería la perfecta válvula de escape para la frustración creciente del pueblo mexicano. Pero lo que realmente pondría a temblar a un sistema tan corrupto e injusto como el que nos gobierna no es la protesta silenciosa dentro de la casilla electoral, sino la toma del espacio público por una nueva generación harta del engaño y la mentira.
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